Contra la inequidad
Es necesaria una acción global contra la desigualdad sin la participación de los que están interesados en mantenerla
Al tiempo que vivimos en una especie de búsqueda para encontrar una ética de la pandemia, en la que podamos elegir sin que nuestras decisiones o necesidades personales afecten a los otros, nos vemos inmersos en el inevitable juzgamiento de las decisiones gubernamentales para evitar el contagio masivo, ante la fragilidad de los sistemas de salud luego de un prolongado confinamiento.
Empiezan a aparecer los dilemas propios de los derechos afectados por las prohibiciones de movilidad y del papel de Estado ante la visible y dolorosa desigualdad que no da tregua y frente a la cual históricamente se actúa de manera solapada por que las necesidades del otro se mantienen ocultas o marginadas.
Cuando las realidades se vuelven horizontales y nos afectan a todos por igual, se hace necesaria una mirada más allá de lo local, un debate sobre y en la llamada geopolítica o la arquitectura internacional. Algunos proclaman el fin de la globalización, otros advierten que los organismos multilaterales han dejado de cohesionar o debatir los grandes temas. Creo que hoy más que nunca es tiempo para una acción global, por lo que estamos llamados a reconducir la globalización y a renovar los escenarios multilaterales.
Advertía Carlos Caballero Argáez en una reciente columna sobre la necesidad de avanzar en la vía de las reformas estructurales y de la implantación de una política social que tenga como meta prioritaria el logro de una sociedad igualitaria. Sin duda. Pero creo que no podemos hacerlo solos. El ejemplo de Alemania y Francia dentro del escenario de la Unión Europea de buscar mecanismos de endeudamiento conjunto, por ejemplo, bien valdría la pena copiarlo.
Un poco más o menos, pero a todos los países sin excepción, los aquejan hoy los mismos problemas: La impunidad y la corrupción que se mete por las porosidades de nuestros sistemas de contratación públicos y privados, son realidades de todos y por las que deberíamos tener discusiones más transparentes y mecanismos globales para evitar el derrumbe del modelo democrático que debe evolucionar dentro de sus mismas conquistas.
Las protestas en Estados Unidos luego del asesinato de George Floyd, o del hispano Sean Monterrosa rematado de rodillas y el de Anderson Arboleda en el Cauca Colombiano, también realidades iguales. Solo cambian los nombres y los sitios. Pero son lo mismo. Racismo aquí y allá.
Las cifras de informalidad de este lado del mundo y los más de 42 millones de desempleados en Estados Unidos, ¿no son acaso las mismas situaciones miradas siempre de distinta manera según los intereses del mercado o los gobernantes de turno?
El hacinamiento carcelario, la deforestación. No encuentro un solo problema que no esté en la agenda de las políticas públicas por igual. Y, sin embargo, los encuentros de mandatarios en los foros mundiales no son más que encuentros sociales y de lugares comunes. Incluso, me atrevo a llamarlos, los encuentros de la complicidad, que deja cada vez más pobres sin acceso.
Necesitamos de infraestructuras regionales que pasen por la discusión de un cambio de modelo económico donde los cambiantes liderazgos políticos no afecten el curso de las decisiones conjuntas en el cuidado de áreas naturales, de accesos a vacunación, de asistencias por necesidad.
Y, sin embargo, no veo en el horizonte liderazgos preocupados por iniciar la discusión sobre nuestros modelos económicos y democráticos y es compresible mientras todos están ocupados en atender al interior de sus fronteras. Pero esas fronteras no pueden ser mentales. La crisis actual nos obliga a dejar el aislamiento para iniciar un proceso de acuerdo de cooperación y asistencia mundial sobre unos mínimos. Para empezar: la inequidad.
De qué manera el modelo de educación de Finlandia puede pasar de ser un referente académico a ser implantado en otros países con el apoyo de sus creadores, de qué manera la esperada vacuna contra el coronavirus debería garantizarse primero en los países cuyos sistemas de salud sean menos robustos. A eso me refiero con una acción global. A un pacto mundial contra la inequidad, contra la desigualdad. Y que sea vinculante a través de tratados internacionales.
No me parece sensato hablar del fin de una globalización, que tuvo logros como la flexibilización migratoria en medio de todas sus dificultades, porque hacerlo es abrirle la puerta a nacionalismos peligrosos como los que ya hemos visto en Trump, Bolsonaro, Erdogan, Putin, Bukele. Pero sus mandatos no son eternos ni sus proyectos de fanatismo, superioridad racial o étnica. Desde ellos precisamente estamos obligados a mirar a otras figuras a elegir en las naciones donde se aproximan elecciones, y entender de una vez por todas nuestro papel de ciudadanos responsables del voto, de nuestros deberes para reclamar derechos ante los abusos del poder cuando hay acumulación o aparecen los Gobiernos por decreto, tan comunes en los estados de emergencia como los que vivimos.
Todas las discusiones mencionadas, desigualdad, educación, empleo, salud, medidas restrictivas, manejo de nuestros datos personales con la georreferenciación, requieren un escenario de discusión en el que intervenga la academia, la política, las organizaciones no gubernamentales para construir al menos unos referentes que nos lleven a actuar frente a la desigualdad antes de que el populismo y de nuevo el autoritarismo, termine por construir un tablero geopolítico sin vuelta atrás.
No será solos ni mirándonos el ombligo como logremos avanzar en la postpandemia. Y tampoco será posible si no somos capaces de dejar por fuera a manera de castigo moral o ético a quienes desde sus posiciones de privilegio presidencial incrementan con sus discursos baratos las brechas sociales e inspiraran a los racistas de siempre devolviéndonos a las épocas oscuras de la segregación y la exclusión. Se requiere sin duda una acción global contra la desigualdad, sin los que están interesados en mantenerla.
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