El dinosaurio y la democracia: ‘¿quo vadis?’
El conflicto dentro del PRI debe ser explorado no por las causas que en apariencia lo originaron (las derrotas electorales, la amenaza de purgas) sino desde los síntomas que lo han acompañado desde su fundación
El conflicto al interior del PRI debe ser explorado no por las causas que en apariencia lo originaron (las derrotas electorales, la reciente asamblea nacional, las defecciones de militantes, la amenaza de purgas, entre otras) ni mediante las simplificaciones de analistas bisoños, sino en una perspectiva más compleja desde los síntomas que han acompañado la existencia del partido prácticamente desde su fundación. En principio, posiblemente son tres los factores de fondo. Veamos.
El PRI nació como una forma de agrupamiento y organización de los cientos de clubes políticos, ligas, partidos y caciques locales que actuaban en el México de la posrevolución; es decir, nació desde el poder, en el poder y para el poder para darle cauce a lo que, en efecto, Calles llamó la era de las instituciones. Nunca fue un partido orgánico clásico, ideológico, histórico, con bases sociales reales como otros grandes partidos en el mundo, de modo que navegó (y cambiaba) con los vientos sexenales, fueran nacionalistas o aperturistas, conservadores o neoliberales, estatistas o modernizadores. Por ello mismo, tampoco adquirió jamás el entrenamiento y el músculo para procesar eficazmente sus conflictos internos porque siempre contó con un poder superior, una suerte de bonapartismo diría el viejo Marx, que era el Presidente, encargado como tal de conducir o atizar las tensiones internas, distribuir premios, castigos y compensaciones, y tomar las grandes decisiones, y a veces las pequeñas, cuando era imperativo, como era “palomear” (o vetar) a candidatos a posiciones legislativas.
Por largo tiempo, especialmente a partir de la reforma política de 1977, el PRI fue además el receptáculo, de manera formal, abierta o soterrada, de personajes, fuerzas y organizaciones de la vieja izquierda (tal y como lo hace ahora Morena con numerosos tránsfugas del PRI) y controló todo el tiempo a partidos satélite como el PARM, el PPS y el Frente Cardenista, tal como sucede ahora con el Verde 2 y el PT, que viven y lucran al dictado del partido oficial. Dicho de otra forma, durante la mayor parte del siglo XX quien quería hacer política en México tenía que ser bajo el alero del tricolor y en consecuencia todos cabían.
De allí deriva su segundo problema. Cuando en 1988 inicia el fin de la era del partido hegemónico y concluye en 2000 con la alternancia, se rompe el vector presidencial priista, hay un vacío con el nuevo presidente panista que naturalmente es llenado por otros actores, y se produce una atomización del poder nacional hacia los gobernadores que, de pronto, se reconvierten en los nuevos caudillos.
Esa reaparición se inscribe dentro de una de las constantes de la historia política del país -al menos desde el siglo XIX con Juárez y perfeccionada por Porfirio Díazque es la tensión entre federalistas y centralistas, caciques y caudillos, burócratas y tecnócratas, entre otros, que explica bien la disputa por el poder. De alguna manera, parece razonable comprender por qué las formas de operación de los gobernadores de las últimas dos décadas guardan cierta semejanza con la mecánica porfirista cuando eran, como dice el historiador Luis Medina, dueños políticos “de su territorio a cambio de algunas prestaciones.”
Como esa constelación de hombres y mujeres fuertes se movía ya sin tener como referencia fundamental al presidente en turno ni estar sometido a su guillotina ni gravitar en torno a un pacto establecido centralmente, su densidad política, hábitos, usos y abusos a nivel local los llevaron al único terreno de juego político nacional (y por tanto de discordias) que les quedaba: el control del PRI y con ello de sus órganos de gobierno y de las candidaturas a puestos de elección popular. No es ninguna casualidad que la mayoría de quienes hoy protagonizan el conflicto hayan sido gobernadores. Lo anticipó Héctor Aguilar Camín tras las elecciones del 2000: “Si el PRI convierte su derrota en un pleito de tribus corre el riesgo de licuarse y desaparecer. Si, por el contrario, convierte su pérdida en oportunidad y reconstituye un liderato genuino, será un contendiente de temer en el futuro”. Más allá de quien controla el aparato, aquí está la disyuntiva del conflicto actual.
La veloz redistribución del dominio hacia los gobernadores, se vio en un principio como algo relativamente natural en la nueva situación del país, y en algunos casos hasta saludado como efecto de ciertos aires federalistas. Pero la falta de un marco institucional, normativo y político apropiado, y el débil temperamento del gobierno panista, entre otras razones, contribuyó a que ese desplazamiento fuera asumido por no pocos gobernadores como una virtual escrituración ad perpetuam de vidas y haciendas de manera tal que se convirtieron en auténticos mandarines prácticamente sin contrapeso real alguno. Reflejo de ello han sido los gobernadores (una parte del PRI pero también varios del PAN y un independiente) que han sido perseguidos, procesados o arrestados en estas décadas, lo cual simboliza, en un grado no menor, esa disfunción: gobernadores con poder pero sin límites.
Si bien en estos más de veinte años el PRI recuperó algo de terreno electoral a nivel local, en el legislativo federal y en la elección del 2012, en parte por la sensación de los ciudadanos de que, ante el desencanto con el nuevo régimen derivado de la alternancia, el viejo no era tan malo, parece no haber superado su pecado original: no ha sido un partido que en algún momento aprende a ser oposición sino más bien un modo de hacer política, casi una cultura, en cuyo sistema nervioso está más el conflicto, sin nadie que lo regule ahora, que la competitividad, ahora debilitada por el clientelismo y la polarización exacerbada por Morena.
Ese pronóstico de licuefacción refleja y se explica por el tercer componente de la actual crisis: en un sentido político el viejo PRI de los años setenta y ochenta no se diluyó, sino que claramente renació en Morena. La atomización del poder priista del centro también generó desde la disputada elección de 2006 un corrimiento de cuadros, al socaire de cargos, candidaturas, empleos o negocios, hacia el nuevo caudillo que parecía simbolizar, como en efecto sucedió, una expectativa, en particular para priistas, sobre todo de generaciones anteriores, que ya no tuvieron cupo o se sintieron desplazados, que vieron en Morena un destino natural, casi 4 biológico. Así como todos cabían en el PRI, todos caben hoy, debidamente purificados, en Morena.
Morena no ha sido, al igual que el PRI, un partido de clases o masas, en el sentido clásico; el que manda es una sola persona que reparte a discreción candidaturas y cartas, y no ha tenido reparo en convertirse una combinación variada de oportunismo, militancia y transfuguismo. Al igual que el PRI, cuyo diseño doctrinario cambiaba conforme a la retórica sexenal, Morena no ha tenido un programa como tal. La llamada cuarta transformación es más una colección de clichés que un corpus teórico o ideológico.
Bien mirado, el pleito priista de estos días es uno de esos dilemas políticos donde todos -la dirigencia, los disidentes, los desterrados y hasta los oportunistas periféricos- dicen algo de cierto, pero ninguno admite lo que le toca, lo que impide espacio alguno para el diálogo, la negociación y quizá el acuerdo, y lleva a la interrogante central: ¿saldrá el PRI de esta crisis? Difícil saberlo y no se ve cómo, entre otras cosas porque no parece contar con los instrumentos políticos para procesarla a menos que los busque con su hermano gemelo.
Por un lado, Morena está en un buen momento electoral de manera que los incentivos para correr hacia allá, como se ha visto estos meses, son mayores a los incentivos para quedarse y reformular el futuro del PRI, cualquiera que este sea. Por otro, no hay condiciones políticas ni históricas para propiciar una eclosión de la que surja algo nuevo, algo distinto, como lo que en su momento fueron, toda proporción guardada y con diversos grados de éxito electoral, la transformación de los viejos partidos comunistas de Francia, España o Italia en el frente eurocomunista; ni el Congreso de Suresnes que preparó al PSOE para la transición española y está hoy en el gobierno, y ni siquiera para el agrupamiento de fuerzas tan contrastantes como el partido Socialista y la Democracia Cristiana chilenos que permitió el florecimiento de la Concertación, la recuperación democrática y su triunfo en cuatro elecciones consecutivas.
Por ahora, no se ve cómo podría el PRI reinventarse o refundarse en una alternativa real y concreta a ojos del electorado porque su espejo está ahora en el gobierno.
Desde el punto de vista ideológico -o, con más modestia: temático- es evidente que el arrepentimiento es una actitud religiosa pero no política y en el mercado electoral no venden los asuntos de fondo, de modo que la oferta del PRI de renunciar al pegote del “neoliberalismo” a nadie le importa en términos reales. A nivel de las clientelas no tiene bolsa ni subsidios para repartir. Y en el terreno local las viejas prácticas e instrumentos ahora han sido capturados por los mandarines de Morena.
Bajo esa perspectiva, es irrelevante quien se quede con el PRI y no hace falta que desaparezca porque, como la materia, ya se refundó en Morena. La consecuencia verdaderamente grave será el retroceso de una democracia que apenas empezaba a dejar atrás el acné. Lo que posiblemente veremos, en palabras de Adam Przeworski, no será “un espectáculo a reverenciar” sino “un interminable altercado entre ambiciones minúsculas, retórica destinada a encubrir y confundir, oscuras conexiones entre poder y dinero, leyes sin el menor contenido de justicia, y medidas que refuerzan privilegios”.
Si por obra del azar o de circunstancias de todo tipo -económicas, políticas, de inseguridad o internacionales- la democracia mexicana evita la tragedia, la clave de su eventual sobrevivencia estará en propiciar que, gradualmente, vaya madurando de suerte tal que los actores políticos, económicos, mediáticos e intelectuales construyan sobre la marcha los espacios adecuados para la convergencia, aprendan a procesar las diferencias y a no avergonzarse por las coincidencias, destierren el maniqueísmo de que los buenos sólo están de un lado y los malos siempre del otro, encuentren incentivos para seguir actuando dentro de las reglas del juego, y asuman que una democracia de calidad, y esto es lo más importante, sólo es posible con una ciudadanía, una cultura cívica, activa, intensa y también de alta calidad.
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