De plástico
Es lamentable que ningún Gobierno hasta ahora se haya puesto a trabajar en serio sobre lo que podría significar desechar guantes y máscaras a diario
Aunque algunos hayan querido encontrar paralelismos, la crisis humana que provocó el virus del sida fue distinta a la actual. La infección que marcó los años ochenta roza ya los 40 millones de muertos y sigue golpeando con dureza al continente africano y los núcleos de mayor pobreza del mundo. Cuesta pensar que desde el primer caso detectado en España, en octubre de 1981, hasta la concreción de la enfermedad pasaron casi dos años. Poco que ver con la velocidad de reacción actual, que incluso nos parece lenta e ineficaz. Lo hiriente es que esa enfermedad fue un estigma, lo sigue siendo, y jamás en España se les ha dedicado a los fallecidos un homenaje colectivo de carácter institucional. ¿Por qué? Porque las categorías de la muerte también están sujetas, como todo, a la poderosa influencia de la propaganda. La presencia del VIH introdujo en nuestras costumbres el uso masivo del preservativo. Incluso aquel mal menor trajo la terca campaña desinformativa de iglesias y de los grandes colectivos conservadores, que jugaron con la vida de los jóvenes sin que hoy en día hayan pedido perdón por oponerse a campañas sanitarias e higiénicas imprescindibles.
El preservativo de uso cotidiano podría sumarse a las mascarillas y guantes profilácticos si esta crisis se empeña en variarnos las costumbres. Es lamentable que ningún Gobierno hasta ahora se haya puesto a trabajar en serio sobre lo que podría significar desechar guantes y máscaras a diario. En España se recomienda usar y tirar 40 millones de unidades al día y nadie se pasma del horror que eso significaría. La basura plástica regresa con fuerza, precisamente cuando antes de la crisis andábamos en el empeño de reducir de manera significativa nuestro abuso de ese material por razones ecológicas. Todo eso ha quedado olvidado, y en la vuelta a la normalidad nadie habla de reducir los envases, limitar el plástico en comercios y atajar la inercia en favor de la contaminación de grandes ciudades, que incluso se apunta como causa que potenció una mayor mortalidad del virus. Poca presencia tiene la ecología en esta desescalada. Si acaso, para teledirigir el dinero hacia algunas empresas dominantes que han encontrado un agujero por el que demandar más dinero público. Ha comenzado una carrera alocada para convertir a los Estados en el papá pródigo tras décadas de anatematizarlo.
Más grave aún es que hayamos olvidado la cooperación internacional, reducida a escombros tras décadas de recortes. Hay países que luchaban por denunciar déficits democráticos. Unos con altavoces mediáticos como Venezuela o Nicaragua, y otros con sordina interesada como Chile o Bolivia. Hay dictaduras, líderes mesiánicos y abusos de poder que han encontrado en la crisis su pilar de apoyo. Hay presos por sus ideas, víctimas del desamparo y la marginación, cuyos cerrojos son ahora más sólidos. Si no sabemos dónde estamos, resulta absurdo preguntarnos adónde vamos. No es un cambio de régimen, como se han apresurado a gritar los que quieren salir más privilegiados aún de esta crisis. Es sencillamente un cambio de dieta. Mientras algunos festejan la pizza y la coca-cola a diario para niños sin recursos, en un chiste dañino que no se atreverían a hacer con la salud de sus hijos, la realidad es que el plástico nos va a recubrir, alimentar y envolver en los próximos años. Pero no se olviden de una cosa, las personas no somos de plástico, aún.
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