Homenaje
La calidad humana de Anguita cuenta ahora más que su comunismo


Hace bastantes años tomé un taxi en Barajas y durante el trayecto a mi casa recibí una demoledora soflama política. Según mi espontáneo predicador, todos los políticos del momento —que repasó inmisericorde de uno en uno— eran mentirosos, enredadores, sólo pensaban en sí mismos y se burlaban del pueblo trabajador. La única excepción era Julio Anguita: íntegro, veraz, insobornable, preocupado por los humildes... Rompí mi silencio abrumado para decir que ese retrato podía ser muy cierto pero que por lo visto la gente se resistía a votar al recto varón. El chófer gruñó, algo ofendido: “Oiga, que yo tampoco le voto, ¿eh?”. Un admirador desinteresado.
Hoy se honra la memoria de Julio Anguita por dos motivos: su honradez y la fidelidad a sus ideales comunistas. La primera es una virtud sin contraindicaciones. Anguita no buscó su lucro personal —ni siquiera lícito— en los cargos públicos y a la hora de su retiro de la escena política sólo quiso ser maestro, lo cual no es una opción modesta sino de orgullo bien entendido: se puede sin duda cobrar más que siendo maestro, pero no ser más... ni mejor. En cambio la fidelidad a los ideales sólo es virtuosa según cuales sean. Si Adolfo Suárez o Borís Yeltsin demostraron virtud política fue traicionando sus ideales, no sirviéndolos. Es cierto que a pesar de las enseñanzas de la ciencia y la historia hay quien cree en los beneficios de la astrología, la homeopatía o el comunismo, pero no merecen elogio por ello. Sobre todo si ocupan cargos que pueden verse pervertidos por tales supersticiones. La calidad humana de Anguita cuenta ahora más que su comunismo, pero preocupa que otros menos íntegros aunque igualmente obcecados tengan el encargo de reconstruir nuestro maltrecho país. Quizá esa fuese también la opinión del taxista...
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