Falsos profetas en tiempos de coronavirus
Ha entrado en escena un movimiento confuso y peligroso de esotéricos, neonacionalistas, antivacunas y dogmáticos de la conspiración. El miedo que alegan es una coartada para la agresión y el resentimiento
En estos tiempos de pandemia, el miedo se nos ha deslizado a todos bajo la piel. Miedo a enfermar, a perder a un ser querido, a morir solo o tener que dejar solo a alguien, a perder el trabajo, a la ruina financiera, al aislamiento social, a la soledad y no menos miedo a que las propias fuerzas no basten para superar la crisis.
Todos estos temores tienen un motivo. Todos retienen como parámetro de referencia algo que nos es común: la realidad. Se remiten a la realidad objetiva de una pandemia que todo lo abarca. El fundamento de todos ellos es lo que se puede conocer (como siempre, de manera fragmentaria) sobre el virus y la manera en que asola regiones enteras. Toman nota de los informes de las unidades de cuidados intensivos de Madrid o Manaos, Nueva Orleans o Nueva Delhi. También de las cifras de desempleados, de las quiebras, del descenso de las ventas, de los pronósticos de recesión. Todos se pueden cuestionar: reaccionan a lo que vamos aprendiendo, a los conocimientos que se consideran seguros y a los errores que se dan por probados. A veces, la información adicional contribuye a reforzar un temor; otras, a disiparlo.
Sin embargo, no hay nada que me asuste más que la entrada en escena de aquellos que lo único que pretenden es hacer pasar por miedo el desvarío, a quienes ya nada importa lo común, que no reconocen otro parámetro de referencia que su propia fantasía, que no explican su rabia, sino que solo quieren exteriorizarla, siempre en vertical, contra “los de arriba”, contra la supuesta “dictadura”, contra “los medios de comunicación”, contra “Bill Gates”, contra no sé qué conspiración que hay que combatir. El miedo que alegan estos movimientos no reacciona a la información, no admite preguntas, no acepta la realidad como corrección. Es un miedo cuya única finalidad es servir de coartada, de escudo retórico detrás del cual la agresión sin escrúpulos y el resentimiento desenfrenado campan a sus anchas.
Nada infunde más miedo que la repetición del mismo espectáculo, la misma sinergia de brutalidad y autocompasión que comparten los movimientos neonacionalistas de todo el mundo; ese odio incorregible, diferente solo porque ahora sus signos son otros, y su construcción, parcialmente distinta. Nada aterra tanto como quienes protestan en tiempos de pandemia empeñados en verse a sí mismos como víctimas, defraudados por una verdad cuyas condiciones no les interesan lo más mínimo, privados de la libertad que no reconocen cuando se les concede, sintiendo cercenados unos derechos que quieren negar a los demás.
Forman un conjunto tan diverso como confuso de esotéricos, neonacionalistas radicales, antivacunas y dogmáticos de la conspiración. El aglutinante que une a ideólogos de la extrema derecha más radical, matones violentos e incautos con ideas confusas está formado por toda clase de bolas de pinball mentales que con cada tema rebotan de una convicción a otra, presas de terrible excitación, siempre escandalizadas, siempre inestables, siempre sabelotodo, capaces de percibirse a sí mismas únicamente en esta autodramatización.
Asusta que vuelva la idea de que no es posible distinguir entre afirmaciones factuales verdaderas y falsas
“La característica de estos movimientos es más bien una extraordinaria perfección de los medios, ante todo propagandísticos”, escribía Theodor Adorno en su aún vigente Aspectos del nuevo radicalismo de derechas, “combinada con la ceguera, con el carácter abstruso de los fines perseguidos con ellos”. Las mismas consideraciones son aplicables a los nuevos movimientos de protesta que instrumentalizan las crisis de la covid-19 para sus abstrusos fines.
Son una minoría, se podría objetar. No representan ningún peligro. Se pueden considerar marginales, no representativos. Pero lo que de verdad me asusta es que el retorno de la idea de que no son más que personas críticas inofensivas o “ciudadanos preocupados” que una democracia debería tolerar, permita que sean revalorizados por los medios de comunicación y recompensados en su desvarío. Lo que de verdad me da miedo es que vuelva la pretensión de que no es posible distinguir entre afirmaciones factuales verdaderas y falsas, entre suposiciones verosímiles y disparatadas. Lo que me aterroriza realmente es que se les vuelva a llevar al ruedo de la tertulia con el pretexto de acorralarlos, como si no se hubiese criado así al monstruo populista, para luego, un par de años y excesos de violencia más tarde, caer con sorpresa en que no era tan dulce y burgués. La radicalidad identificable desde el primer momento en la ideología y la organización se reinterpreta luego como un proceso de radicalización imprevisible. Lo contrario significaría que ese gesto de “no debemos excluir a nadie” fue un error, que nos hemos convertido en cómplices de las ambiciones de normalización de la extrema derecha.
Lo que temo de verdad es que no se haya podido aprender nada, que todo se repita, que la mayoría tolerante, democrática y solidaria sea desplazada y ridiculizada porque no es lo bastante estridente ni lo bastante exótica; que la mayoría democrática de la sociedad vuelva a quedar infrarrepresentada porque la razón no genera ninguna estética alucinante; porque el civismo se considere un atributo pequeñoburgués con ínfimos índices de audiencia; porque el escepticismo ilustrado o el miedo social real sean tenidos menos en cuenta que la chusma política alcoholizada, la ruptura de tabúes revisionista o los cuchicheos conspiranoicos de la covid-19.
Hay un análisis de la fuerza manipuladora de los agitadores totalitarios que viene asombrosamente a propósito. Se trata del ensayo Falsos profetas de Leo Löwenthal, en el que el autor disecciona el patrón argumentativo fascista en los Estados Unidos de 1948.
Los agitadores totalitarios no se interesan lo más mínimo por los temores fundados y las necesidades de las personas
Löwenthal lo define como “el intento de reforzar la desorientación reinante entre su audiencia desdibujando las demarcaciones racionales y proponiendo en su lugar acciones espontáneas”.
Los falsos profetas no tienen interés en nombrar y hasta remediar las causas objetivas del descontento o el desamparo social. Lo único que les importa es inflamar los complejos emocionales susceptibles de apropiación, profundización y canalización. Quizá lo más repugnante de los profetas del presente sea que no se interesan lo más mínimo por los temores fundados y las necesidades de las personas en plena crisis de la pandemia. En realidad, no se interesan ni siquiera por los complejos elementos y las causas de la plaga mientras esta les sirva de vehículo narrativo para su visión violenta del “Día X”.
Ayer y hoy, los agitadores aparecen en sus relatos poseídos por el cataclismo que supuestamente se avecina. El tema no es nunca una simple aflicción que no se puede cargar a nadie, una tragedia cualquiera de la que nadie puede ser culpado, un embrollo sin remedio o una calamidad. Los falsos profetas necesitan un enemigo, el causante último de todas las miserias de la sociedad, una especie de motor inmóvil al que se pueda responsabilizar de todo, tanto si existe como si no, tanto si es real como imaginario. Un adversario que, además, tiene que ser despiadado y falaz, poderoso, pero, al mismo tiempo, superable.
Lo que interesa a la agitación es justificar cada acto de violencia como defensa propia
“El postulado del agitador se fundamenta en su actitud ambivalente ante los supuestos atributos del enemigo. La acumulación de atrocidades sin restricción da a entender al adepto que, en una situación de crisis, no tendrá que imponerse más restricciones a sí mismo que al enemigo”.
Esto es lo que, en el fondo, interesa a los falsos profetas: inventar una historia sobre una catástrofe inminente en la que cada acto de violencia se pueda justificar como defensa propia y cada violación de la ley, como defensa de las libertades individuales. No es fácil “desenmascarar” a estos agitadores, ponerlos en evidencia mediante el “cuestionamiento crítico”, principalmente porque las visiones del mundo que proponen son totalmente cerradas y míticas, y los canales a través de los cuales difunden sus fantasías semirreligiosas sin disrupciones “externas” son totalmente propios.
Pero en ese caso, si tienen su propio público incestuoso en YouTube o Telegram, si cuentan con actores extranjeros que alimentan sistemáticamente los mitos de la conspiración en torno al coronavirus, si los blogs de extrema derecha conectan la desinformación sobre la pandemia de la covid-19 con el resentimiento antidemocrático, racista, homófobo y tránsfobo, ¿por qué hay que concederles una atención adicional ingenuamente cómplice?
En este sentido, este texto para EL PAÍS no hace sino contradecirse a sí mismo. Escribir sobre un fenómeno social para que pierda visibilidad es grotescamente contraproducente, pero si no queremos repetir los viejos errores de normalizar y legitimar posiciones autoritarias, racistas y nacionalistas, necesitamos un análisis del miedo que se sitúe más allá del desvarío, la conjuración y la paranoia nacionalista.
Necesitamos un análisis del miedo que se sitúe más allá del desvarío y de la paranoia nacionalista
Lo merecen quienes desde hace semanas cumplen las reglas; quienes luchan contra las restricciones porque les parecen demasiado amplias, demasiado poco atentas a los derechos fundamentales; quienes ven cada día cómo menguan sus ingresos y sus medios de subsistencia; quienes se abstienen del contacto social, aunque les resulte amargamente difícil.
Lo merecen quienes están de luto porque han perdido un ser querido a causa de la covid-19, quienes a pesar de todo aguantan las cargas y basan su escepticismo y sus críticas en razones, y también quienes se preocupan por sus hijos y sus nietos, por sus padres y sus abuelos, y quienes echan de menos a su familia de amigos. Lo merecen quienes durante estas semanas han dado hasta sus últimas fuerzas por los demás en los hospitales, los organismos sanitarios, las Redacciones (si es que todavía trabajaban en ellas, y no en casa), las obras, la agricultura, los centros de enseñanza, y también en el Parlamento, los ministerios, las ciudades y las comunidades. Lo merecen todos aquellos que luchan contra la pandemia y sus consecuencias sociales, psíquicas y económicas, pero que no la instrumentalizan para sus mezquinas fantasías de violencia.
La crisis de la pandemia es enormemente compleja; interfiere a muchos niveles en nuestras certezas y nuestros hábitos epistémicos, sociales y culturales; pone de manifiesto todas las debilidades de nuestro sistema de vida; nos obliga a confesar todos los abusos ecológicos y económicos, a no seguir tolerando por comodidad la explotación de los seres humanos y la naturaleza como mero material de trabajo o simples recursos; pone en evidencia todas las promesas incumplidas de igualdad, ya sea de género, clase o procedencia. Es una crisis tan real, tan amplia, tan profunda, que no hay tiempo que perder con quienes la niegan. No tenemos ese tiempo.
Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa, autora de Contra el odio (Taurus).
Traducción de News Clips.
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