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Columna
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Un precario equilibrio

Gran parte de la humanidad vivía ya en el alambre antes de la pandemia. Por eso la habitual receta de recortar gastos sociales para reconstruir la economía no parece la más conveniente

María Antonia Sánchez-Vallejo
Una persona sin hogar duerme mientras una mujer carga sus compras en la Vega Central, principal mercado de abastos de Santiago (Chile).
Una persona sin hogar duerme mientras una mujer carga sus compras en la Vega Central, principal mercado de abastos de Santiago (Chile).Alberto Valdés (EFE)

La nueva realidad que nos aguarda entrañará grandes dosis de recelo y asepsia, pero también indelebles estigmas del pasado como la desigualdad. Porque si algo ha demostrado el coronavirus es su eficacia a la hora de subrayar los sesgos de clase (en el Reino Unido afecta exponencialmente a los trabajadores no cualificados, hasta 16 veces más a un conductor de autobús que a un sanitario) y de etnia (los británicos negros, como los de otras minorías, enferman cuatro veces más que sus compatriotas blancos, en proporción parecida a la de negros y latinos en EE UU).

Si las perspectivas son demoledoras para las grandes economías del planeta, y las más pobres apenas si pueden soñar con una moratoria de su deuda, son las intermedias, aquellas que venían mostrando un buen desempeño macroeconómico pero no han remediado la desigualdad estructural que define a muchas de ellas, las que más pueden tambalearse: de los mercados emergentes habían huido a finales de marzo 83.000 millones de dólares, la mayor salida de capital global registrada en la historia, según el FMI.

Como anteriormente hacían los terremotos o las catástrofes naturales, la pandemia ha alterado el precario equilibrio de muchos países de rentas medias, aplicados aspirantes a la primera división del progreso. Ahora, tras la colosal respuesta sanitaria, cuando corresponde actuar a la sociedad para secundar los logros médicos y minimizar los riesgos, cabe preguntarse qué margen de maniobra tendrán sociedades donde el derecho a la salud —inherente a cualquier intento de justicia social— sigue siendo casi una utopía o, cuando menos, una posibilidad sujeta a pago.

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La revista médica británica The Lancet advertía recientemente del momento clave de la reconstrucción poscovid-19 para los sistemas de salud más endebles. El mensaje se dirigía en concreto al Banco Mundial y el FMI —al que ha recurrido más de un centenar de países en busca de ayuda— para subsanar vicios añejos de sus programas de saneamiento económico: hasta ahora, el respaldo que ambas organizaciones brindaban —además de un claro apoyo a dictaduras como las latinoamericanas— implicaba condiciones inapelables como recortes presupuestarios, reducción en volumen, sueldo y medios de los trabajadores sociales y privatizaciones, Sanidad incluida.

Chile, protagonista del milagro económico de Latinoamérica, es un ejemplo de manual, con una clase media precarizada que bordea la vulnerabilidad por culpa de la insuficiente seguridad social. Ello se traduce en ciudadanos desafectos, crecientemente airados, cuyas protestas apenas si ha logrado silenciar la emergencia. Pero no es solo Chile —uno de los que han recurrido al FMI en busca de liquidez—, también el 70% de los países del mundo en los que la desigualdad se ha disparado en las últimas décadas. De la respuesta que se dé a las persistentes secuelas de esta crisis, dependerá que los millones de descontentos del planeta se aplaquen o, al contrario, dirijan su ira contra la línea de flotación del sistema.

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