Propaganda y justicia
‘El caso Cassez-Vallarta’ no documenta una excepción, sino nuestra escalofriante normalidad. Si la discusión pública que ha desatado no alienta una reforma radical, no habrá servido de mucho
Esta historia comienza casi 17 años atrás, cuando, el 9 de diciembre de 2005, tres de los principales poderes que controlan el país —un miembro del sector empresarial, sus fuerzas de seguridad y sus dos principales televisoras— se valen de nuestro corrupto y maltrecho aparato de justicia en su favor. La chispa es, muy probablemente, una venganza a partir de una pelea de negocios y la exigencia, que solo unos cuantos privilegiados tienen a su disposición, de que la policía federal, el ministerio público y los jueces sean quienes la ejecuten. Un quid pro quo: esos favores que, antes como ahora, intercambian nuestras élites de manera cotidiana al margen de la ley.
A continuación, otro pacto no menos perverso: la policía federal ofrece a los noticieros de Televisa y TV Azteca un gran espectáculo —la captura en vivo de dos secuestradores y la liberación de sus víctimas— a cambio de que no cuestionen ni sus métodos ni su ejecución: la absoluta falta de temple crítico, evidente durante la transmisión en vivo de un acto de tortura, a cambio de puntos de rating.
Todo lo que sigue, desde entonces, es propaganda: una puesta en escena —con sus comparsas y su utilería— para que la AFI demuestre su eficacia ante la ola de secuestros que azota el sexenio de Vicente Fox. Poco importa que, gracias a la inquietud de una solitaria reportera, Yuli García, y de su jefa, Denise Maerker, el director de la AFI reconozca su maniobra, si bien deslizando otra mentira en el camino: que la captura ocurrió de veras y se volvió a ejecutar para los medios. Para entonces, el Estado —porque aquí hablamos de varios de sus órganos en contubernio— ha decidido no dar un paso atrás.
A Felipe Calderón le da igual que su nuevo secretario de Seguridad Pública haya reconocido públicamente haber violado los derechos humanos de dos sospechosos. Genaro García Luna se convierte en el hombre fuerte del régimen y encargado de la nueva guerra que su jefe tiene la ocurrencia de lanzar. Y, como sabemos, nada cuenta tanto en la guerra como la propaganda: hay que insuflar ánimos en los soldados y acentuar la confianza que los ciudadanos depositan en ellos. Cualquier flaqueza equivale a un acto de traición: Vallarta y Florence Cassez son declarados culpables sin otro juicio que este siniestro acuerdo entre los medios y el poder.
Recordemos que nos hallamos en pleno estado de excepción: el presidente asume que su misión es más alta que la legalidad. Hasta que la propaganda del calderonismo choca con la de Nicolas Sarkozy, otro líder empeñado en construirse una imagen heroica. Dos narrativas extremas entran en colisión sin que a ninguna le interese ni la verdad ni las personas afectadas por su ausencia. La propaganda se exacerba: García Luna y Luis Cárdenas Palomino se inventan la banda del Zodiaco y destruyen una familia entera, seis de cuyos miembros son salvajemente torturados. Del otro lado, Sarkozy exige, provoca e impone, semejante al monarca que desdeña a una nación bárbara. Terco, Calderón se planta; solo cuando el PRI lo derrota se impone la reconciliación franco-mexicana. Peña Nieto y Hollande maniobran y la Suprema Corte libera a Florence. Sin duda, el efecto corruptor afecta todo su proceso, pero conviene, sobre todo, dejar atrás el escándalo y olvidar a los Vallarta y a las auténticas víctimas de secuestro, daños colaterales de Calderón y García Luna.
Pasan los años y nada ocurre hasta que Andrés Manuel López Obrador llega al poder y, en una de sus mañaneras, revive el caso, otra vez con fines propagandísticos: mostrar la vileza de dos de sus principales enemigos, Calderón y Carlos Loret. La eficacia del ataque no consigue que los Vallarta salgan de la cárcel o que la justicia desentrañe la verdad: el único objetivo es destruir a sus críticos.
En este tiempo, la labor de Yuli García, seguida por un puñado de valerosos periodistas —Anne Vigna, Léonore Mahieux, José Reveles y sobre todo Emmanuelle Steels—, desmonta la propaganda de cuatro presidentes. Casi diecisiete años después, la serie documental que recoge y difunde sus esfuerzos vuelve a poner el asunto —y la absoluta falta de justicia que reina en México— en boca de todos. Astutamente, López Obrador la utiliza contra su predecesor y promete que, ahora sí, los Vallarta serán liberados. Mientras tanto, intenta imponer la prisión preventiva oficiosa y la militarización de la seguridad pública, dos acciones que desdeñan la presunción de inocencia y el estado de Derecho y que fueron iniciadas, paradójicamente, por Calderón.
Las investigaciones de los autores antes mencionados, así como mi propio libro y la serie basada en él, no están al servicio de ningún poder: intentan resistirlos a todos. No son ni pro ni anti Calderón, ni pro ni anti AMLO: muestran horrores que nos acechan a todos y que ninguno de los presidentes de nuestra fallida democracia ha querido atajar. Los cuatro han preservado, más bien, esta envenenada herencia priista: pensar la justicia como un instrumento de propaganda a su servicio.
Por desgracia, El caso Cassez-Vallarta no documenta una excepción sino nuestra escalofriante normalidad. Si la discusión pública que ha desatado no alienta una reforma radical de nuestro sistema de justicia —que resuelve menos el 1% de los delitos que se denuncian—, aquejado aún hoy por todos los vicios que aparecen en pantalla, no habrá servido de mucho. Mal que nos pese, todos los mexicanos, pro o anti AMLO, y en especial los más desfavorecidos, podemos estar en cualquier momento en el lugar de las auténticas víctimas de secuestro, en el de Florence Cassez o en el de la familia Vallarta. Ellos nos recuerdan que vivimos en un país diseñado para garantizar la impunidad de los poderosos. El abyecto país que necesitamos cambiar.
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