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Columna
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La doctora X

La extraordinaria idea de Santo Tomás de Aquino no demuestra la existencia de Dios, pero tiene mucho que decir sobre la psicología humana

Javier Sampedro
El genoma humano tiene cerca de 3.000 millones de letras de ADN.
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Santo Tomás de Aquino demostró la existencia de Dios cinco veces, o por cinco vías, por si una no bastara para volarle a uno la cabeza. La primera vía parece un tratado newtoniano, solo que escrito cinco siglos antes de Newton, y por tanto sin tener ni idea de los experimentos y las matemáticas necesarias para resolver el problema. Un solo ente, nos dice Aquino, no puede mover y ser movido a la vez, luego todo lo que se mueve está movido por otro ente, que a su vez lo está por otro y así hasta una reclusión mareante que nos lleva directamente a Dios, el Primer Motor Inmóvil, el principio de todo. Esta extraordinaria idea no demuestra la existencia de Dios, pero tiene mucho que decir sobre la psicología humana. Todos somos tomasinos en que estamos programados para buscar las causas de lo que vemos, y lo peor es que las encontramos aun cuando no las haya. Este sesgo cognitivo debió resultar muy útil en nuestro pasado estepario. En el presente resulta un verdadero estorbo.

En epidemiología, el efecto tomasino se llama “caso cero”. Si comparas los genomas de las personas vivas, verás que se organizan en la forma de un árbol. Los genomas más parecidos son las ramitas terminales de una sola rama madre, las ramas madre más parecidas son versiones de una gran rama común, y así hasta llegar al tronco de donde proviene todo el árbol. El origen de las especies, el libro de Darwin que fundó la biología moderna, tenía solo una ilustración, y ¿saben qué era? Un árbol. Esa es la forma de cualquier mundo generado por un proceso evolutivo. Dios crearía una lista de cosas. La evolución crea árboles genealógicos de cosas.

Lo mismo se puede hacer con el coronavirus. Si alguien ha contagiado a alguien, como diría Gila, sus virus tendrán un genoma muy parecido. Cuanto más lejos esté su nexo común de infección, más diferirá el genoma del virus. Esa es otra vez la estructura de un árbol. Basta aplicar el estilo tomasino para concluir que debe haber un tronco, el Primer Motor Inmóvil, el principio de todo contagio. Y es probable que lo haya, pero casi imposible que lo encontremos.

Pero hay pacientes que tienden a cero, como diría un matemático. No son culpables de nada, pero resultan útiles para la medicina. Pablo Guimón informaba el miércoles desde Washington de uno de esos pacientes, y Joel Cohen cuenta en Science el caso de la doctora X, una investigadora que no quiere dar su nombre y que fue también una de las primeras personas que llegó a Estados Unidos contagiada.

Voló a Pekín en enero para celebrar el Año Nuevo Lunar con su familia en Pekín. Un hermano suyo voló desde Wuhan para añadirse a la celebración, en uno de los últimos vuelos que salieron de allí antes de que esa ciudad quedara aislada. Los siete miembros de la familia acabaron contagiados, y el padre murió. La doctora X volvió a Estados Unidos poco antes sin saber que tenía el virus. Un proyecto financiado por la DARPA (la agencia de investigación avanzada del Pentágono) persigue terapias contra el coronavirus basadas en los anticuerpos de la doctora X y otros casos cero, o que tienden a cero. Ese es el verdadero valor del enfoque tomasino. Dios sigue sin comparecer.

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