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Columna
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Historia o mitología

¿Eliminar las huellas de un pasado ingrato como forma de justicia? El aquelarre de símbolos que sigue a algunas protestas antirracistas revela la necesidad de una pedagogía del contexto, para no echar a Cervantes o Voltaire a la hoguera

María Antonia Sánchez-Vallejo
Varios manifestantes derriban y arrastran a un estanque una estatua de Colón en Virginia.
Varios manifestantes derriban y arrastran a un estanque una estatua de Colón en Virginia.PARKER MICHELS-BOYCE (AFP)

La voladura de los Budas de Bamiyán frente al derribo de la estatua de Sadam en Bagdad. Acto de barbarie inexcusable frente a la natural revancha popular contra el tirano caído. ¿Qué hay de legítimo o ilegítimo en esos actos? ¿Por qué el segundo es justificable, pero reprobable a gritos la ceguera brutal de los talibanes, si ambos representan la condena seguida de la destrucción? Quien dice Sadam, dice las efigies de Lenin sacrificadas en el espacio postsoviético; o la remoción de las de Stalin antes. La furia iconoclasta que recorre el mundo viene de antiguo, desde que en los siglos VIII y IX se enfrentaron en uno de esos cismas bizantinos los adoradores de imágenes y los que las rompían, los iconoclastas, término desde entonces también usado para definir a quienes se salen del carril del pensamiento ordenado.

Un pensamiento único algo escaso de información e ignorante del contexto parece alimentar la lógica furia desatada estos días contra las huellas esclavistas, pero también contra personajes históricos como Gandhi o Churchill, revisitados por una corrección política exacerbada hasta la revancha. ¿Qué culpa tuvo Cervantes, creador del ser más libertario de la cultura universal, para que una estatua suya caiga hoy en este aquelarre de símbolos? ¿Y el ilustrado Voltaire?

La corrección política se originó en EE UU en los ochenta como una forma activa de empoderar, muy especialmente a través del lenguaje, a las minorías. Si la autoafirmación de esas minorías —o la venganza cobrada de sus muchas ofensas— pasa por maltratar una efigie de Cervantes o Voltaire, algo sucede. Vandalizar un busto del escritor español por racista sería como acusar de violencia de género a Tolstói por arrojar a las vías a Anna Karénina. Todo está inventado, también las represalias para con la historia ingrata. Los romanos ejercían la damnatio memoriae para borrar las huellas de los caídos en desgracia tras su muerte, incluidos Calígula y Nerón. También la practicaron los egipcios, o los funcionarios que ejecutaron el terror del olvido estalinista y borraron toda mención de los mal llamados enemigos del pueblo.

El mal absoluto del racismo no puede hallar su antítesis en un antirracismo miope, porque la obligatoria reivindicación de la igualdad puede incurrir en actos arbitrarios aunque pretendan una justicia póstuma. En algunos de los episodios de cólera que se suceden en el Reino Unido, Francia o Bélgica se añade otro factor capital: la memoria del colonialismo, ese sistema cruel por el que una minoría lejana imperaba sobre millones de seres desposeídos. De ahí, y de la herida divisoria de la raza, procede el empeño de esta versión actualizada de damnatio memoriae, de este ajuste de cuentas con la historia, como si se tratara, en el fondo, de sustituirla por una mitología más afín con el activismo de cada uno.

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