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Columna
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El malentendido

La comunicación, el gran mito de nuestra época, está llena de ruidos

José Andrés Rojo
Una mujer consulta su móvil.
Una mujer consulta su móvil.fizkes (Getty Images/iStockphoto)

No siempre es fácil entenderse, así que imaginen hasta qué punto puede complicarse la tarea si no hay más remedio que encerrarse en casa y conectar con los que están afuera a través de cualquier tipo de tecnología. El confinamiento seguro que ha provocado, por eso, un sinfín de malentendidos, equívocos, suspicacias, paranoias. Es lógico: el teléfono no recoge la infinidad de matices que intervienen en una relación cuando se está cara a cara, y ya se sabe que las palabras son traicioneras y que muchas veces dicen más o menos de lo que estrictamente queríamos decir. Con los mensajes, y más si son cortos, la cosa puede enredarse todavía más. “Estoy bien”, lees en la pantalla del móvil. ¿Pero qué quiere decir el que está al otro lado? ¿Que está bien porque ha conseguido evitar colgarse de puro aburrimiento de la viga del techo o porque ha alcanzado por fin la dicha de conocerse a fondo en pleno aislamiento?

La comunicación está sobrevalorada. Suele darse por descontado que lo que decimos y escribimos les llega a los demás con todas las garantías de no haber sufrido alteración alguna durante el proceso, y que no hay más que abrir la cápsula y tragarse el contenido. Tanta buena fama tiene la comunicación que la política está quedando hoy cada vez más reducida a eso, a gabinetes de expertos obsesionados por transmitir un relato, unas consignas, unas cuantas píldoras cargadas de bienaventuranzas para asegurar la fidelidad del votante. Pero es posible que las cosas no funcionen tan bien engrasadas y que lo que quede al final no sea más que ruido.

En un reciente ensayo, Signos de contrabando, el filósofo Antonio Valdecantos ha puesto en la picota la idea de comunicación y se ha afanado en dinamitar toda la mitología que la sostiene. Todo está configurado, si sirve la caricatura, en torno al supuesto de que hay sujetos de una pieza que transmiten verdades mondas y lirondas y que, al otro lado, existen otros sujetos de una pieza que las reciben tal cual, sin mácula alguna, perfectamente inteligibles. Pero igual nada de todo esto es cierto, y resulta que las identidades son resbaladizas —mestizas, ambiguas, híbridas, descoyuntadas— y que no hay nada armado antes de que el lenguaje lo traslade de un lado a otro. Más bien parece que al hablar (o escribir) nos vamos inventando y destornillando, nos perdemos y nos encontramos, nos ocultamos cuando queremos revelarnos o, justo al revés, decimos lo que justo pretendíamos guardar como el mayor secreto.

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Ya metido en faena, Valdecantos observa que “el lenguaje es el paso de un malentendido a otro”. Escribe: “¿Qué hacer cuando los elogios que uno recibe, la fama de que disfruta, el empleo que lo alimenta, las amistades que lo entretienen, los amores que lo mueven y la estimación que en general se le dispensa están causados por un malentendido, o lo está, por lo menos, alguno de estos elementos?”. Nadie está libre de estas confusiones. Comenta también Valdecantos que “el conocimiento que se tiene de la mayor parte de las verdades es hijo de la trampa, de la precipitación, de la chapuza o de la pereza”. Así que, si la comunicación es tan frágil y el malentendido está tan fuertemente incrustado en el lenguaje, ¿cómo no mantener una prudente distancia frente a tantas aparatosas puestas en escena donde los políticos exhiben sus verdades intachables?


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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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