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Columna
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Después de las calles

¿En qué se convierte esa enorme cantidad de ira, frustración, pero también alegría, ilusión, sentimiento de pertenencia, propósito y demandas colectivas?

Cristina Manzano
Protestas por la muerte de George Floyd en el Monumento a Lincoln en Washington, el pasado 6 de junio.
Protestas por la muerte de George Floyd en el Monumento a Lincoln en Washington, el pasado 6 de junio.Alex Brandon (AP)

La calle es contagiosa. Y no por el virus. Las imágenes de las protestas por la muerte de George Floyd y contra la brutalidad policial en Estados Unidos han prendido la mecha en numerosos lugares del mundo. Una vez más, la gente está dispuesta a reclamar en la calle lo que considera que no está recibiendo de las instituciones. 2019 fue un año de protestas globales. La pasada década en su conjunto lo fue: desde la primavera árabe hasta Hong Kong, desde Santiago de Chile hasta Beirut, desde París hasta Teherán… Según el Índice de Paz Global que publica en español esglobal, desde 2011 ha habido un fuerte incremento de los disturbios civiles. Europa es la región con mayor número de protestas, revueltas y huelgas entre aquel año y 2018, la gran mayoría de carácter no violento.

Como pregunta un artículo de The Wilson Quarterly, ¿es democracia en acción o democracia en crisis? Y, sobre todo, ¿qué queda después de las calles?, ¿en qué se convierte esa enorme cantidad de ira, frustración, pero también alegría, ilusión, sentimiento de pertenencia, propósito y demandas colectivas?

A quienes observamos desde Europa, nos sorprende la rapidez con la que se ha decidido en una ciudad como Minneapolis desmantelar la policía y crear un nuevo sistema de seguridad ciudadana. Una rapidez relativa, si se considera que las acusaciones de racismo vienen de muy atrás, pero real cuando se anuncia todavía en medio de las protestas. No es tan habitual tomar ese tipo de decisiones políticas en caliente. Los cambios legislativos deben llevar otros cauces y llevan su tiempo; mucho más la transformación de las mentalidades. En la extensa literatura de las protestas es difícil encontrar un patrón que ofrezca conclusiones uniformes sobre su resultado final. Pero algunos ejemplos sí demuestran su impacto a medio plazo.

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En la primavera de 2011, el movimiento 15-M de Madrid inauguró una nueva forma de protesta contra el sistema político y económico. Tras muchos debates sobre su “institucionalización”, uno de sus principales resultados fue el nacimiento de un partido, Podemos, que hoy, nueve años después, es socio de coalición en el Gobierno.

La versión estadounidense del 15-M, Occupy Wall Street, no tuvo esa traslación directa en las instituciones, pero sí introdujo en el debate político conceptos como el de la desigualdad del 1%. Una idea recogida por el senador y candidato demócrata Bernie Sanders y que, por su vinculación directa con las minorías raciales, también forma parte esencial de las protestas de estos días.

Con todas sus limitaciones, la calle ha recuperado su papel como foro alternativo para canalizar la frustración con una política percibida como ineficaz a la hora de ofrecer soluciones a los problemas reales de la ciudadanía. Y tiene pinta de que seguirá haciéndolo.

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