Bailar al ritmo de una ambulancia
Ahora que empezamos a salir a la calle y a vernos de frente, se hacen evidentes las taras de estos días, que arrastrábamos de mucho antes. No estamos bien
El otro día salí a la calle después del confinamiento observé a un niño bailando al ritmo de la sirena de una ambulancia. Tendría 11 años y estaba contoneándose en medio de la calle, agitando la cabeza como poseído. Otros transeúntes habían indicado, antes, a dos motos de policía por donde tenían que subir para llegar al lugar donde existía la urgencia sanitaria. Mientras sucedía esto, el niño permanecía ahí, levantando las manos y hasta sacándose la mascarilla en el momento en el que alcanzó algo así como el éxtasis. La sirena pasó de largo y yo me llevé esa imagen el resto del día.
Llevaba días intentando comprender las redes sociales. Quizás por haber visto a tan poca gente en tanto tiempo, sentía el ambiente cada vez más crispado. Notaba que no nos entendíamos, que no estábamos bien. Le dije a una amiga que Twitter me parecía el after de las seis de la tarde en el que ni siquiera nos alcanzábamos a ver y solo sabíamos decir blublublu como peces moribundos. Frente a la urgencia, frente a la catástrofe, somos niños y niñas bailando en sus diminutas parcelas promocionando su último libro o ejerciendo la solidaridad como pura representación, colgando post virales o avatares con filtro para unirnos a una causa nueva. En TikTok me encuentro a mi prima adolescente que se graba mientras llora. Jia Tolentino, una de las invitadas a esta edición del festival Primera Persona, radiografía nuestras identidades en redes en su ensayo Falso espejo: “El capitalismo no ha dejado más tierra de cultivo que el yo. Todo ha sido canibalizado; no solo los bienes de consumo y el trabajo, sino también la personalidad, las relaciones y la atención”. La solidaridad performativa se impone en un mundo en el que urge más que nunca la dignidad y la fuerza con la que los trabajadores de la Nissan, por ejemplo, encienden las barricadas. Quizás porque hace tanto tiempo que no nos vemos, necesitamos más que nunca sentir la corporeidad.
“No estamos bien”, le insisto a mi amiga. Ahora que empezamos a salir a la calle y a vernos de frente, se hacen evidentes las taras de estos días, que arrastrábamos de mucho antes. No estamos bien. Exhibimos ahora los desastres y lo hacemos a través de la individualización del dolor, como si fueran también y de paso patologías vendibles, capitalizables. En su ensayo Realismo capitalista, Mark Fisher casi que dialoga con Tolentino: estamos tocados, pero ni siquiera es atribuible a nuestra responsabilidad. Los efectos de la covid-19 han intensificado la crisis mental —Barcelona ya ha puesto en marcha un plan de choque para intentar paliarla— pero hay que recordar que la angustia vital y existencial era palpable mucho antes. “¿Cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma?”, se pregunta Fisher en su revelador ensayo. Para este autor, la plaga de la enfermedad mental en las sociedades tardocapitalistas sugiere que más que ser el único sistema que funciona, el capitalismo es precisamente un sistema inherentemente disfuncional. El capitalismo es un hacedor de zombis, apunta Fisher; o de humanos retransmitiendo la pena, o de seres bailando al son de una ambulancia.
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