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Día de Muertos: el origen no tan prehispánico de la tradición mexicana

En regiones del centro y sur del país se lleva a cabo una tradición profunda y un hecho social representativo. Los pobladores, además de encontrarse con la muerte, hacen comunión con los vivos

Catrinas y Catrines recorren las calles de Toluca durante el Día de Muertos en 2023.
Catrinas y Catrines recorren las calles de Toluca durante el Día de Muertos en 2023.Crisanta Espinosa Aguilar (CUARTOSCURO)
Julieta Sanguino

Los mexicanos esperan el Día de Muertos año con año. Papel picado, flores de cempasúchil, calaveras de chocolate y azúcar, pan de muerto, agua, sal, veladoras y los alimentos favoritos de sus antepasados llenan altares en casas y espacios públicos con el único objetivo de recordarlos y “recibirlos” en su regreso para compartir con los vivos.

De acuerdo con las costumbres y creencias de la población mexicana, el 1 de noviembre se recuerdan a los niños fallecidos y el 2 a los adultos; además, en algunas regiones el 28 de octubre se rememora a aquellos que murieron por accidente o de manera trágica y el 30 de octubre a las almas de aquellos que murieron sin ser bautizados y permanecen en el limbo. En fechas recientes también se designa el 28 de octubre para evocar a las mascotas.

El 7 de noviembre de 2003, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) declaró el Día de Muertos en las comunidades indígenas mexicanas Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad y aunque muchos consideran que el pasado prehispánico influyó en demasía en la tradición del Día de Muertos; en realidad esta celebración es un ejemplo del sincretismo latente entre la cultura hispana y prehispánica.

El origen prehispánico del Día de muertos

De acuerdo con Fray Diego Durán, existen dos rituales nahuas dedicados a los muertos: Miccailhuitontli o Fiesta de los Muertecitos, conmemorada en el noveno mes, equivalente al mes de agosto en el calendario gregoriano y la Fiesta Grande de los Muertos, celebrada al mes siguiente.

Los indígenas concebían a la vida y la muerte como un concepto dialéctico. De acuerdo con fray Bernardino de Sahagún, los antiguos decían que cuando morían no perecían, sino que comenzaban a vivir de nuevo. La muerte era parte de un ciclo constante.

Del mismo modo concebían a la siembra: un ciclo en el que debían cosechar los frutos para volver a esparcir las semillas. Temían que durante estos meses la siembra muriera pues era un tiempo de transición entre la sequía y la abundancia. El final del ciclo del maíz. En la mayoría de las regiones mexicanas este es el momento de la cosecha. Para continuar el ciclo, se buscaba compartir con los ancestros el fruto de la siembra. Era un ritual de vida y muerte en el que presentaban sacrificios y ofrendas (por lo general cacao, dinero, cera, aves, frutas) para que la sementera creciera nuevamente.

De acuerdo con el sociólogo y antropólogo José Eric Mendoza Luján, más tarde, durante los años de conquista, los lugareños cambiaron las fechas para aparentar que celebraban las tradiciones cristianas en el mes de las ánimas –del mismo modo que rezaban a figuras religiosas católicas que tenían sus iglesias sobre templos ceremoniales indígenas–. Más de 40 grupos indígenas, que superan los seis millones de personas, sostienen rituales asociados a esta celebración, según datos de la Secretaría de Cultura.

El Día de Todos los Santos y los Fieles Difuntos

El 1 de noviembre también se conoce como el Día de Todos los Santos y el 2 de noviembre como el de los Fieles Difuntos. De acuerdo con la historiadora Elsa Malvido, la celebración de Todos los Santos fue promovida por el abad de Cluny en el siglo XI con el objetivo de conmemorar a los Macabeos. Más tarde la iglesia romana adoptó la fecha y se mantuvo vigente.

En esta celebración, iglesias y conventos exhibían reliquias, restos y tesoros a los que los creyentes les ofrendaban oraciones para obtener el perdón y evitar su entrada al infierno.

En lugares como Castilla, Aragón y León se preparaban alimentos con forma de los huesos, cráneos y esqueletos y estos se llevaban a la iglesia donde se veneraba a dicho santo. Más tarde, en las casas se colocaba la imagen del ofrendado y la ‘mesa del santo’ que servía como repositorio y se adornaba con dulces y pan. El objetivo era que esta ofrenda santificara las casas. Los devotos y fieles cambiaron los largos peregrinajes a zonas sagradas por este ritual.

El Día de los Fieles Difuntos se dedicó a las almas que estaban en el purgatorio y que solo podían salir de él gracias a las oraciones de los devotos. De este modo, 1 y 2 de noviembre se convirtieron en las fechas ideales para pedir perdón, orar y ayudar a los difuntos. Esta tradición llegó a América con el arribo de los españoles y para realizar la exhibición de objetos santos, tuvieron que trasladar dichos artefactos desde Roma hasta el puerto de Veracruz.

Celebrar en los cementerios

Después de que la pandemia de cólera en 1833 azotara México, dice la historiadora Elsa Malvido, los cadáveres debieron enterrarse en espacios abiertos, alejados de la población donde los muertos no pudieran contagiar a los vivos.

La dualidad y el sincretismo entre las tradiciones indígenas y católicas hicieron que la idea de venerar reliquias y orarles se transformara en adorar a sus antepasados. Los cementerios transmutaron a un sitio ritual donde la convivencia ocurría y las tumbas se convirtieron en las nuevas reliquias durante el día de Todos los Santos.

Adornos, ofrendas y flores en las lápidas se unieron con el hambre de aquellos que iban a visitar a los muertos; puesto que después de su peregrinar, con mucha hambre, comían y bebían mientras convivían con la ofrenda y sus muertos.

Con mucho más ahínco en regiones centro y sur del país, el Día de Muertos es una tradición profunda y un hecho social representativo. Los pobladores, además de encontrarse con la muerte, hacen comunión con los vivos.

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Sobre la firma

Julieta Sanguino
Es la encargada del desarrollo de audiencias en América y periodista de EL PAÍS América. Antes trabajó en la editorial Condé Nast para publicaciones como Vogue, GQ, Architectural Digest y Glamour, y fue editora en jefe en Cultura Colectiva. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de México.

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