La degradación francesa
El país está hecho jirones, corre el peligro de perder las riendas de su destino y es un riesgo para la UE
Las epidemias, como las grandes crisis y las guerras, son elementos aceleradores de la historia que redefinen la jerarquía de personas, empresas y naciones. La covid-19 ha puesto de relieve la degradación de Francia, que acumula tres crisis. El fracaso de la sanidad pública, con 30.000 fallecidos y la incapacidad, todavía hoy, de hacer pruebas, aislar y curar, lo que deja el país a merced de una segunda ola; el símbolo más claro es el fiasco de la aplicación Covid-19, que solo ha descargado el 3% de la población y que no ha permitido identificar más que 14 casos, a cambio de un coste de 200.000 euros mensuales. A la recesión más profunda del mundo desarrollado, con previsiones de una caída del PIB del 12,5%, un paro masivo de casi el 12% de la población activa y una deuda pública del 121% del PIB a finales de 2020, hay que añadir la quiebra de las libertades públicas y la suspensión de facto de la justicia durante el estado de emergencia sanitaria.
Los franceses se consideraban protegidos por un Estado que absorbe el 56% del PIB y han pasado del pasmo ante el confinamiento, que creían reservado a China o Italia, a la cólera. Se han desvanecido cuatro ideas engañosas: la convicción de que el sistema de salud francés era uno de los mejores del mundo; la certeza de ser un país desarrollado que dominaba las tecnologías avanzadas; la fe en el Estado a la hora de gestionar las crisis y tranquilizar a la nación, y la existencia de un equilibrio de poder con Alemania. El resultado es una desconfianza en las instituciones y los dirigentes, que se refleja en la multiplicación de querellas criminales contra ellos.
Francia no es, en absoluto, la única democracia occidental que ha negado la evidencia ante las derivas de la globalización, la dependencia cada vez mayor del capitalismo totalitario chino, el capitalismo de burbujas y el ascenso de amenazas como las que suponen el yihadismo y las democracias iliberales. El reparto de ingresos o dividendos ficticios, el punto muerto de la seguridad, la parálisis de las instituciones representativas, el nacionalismo miope y el abandono a la tentación populista han estado muy generalizados, empezando por Estados Unidos y el Reino Unido. La situación de Francia tiene características concretas porque combina la incapacidad de responder a las conmociones y los riesgos del siglo XXI con las consecuencias de cuatro décadas de abandono. Las expectativas de crecimiento y los incrementos de productividad son ya casi inexistentes. El pleno empleo no se ha recuperado desde mediados de los setenta, mientras que la deuda pública ha pasado del 20% a más del 120% del PIB en 40 años. El Estado está hipertrofiado e incapacitado, con sus funciones soberanas devoradas por las transferencias sociales. El país está hecho jirones, socavado por el comunitarismo, el odio de clase y el aumento de la violencia, que estalló con el movimiento de los chalecos amarillos y las huelgas contra el proyecto de reforma de las jubilaciones. El legítimo compromiso con una Europa poderosa pierde credibilidad por la deriva del país, lo que proporciona un amplio margen y grandes esperanzas a los demagogos.
La epidemia de la covid-19 se inscribe en una larga serie de crisis que, desde las conmociones relacionadas con el petróleo, han hecho que Francia no solo no se haya restablecido, sino que haya bajado un peldaño más con cada golpe: durante las recesiones de los años ochenta y noventa; después de 2001, cuando Alemania introdujo reformas gracias a la Agenda 2010 emprendida por Gerhard Schröder; en 2008 y 2011, tras la crisis de la globalización y la tormenta de la eurozona, con la desastrosa decisión de dejar explotar la deuda pública y la conmoción fiscal de los años 2010-2012, debida a la austeridad presupuestaria de la UE y las subidas de los tipos de interés por parte del BCE en 2008 y 2011.
Francia se encuentra hoy en la situación que vivía Italia en vísperas de la epidemia de coronavirus. Corre peligro de perder definitivamente las riendas de su destino, con una población envejecida, un estancamiento prolongado, un paro estructural masivo y una deuda pública descontrolada que se acercará rápidamente al 180% del PIB. Y constituye, aún más que Italia, un riesgo sistémico para la UE y la eurozona.
El país no tiene más remedio que pedir prestado, por segunda vez en 12 años, el 20% del PIB, para intentar modernizar su economía y su sociedad. También podrá beneficiarse del plan de recuperación de la UE, que refleja una saludable concienciación y movilización de Europa. Pero es su última oportunidad. En 2008 se gestionó bien la crisis bancaria, pero mal la salida de la crisis. En 2020 es necesario, después de que haya fallado la gestión de la epidemia, que la salida de la crisis se haga bien. Sobre todo, porque la solidaridad de los países del norte de la Unión solo tiene sentido si sirve para el desarrollo de los países del sur, y no para que prosigan su caída; es decir, que estos deben abordar sus males estructurales. En el caso de Francia, eso implica la transformación de su modelo económico y social y la reconfiguración del Estado, que se ha convertido en un multiplicador de riesgos.
En definitiva, Francia, como en 1945, se encuentra frente a una elección crucial: la prolongación de los errores del pasado —a través de la intervención, el proteccionismo y el malthusianismo, en nombre de una concepción regresiva de la ecología— o la apuesta por la reconstrucción. La catástrofe sanitaria y económica debe servir de sacudida que obligue a tomar conciencia tanto a los dirigentes como a los ciudadanos. Los primeros tienen la responsabilidad de contar la verdad sobre la inestabilidad del mundo del siglo XXI, la vulnerabilidad del país y los requisitos de la recuperación, que incluyen dar prioridad a la producción, la seguridad y la integración. Los segundos tienen la obligación de movilizarse y unirse en defensa de los cambios imprescindibles para la recuperación de Francia, que, a su vez, condicionará el futuro de Europa frente a los imperios que se disputan el poder en el siglo XXI.
Nicolas Baverez es historiador.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
© Lena (Leading European Newspaper Alliance)
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