La mordida
Relato en primera persona de lo acontecido en La Paz con dos policías que se robaron 4.000 pesos por un supuesto exceso de velocidad

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Fue más o menos así: no llegaba a las siete de la tarde, pero era noche cerrada en la carretera secundaria que sale de La Paz (Baja California) para entroncar con la vía principal que lleva a Los Cabos. El pasado 20 de enero viajaba de turismo con mis dos hermanas en un coche rentado y en una hora y cacho habríamos llegado a nuestro destino, donde teníamos un hotel reservado, de no haber mediado la policía. El sonido de la sirena pegado a mi vehículo me obligó a detenerme en una gasolinera, con el corazón en un puño, porque me barruntaba lo que se avecinaba: otra mordida. Fue algo más que eso. Bajé el cristal de la ventanilla y el uniformado se apoyó y tendió una mano para que se la estrechara, como si fuéramos cuates. Miré la mano, pero no adelanté la mía. Unos segundos de silencio y allí seguía aquella mano. Por vergüenza, acerqué mis dedos y los junté con desgana. Fue la primera impresión de aquellos minutos funestos: la mano estaba fría, húmeda. Impotencia, vulnerabilidad, asco y miedo.
—¿Adónde se dirige?
—A Los Cabos.
—Iba usted a más velocidad de lo permitido, tengo que sancionarla.
—Bueno, estoy de acuerdo en pagar la multa, pero ¿dónde puedo ver la velocidad a la que iba?
Primer y definitivo error. En casi seis años que llevo viviendo en México ya me habían puesto alguna vez una multa de velocidad, que no era creíble, sin probar que había excedido el límite. Estaba resabiada. Pero aquel policía alto no estaba dispuesto a que una mujer se le subiera a la gorra. Pidió la licencia, se la di. Y dijo que eran 4.720 pesos. ¡Arrea!, ni que hubiera atropellado a alguien. Eso no se lo dije. Pero insistí en que me demostrara la infracción. Mencionó que la velocidad estaba registrada en no sé qué sistema. Le pregunté cómo hacía para pagar la multa y me propuso dar media vuelta y volver a la Paz a menos que…
—También puede pagarla aquí.
Como me resistía me hizo salir del coche y me encaminé con él hacia el vehículo policial, que no tenía placas y donde el compañero, este más chaparro y canoso, hacía como que tomaba notas todo el tiempo sobre un folio apoyado en una de esas maderas con pinza. A este agente se le veía algo más abochornado, quizá temeroso, pero su silencio validaba el proceder del colega.
El alto y bravucón dijo que retendría mi licencia y que al día siguiente podría ir a La Paz a recogerla y pagar la sanción. O sea, viajar sin licencia o hacer noche en la gasolinera. Todo se complicaba, ¿cómo iba a ir a Los Cabos y volver al día siguiente a La Paz?, adiós a mis tres días de vacaciones. Preguntó por qué no tenía licencia mexicana y contesté que para qué, si ya tenía la española. Vino a decir que las cosas habrían sido distintas con licencia de México. Se hacía evidente que el asunto no tenía más conversación que el engaño. Le di un rodeo al vehículo policial, sin distintivos, salvo unas siglas y un número en los costados, uno de ellos semiborrado. Y volví al tormento.
—¿Cómo voy a dejar a mis hermanas aquí, en medio de la nada? ¿No decía usted que podía pagar aquí?
—¿Me está usted acusando de cohecho? ¿Usted está diciendo que yo le he pedido dinero? Le estoy grabando, señora, le estoy grabando.
Cuando decía aquello se golpeaba el bolsillo de la camisa con toquecitos continuos de su dedo índice, como si llevara allí una cámara. Lo recuerdo bien. Pero ya no era capaz de entender nada. ¿Qué es lo que quería, que pagara, como me había ofrecido, o que no pagara? ¿Que yo le acusaba de qué? La conversación era bizantina, cantinflanesca, irresoluble, no había para dónde tirar.
—Llevo cinco años viviendo en México, ya sé de qué va esto, les dije por fin, no sé si más abatida o más alterada. Y hete aquí que habló el chaparrito.
—¿Usted dónde vive? En Ciudad de México, ¿no? Allí los policías son corruptos, pero aquí, en la Baja California, no es así.
Fue lo más divertido de una tarde aciaga. Los policías que me estaban clavando la mayor de las mordidas llamaban corruptos a sus compañeros de la capital, con los que, dicho sea de paso, no he sufrido altercado alguno en un lustro.
—Mire usted, soy periodista y he viajado mucho por todo México, no solo conozco la ciudad, le informé.
El alto cada vez estaba más nervioso y optó por una huida hacia adelante. Se sacó las esposas del cinto y me las mostró.
—Usted va a venir esposada con nosotros hasta La Paz.
La noche se hizo más noche. Nunca pienso que pueda ser protagonista de alguna de las tropelías o los asesinatos a manos de la policía que he contado en este periódico en ocasiones, pero no podía deslizarme por la temeridad. Si me montaba en aquel carro con ellos, si no conseguían lo que buscaban, quién sabe dónde terminaría aquella función.
Al ver las esposas, mis hermanas salieron del coche despavoridas. Pero qué está pasando, preguntaron. Qué es lo que pasa. Me excusaron: que yo estaba nerviosa, que tal y cual. La menor sacó el dinero y se lo ofreció al policía. “Yo no me acuerdo del pico de la multa, ¿cuatro mil y cuántos? Yo también estoy nerviosa”, le dijo al alto malencarado.
Por fin, ahí estaba lo que andaban esperando, reverencias, humillación, sumisión y pago. El policía disculpó el pico de la sanción, se metió los 4.000 en la bolsa y acabó el teatro. ¿Acabó? No. Para colmo tuvimos que escuchar las indicaciones del segundo agente sobre qué carretera, en lugar de aquella, teníamos que tomar para llegar con bien a Los Cabos. Y darle las gracias por tan gentil detalle. No había cesado de garabatear en su maderita con pinza en todo aquel tiempo, pero no hubo un papel de sanción que nos diera, ni uno ni medio. La sanción no existe, el delito no existe. La mordida, ahí quedó. Me he acordado de tanta gente como escribe en las redes sociales contando algo parecido a esto y finaliza su mensaje diciendo: “Estoy dispuesto a declarar”. Yo también. Y a denunciar, si supiera dónde se pueden hacer cargo de esto. Acudir a la policía cuando la policía te está amedrentando de esa forma no se antoja eficaz.
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