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Tribuna
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Revelaciones y esperanzas

Las desigualdades sociales y la falta de hospitales complican en Perú la lucha contra la pandemia

Alonso Cueto
El presidente peruano, Martin Vizcarra, anuncia en televisión las medidas de desescalada.
El presidente peruano, Martin Vizcarra, anuncia en televisión las medidas de desescalada.HANDOUT (AFP)

Las catástrofes revelan verdades muy bien conocidas. La aparente normalidad nos había hecho intimar con lo inaceptable, a cuya rutina nos habíamos acostumbrado por necesidad. Aun así, al inicio de la pandemia, algunos países, habituados a una historia de catástrofes, reaccionaron con celeridad.

Es lo que ocurrió en Perú. El primer caso de un paciente infectado, revelado el 6 de marzo, provocó una reacción inmediata del Gobierno del presidente Vizcarra que declaró la emergencia sanitaria. Nueve días después se declaró la cuarentena, un estado social de emergencia y el aislamiento obligatorio. Se dispusieron bonos económicos para los pobladores más pobres. Las medidas fueron aplaudidas y, a comienzos de abril, un estudio de IPSOS, realizado a líderes de opinión y periodistas de países latinoamericanos, ubicaba a Vizcarra como uno de los presidentes mejor reconocidos de la región. Durante esas semanas, en muchos barrios de Lima se escuchaban aplausos a los policías que vigilaban la cuarentena y a los médicos y enfermeras que luchaban en los hospitales. Había una confianza en lo que podía suceder.

Esa confianza se fue erosionando en las semanas siguientes. La realidad de nuestra economía informal (cerca del 70%) y la precariedad histórica de los servicios de salud tomaron el mando. A pesar de los esfuerzos del Gobierno y en parte debido a algunos errores (no relacionarse con las organizaciones sociales y depender demasiado de las instituciones estatales), la pandemia ha seguido cobrando víctimas. Perú aún ocupa hoy uno de los primeros lugares en número de infectados en la América Latina. Todo eso ha llevado a que el Gobierno decretase el fin de la cuarentena, pero no del estado de emergencia, el martes 30 de junio. Las calles han vuelto a poblarse, pero en muchos barrios se mantiene la cautela. El miedo ha instaurado un tiempo nuevo, que el filósofo Miguel Giusti llamó un “tiempo detenido”.

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Como siempre ocurre, en cualquier país, pero sobre todo en un país que arrastra históricas falencias institucionales, los más pobres son los que más se mueren. Éramos una sociedad con desigualdades sociales, falta de hospitales y pobreza económica desde mucho antes de la pandemia, y ahora parecemos serlo más. Y es cierto que las cifras macroeconómicas del país eran privilegiadas. Pero esas reservas no se tradujeron en una mejora sustancial de los servicios públicos. En vista de que ha tenido que heredar problemas de muchas décadas, resulta significativo que el presidente Vizcarra siga manteniendo una alta aprobación (entre 65% y 70%, según las encuestas de junio).

Los nuevos datos también son alentadores. Las cifras más recientes indican que hay menos infecciones que altas en los centros de salud. Por primera vez hay una tendencia decreciente en los contagios. Si esa tendencia se confirma, el Gobierno tendría el resto del año para recuperar la economía, que hoy por hoy tiene un pronóstico sombrío del Banco Mundial. Una encuesta de hace unos días reveló que la mayor parte de la población piensa que la cuarentena fue una medida acertada.

A propósito de todo eso, algunas historias han aparecido de personas que viven cerca de la pandemia. Mientras hacía la investigación sobre un libro, visitando hospitales, el periodista Eloy Jáuregui se infectó con el virus. Durante los días de su enfermedad publicó un diario con una frase repetida: “Como periodista, tengo curiosidad por la muerte”. Un comerciante con más temor al hambre que al virus, salió a la calle a vender sus productos, desafiando la cuarentena. Cuando una periodista le preguntó por qué lo hacía, infringiendo la ley, el hombre le preguntó si ella iba a llevar el pan a su casa para alimentar a sus hijos.

Una labor a resaltar entre tantas es la del padre guatemalteco Albino Mendoza y la de los Misioneros de la Santa Redención, que han organizado ollas comunes y atención médica a los enfermos en el barrio de Villa María del Triunfo. Su misión es una de las muchas que sostienen la esperanza en los barrios marginales de Lima. Por otro lado, en las ciudades de altura como Cusco y Puno hay menos infectados que en el resto del país. Una fuente publicada en el portal Respiratory Physiology and Neurobiology señala que los habitantes de esa zona, con menos oxígeno, han desarrollado rasgos biológicos en los pulmones que les permiten resistir al virus.

Durante estos meses he recordado con frecuencia la conferencia que dio Jorge Luis Borges en 1936 sobre la ciudad de Buenos Aires. Los síntomas del declive de la urbe ya se iniciaban y Borges declaró hacia el final de su charla que “Buenos Aires nos impone el deber terrible de la esperanza”. Las muestras de solidaridad, como la del padre Albino, en algunos sectores de la sociedad peruana de estos días indican que la esperanza (“esa cosa con plumas que se posa en el alma”, según Emily Dickinson) también puede sostenernos en estos tiempos de nueva formación.

Alonso Cueto es escritor.

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