Ellas y los calzonazos
No hay que engañarse, esa irritante obcecación con el 8 de marzo es la consecuencia de una furia que se venía alimentando hacía tiempo
Lejos de mí la intención de interferir en un informe de la policía en el que parece querer demostrarse que el Gobierno de España, aun siendo consciente del peligro que suponía permitir la manifestación del 8 de marzo, decidió ir a por todas (que no se me malinterprete eso de “ir a por todas”). Pero dado el empeño ciego que se tiene en situar el foco de la pandemia en aquella tarde madrileña, sería coherente que concluyeran que los varones del Gobierno transigieron por calzonazos, por no saber censurar el deseo de las ministras de darse un baño de multitudes. Tal fue la flaqueza de los hombres ante la irritante insistencia de estas señoras, que cedieron, mansos, hasta el punto de poner en riesgo a sus propias familias: ahí estuvieron la esposa del presidente, acompañada de su suegra y madre de Sánchez, la ministra Montero, a su vez esposa del vicepresidente, con la niña de ambos en brazos, y una serie de ministras kamikazes que, aun teniendo conocimiento del peligro al que se exponían ellas y de rebote sus familias acudieron siguiendo la estela de la histeria.
El informe, dadas las pruebas periodísticas que aporta, está en un tris de achacar al calzonismo, consecuencia indeseada del feminismo, la autorización de lo que acabarán llamando el aquelarre. Esta semana se aportaba un espeluznante off the record de la ministra Montero. Una de esas partes del bruto de una entrevista en la que un cargo público jamás debiera entregarse al colegueo. Cuando vi la prueba del delito me quedé perpleja, no porque me pareciera crucial para el dichoso informe del calzonismo, sino porque escuché en boca de Montero las impresiones que cualquiera tenía en aquellos días. Recordemos: a algunos reporteros se les celebró, como ejercicio de gran periodismo, que dijeran que esto era poco más que un constipadillo; las implacables presentadoras televisivas afeaban a los alarmistas y los contertulios concluían que esto era algo que solo se podía cebar con los viejos (todos nos arrepentimos luego de que esa frase sonara sin freno en tantas bocas). España siguió vibrando en sus bares, en sus transportes, en el fútbol, en viajes, en mítines, en los besos y abrazos hasta el mismo día del confinamiento. Y ese día surgió para muchos la sombra del 8 de marzo. Razonablemente, se puede considerar que fue un error. Como fueron muchos otros, por no irnos lejos, cometidos en países cercanos: el alcalde de Milán protestó airadamente porque algunos ciudadanos no asumían el confinamiento; en Francia, por ejemplo, se celebraron elecciones. Pero es lógico que una circunstancia tan inédita esté sembrada de errores de los que hay que aprender. En todos los países se está reflexionando sobre cómo se actuó. Pero aquí, por tradición, vamos a los tribunales. Tradición que se ha ido implantando dada la negación de los políticos para arreglárselas ellos solos, sin el amparo de la justicia. Queda en España la inercia autoritaria de terminar en los juzgados, en los tribunales, de amenazar con la cárcel, como hace muy estrambóticamente el líder de Vox con el presidente cuando se ve en el púlpito.
Pero, no hay que engañarse, esa irritante obcecación con el 8 de marzo es la consecuencia de una furia que se venía alimentando hacía tiempo. Hay una derecha para la que el feminismo es un grano en el culo, hay señores que no se consideran de derechas, pero que piensan como si lo fueran y detestan con tanta rabia a esas tías que denominan malas feministas como a esos calzonazos que las alientan y autorizan manifestaciones innecesarias. Hay una pretensión inconsciente de que las mujeres vuelvan al redil. O de castigar el éxito de un activismo que cada año ha ido albergando a más hombres. Los calzonazos. Protagonistas, en el fondo, de un informe en el que se presiente que más que analizar la oportunidad de una manifestación se trata de demonizar un movimiento que, para algunos, se había salido de madre.
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