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Columna
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Independencia a medias

Latinoamérica necesitaría un acuerdo bipartidista en Washington que aporte previsibilidad y acuerdos, y destierre la toxicidad de Trump

Juan Jesús Aznárez
Una niña en su casa en el distrito de Aguablanca en Cali, donde la mayoría de los habitantes viven de las remesas.
Una niña en su casa en el distrito de Aguablanca en Cali, donde la mayoría de los habitantes viven de las remesas.LUIS ROBAYO (AFP)

El fatalismo atribuido al dictador Porfirio Díaz, “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, admite otros nombres y alusiones, pero resume las gajes de la asimétrica relación entre América Latina y los autores de la Doctrina Monroe (1823), el Destino Manifiesto (1840) o el Corolario Roosevelt (1904), que autorizó el despacho de la infantería de marina a Venezuela para cobrar la deuda contraída por su gobierno con empresas estadounidenses. Como la mirada anglosajona es la que es, quedó consagrado el intervencionismo en países considerados de baja estofa o delincuentes, que acatan arbitrariedades, amenazas y castigos porque a la fuerza ahorcan. Afrontan ahora el estrés de la pandemia, el resquebrajamiento de su futuro y secuelas emocionales.

El coronavirus no alterará la creencias imperiales de Estados Unidos, pero corregirá a la baja sus manifestaciones porque la destrucción de empleo es la más alta desde la Gran Depresión. Siempre la defensiva, América Latina pagará parte de la factura de ese hundimiento laboral porque cuando los mercados de la superpotencia tiemblan, en el Sur se desquician. Desde la ocupación de Veracruz, los daños, invasiones e injerencias americanas sobrellevadas por la región son consecuencia de su dependencia y debilidad, agravada por los errores de naciones que difícilmente podrán integrarse porque los prejuicios, las construcciones ideológicas y la miopía de los enroques malogran el entendimiento.

El subcontinente no ha podido romper amarras con la metrópoli, ni podrá hacerlo, mientras México siga vendiendo al Norte el 83% de sus exportaciones, Brasil y Chile reciban flujos de inversión norteamericana imprescindibles, la tecnología militar de Colombia sea made in USA y los tenedores de deuda argentina se apelliden Franklin o Blackrock. No parece posible el desenganche cuando las remesas enviadas desde Chicago son fundamentales en Tegucigalpa y Guayaquil, y los turistas de Oregón carburan la vida de República Dominicana y la península de Yucatán.

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La mayoría ha asumido como inevitables las alianzas con un país que detestan y admiran; otros llaman a China y Europa, pero el destino del subcontinente es avenirse con el Norte, purgatorio y tierra de promisión, gobernado por un trasmisor de desvaríos y discordias. Históricamente, la política norteamericana respecto a su patio trasero ha venido determinada por la Doctrina de la Seguridad Nacional, el hallazgo de vetas comerciales y las maniobras internas de republicanos y demócratas.

Latinoamérica necesitaría un acuerdo bipartidista en Washington que aporte previsibilidad y acuerdos, y destierre la toxicidad de Trump, temeroso de que caravanas de inmigrantes desesperados confluyan con los nacionales en paro y compliquen su reelección. La región es aérea natural de influencia y seguridad, pero no la prioridad del emperador más allá de ponderaciones geopolíticas y su preocupación por el desembarco del prestamista chino. La pandemia agravará la inferioridad latina porque Estados Unidos estornuda sobre sociedades desprotegidas, machacadas desde hace tiempo por la improductividad, la informalidad laboral, la evasión fiscal y el descabello vírico.

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