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La travesía de Lola: de ser cazada por la mara en Honduras a luchar contra la depresión en México

EL PAÍS accede al Centro de Ayuda Integral que opera Médicos Sin Fronteras en Ciudad de México, donde la organización atiende a víctimas de violencia extrema

salud mental migrantes centroamericanos
Lola espera en el Centro de Atención Integral (CAI), en Ciudad de México.Nayeli Cruz
Beatriz Guillén

A Lola le pasa como a su abuela: habla con las manos. Esta mujer menuda y sonriente narra su historia y canta y llora y se quiebra y se alegra y se asusta. Lo muestra con los pies, con los ojos, también con las orejas. “Eso mismo le pasaba a mi abuela Dora”, concluye. Lola tiene 49 años, su nombre real no es Lola y llegó hace algo más de un año a México. Llegó aunque ella no quería llegar. Tuvo que salir de su país, Honduras, escondida en un costal, después de ser perseguida y encañonada por las maras. Entró en México por el sur, como cientos de miles, y lo primero que conoció del país fue una caseta de perro. Cautiva también por los carteles mexicanos, la entrada en Ciudad de México fue una supervivencia pero también una tristeza. Sin dinero ni trabajo ni gente conocida, sin sus hijas ni sus nietas, sin baleadas ni punta. Estaba viva, sí, pero no tenía nada. Después de meses de estrés postraumático, en el Centro de Atención Integral (CAI) que Médicos Sin Fronteras tiene en la capital, Lola cuenta su historia y lo hace como lo haría su abuela.

Se sienta en una silla de un aula escolar y habla con emoción de cuando conoció el Ángel de la Independencia, la Diana Cazadora, se subió una noria desde la que se veía “todo, todo”, y montó en el metro. “¡Dios mío! ¿Y de aquí para donde voy? Uy, lo de trasbordar me costó”, dice risueña, “en Tegucigalpa solo son buses. El Mexibus todavía no lo he usado, porque ahorita estoy viviendo por Chimalhuacán [Estado de México]. Me gusta mucho donde estoy. Tengo cama. Tengo refri. Tengo estufa y tengo un tele”. Las telenovelas mexicanas son sus favoritas, aunque también le gustan las películas de acción. Cuenta que le encanta cocinar arroz con leche, arroz con pollo o pollo con tajada. Tiene muchas ganas de ir al teatro por primera vez y adora pintar. Todo esto es ahora, después de la travesía y de su recuperación en el CAI: “Cuando uno viene acá, uno viene todo batido, pucha, yo vine en pedazos. En pedazos. Y aquí me armaron otra vez”.

Lola pinta la imagen de una 'Catrina' en el Centro de Atención Integral.
Lola pinta la imagen de una 'Catrina' en el Centro de Atención Integral.Nayeli Cruz

El CAI se encuentra en una vieja escuela pública, en la colonia Guerrero, en el centro de Ciudad de México. No habían hecho antes visitas para la prensa y hay dos advertencias: el barrio es conflictivo y las personas que están aquí dentro son vulnerables. El centro acoge desde 2016 a víctimas de violencia extrema, supervivientes de tortura, violaciones, agresiones y secuestros. Este es el único centro de este tipo que Médicos Sin Fronteras tiene en Latinoamérica, solo hay otro similar en Italia.

Al principio, los pacientes vivían aquí, pero desde 2019 funciona solo como un hospital de día. Los usuarios llegan, desayunan, hacen manualidades o juegos, reciben terapia, atención médica y psiquiátrica, comen y hasta la siguiente semana. Son unos 25 cada jornada y todos comparten una característica en común: su vida se ha quedado congelada. “Son personas que tienen afectaciones en su funcionalidad, es decir, no pueden tener una vida ordinaria”, explica Ramón Márquez, director del CAI, “como consecuencia de estos episodios de violencia, aislados o estructurales, la persona a día de hoy no se puede subir a un autobús o a un metro, o de repente va por la calle y puede entrar en crisis si ve una persona con uniforme militar”.

En palabras de Lola, lo que se siente es lo siguiente: “Yo había tocado fondo. Llevaba dos meses encerrada en un cuarto. Yo no comía, con una taza de café estaba días. Tal vez al mes me bañaba dos o tres veces. No me quería ni peinar, nada. Yo no podía dormir. Dormía y a media noche soñaba que me andaban persiguiendo, me miraba llena de sangre, en un nylon toda llena de sangre, que me habían tirado a algún lugar. Dormía y yo era un brinco lo que pegaba. No quería cerrar mis ojos. O iba en el metro y cuando yo miraba a un hombre con chamarra negra, ay, dios mío, varias veces me salí del metro. Yo no quería salir de aquel cuarto. Ahí estaba metida llorando. Esa era mi vida”.

Ramón Márquez, coordinador del CAI, en Ciudad de México.
Ramón Márquez, coordinador del CAI, en Ciudad de México.Nayeli Cruz

En el CAI han registrado en los últimos años un cambio de dinámica: cada vez son más mujeres, tanto solas como con familia, las que llegan al centro buscando ayuda. Márquez explica que hay un “incremento alarmante en el tema de la violencia sexual, en donde algunos casos están vinculados con fuerzas policiales o incluso agentes del Instituto Nacional de Migración”. Así, detalla, “en los ingresos de enero a septiembre, el 60% de la población es femenina cun denominador común: una violencia muy estructural que han sufrido los países de origen y que otros tipos de violencia que van sumando durante su proceso migratorio”. Entre todas ellas, está Lola.

La deuda de Honduras y el miedo

La historia comienza atrás. Lola, madre de dos hijas y abuela de dos nietas, vivía en el barrio Brisas del Valle, en Tegucigalpa, una zona muy azotada por la violencia. Allá tenía su tienda de ropa. Cree que fue su hermana —quien estaba casada con un “sicario” y “se había dedicado a la vida mala”— quien le echó “a los suyos de la mara”. La extorsionaron durante meses hasta que la deuda era tan alta que no podía pagarla. La instrucción fue sencilla: 53.000 lempiras o la vida. “¿Qué tuve que hacer? No pude ni vender mis cosas. Solo agarré y me fui a San Pedro Sula”.

Lola pensó que 250 kilómetros de distancia serían suficientes. Consiguió otro trabajo y otra casa. Una tarde estaba caminando cuando vio que de un coche blanco se bajaban cuatro hombres. “Fue algo así tan rápido que no me dio tiempo ni de parpadear. Solo sentí cuando me agarraron y solo miré unos hombres encapuchados. Hay unos ojos que yo no los puedo olvidar. Me agarró la cabeza y me puso la pistola y después me la puso aquí en la boca. Y con aquel odio, pero el odio de aquel hombre ni a un perro, me dijo: ‘Basura, te me vas de aquí, 48 horas te damos y si no te vamos a matar’. Y yo hasta me hice pipí de los nervios. Los hombres se fueron y yo me quedé así como en shock”. Pidió a un conductor de taxi permiso para subirse (“disculpa, me quisieron asaltar y me hice pipí y yo vivo ahí en la López”) y desde su casa llamó a pedir ayuda a una amiga de Estados Unidos.

Lola se sirve agua en el Centro de Atención Integral.Vídeo: Nayeli Cruz

La primera persona que fue a rescatarla, El Mudo, fue asesinado antes de lograrlo. Nunca vio a los siguientes, que la metieron en un maletero de un coche. Recuerda y llora: “Me van a matar y yo no sé quién me va a matar”. La escondieron en una habitación, donde le cortaron su pelo largo y se lo tiñeron de rojo, le quitaron sus lentes y no le dejaron usar el celular, tenías unos trozos de candela para iluminarse. “Así estuve. Hasta que ellos me sacaron en un costal, así como que llevaban maíz”. La montaron en un autobús con destino a Tecún Umán, en la frontera de Guatemala con México. Fue extorsionada por policías guatemaltecos y se quedó junto a otros cientos de migrantes esperando la oportunidad para cruzar el Suchiate.

El viaje por México y el miedo

“En la mañana quise pasar, pero cuando íbamos en la combi, yo solo sé que se bajaron todos y dijeron “¡migración, migración! ¡Corran, corran”. Agarré mi bolsita y corrí, corrí, corrí como loca. Yo no miré para atrás. Yo solo corrí, corrí, corrí. Me acuerdo que había un zaguán abierto y yo tiré así mi maleta y me metí en el zaguán y miré una casa de un perro así y ruuuuum me metí a la casa del perro”. La dueña del perro y del zaguán vio entrar a Lola, pero no la entregó a los oficiales de migración. “Solo me hizo el gesto de que me quedará callada y ya se metió y metió al perro. No sé cuántas horas pasaron. Y ya al rato me dijo: ‘Salga señora, salga’. ‘¿Y cómo me salgo? ¡Cómo se metió!, me dijo. Pero no me pudo sacar, tuvo que ir a buscar a un vecino a que le descuazaran la casa del perro para salirme yo. Cuando me miré ya estaba llena de golpes”.

En los siguientes días, Lola llegó en moto a Tapachula. De ahí salió acompañada de otro muchacho caminando hacia el norte. Se perdieron y terminaron en manos de los carteles. Llamó a su hija pequeña para despedirse. Los montaron tirados en una camioneta (”aquí es donde nos van a matar”), pero en el último momento cambiaron de ruta y se los entregaron a otro conductor: “Llevátelos, llevátelos, a ver cuánto traen”, oía Lola. En la frontera de Chiapas se ha vuelto una práctica habitual el secuestro de migrantes, que terminan enjaulados o retenidos; algunos pagan y salen, otros no pagan y salen, muchos no salen. Lola fue del segundo grupo.

La última parada fue el autobús hasta Ciudad de México, un viaje en el que eligió el asiento 28 y ese número se ha convertido ahora en uno de la suerte. Asegura que superó decenas de retenes migratorios (”vamos caminando por la autopista y al dar vuelta voy viendo el color cremita [de los uniformes] y un montón así de migrantes, qué barbaridad, ay, mi gente, mi gente pobrecita, dios”); que bajaron a la mayoría de los migrantes sin documentos de su bus; que ella se hizo la dormida durante más de 10 horas: “Padre, hazme invisible”. Llegó a Ciudad de México el 12 de noviembre de 2023.

Lola, con una trabajadora de Médicos Sin Fronteras en el CAI.
Lola, con una trabajadora de Médicos Sin Fronteras en el CAI. Nayeli Cruz

A las semanas de estar en la capital mexicana, la amiga de la que Lola dependía dejó de mandar ayuda. “¿Qué voy a hacer? No conozco a nadie, ¿a quién le voy a pedir auxilio? Me puse mal, me desmayé, me llevaron a una clínica, me dijeron que convulsioné, la presión se me había subido”, cuenta. Había tenido una embolia, que la tuvo varios días internada. Después de eso llegó la depresión, un peregrinaje por casas y albergues, hasta que la Comar, que la reconoció como refugiada, la derivó al CAI: “Yo me miraba bien maltratada. No había podido seguir mi tratamiento por falta de dinero. Tenía toda una parte de mi cuerpo dormida, yo no le podía caminar y gracias a ellos, empecé con las terapias y a caminar y a bailar”.

El Estado en el que llegó Lola se ha convertido en la regla general de los pacientes del CAI. Alejandrina Camarga, referente médica del proyecto, explica que “las condiciones médicas empeoran ante la condición de vulnerabilidad, de migrantes o de personas desplazadas internas, porque han tenido dificultades en el acceso salud”: “Entonces no han podido llegar a tiempo para medicamentos. Encontramos ausencias enormes o complicaciones de sus propias enfermedades de base, como la hipertensión, la diabetes, los glaucomas o la epilepsia”. Eso unido a “estrés postraumático, duelos complicados, trastornos depresivos, incluso brotes psicóticos”.

El CAI da tratamientos concentrados, de mínimo dos meses y máximo, seis. “La idea es que cuando la persona recibe el alta del centro sea lo más autónoma posible”, explica Ramón Márquez. Lola está ya cerca de su salida. Se siente preparada, lo único que le falta es el permiso de migración para empezar a trabajar. Le gustaría en un hotel o de ayudante de cocina, también de costurera. Mientras sigue viniendo un día por semana al centro: “Aquí a mí se me ha olvidado todo: mi dolor, mi sufrimiento. Si a mí dejaran por siempre en el CAI, aquí me quedo”. Pero el siguiente viaje empieza ahora.

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Sobre la firma

Beatriz Guillén
Reportera de EL PAÍS en México. Cubre temas sociales, con especial atención en derechos humanos, justicia, migración y violencia contra las mujeres. Graduada en Periodismo por la Universidad de Valencia y Máster de Periodismo en EL PAÍS.
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