Eme MalaFe: la tragedia del heroísmo criminal
‘Santos’, la nueva serie de cantante, actor y cineasta de Ciudad de México, desmitifica la imagen del narcotraficante como superhéroe: detrás hay un ser humano atrapado en un ciclo de desesperación y violencia
En la presentación de la serie Santos, el proyecto más reciente de Eme MalaFe, el cantante, actor y cineasta grita rodeado de encapuchados: “¿Si volviera a nacer?”. Al unísono una sala de cine llena de niñas, niños, jóvenes y adultos, de los barrios más bravos y precarizados de la Ciudad de México, responden: “¡Nacería en el barrio!”. Entre la respuesta eufórica de los asistentes, MalaFe finaliza: “Antes nos colábamos al cine para ver una película sin pagar, ahora estamos aquí para demostrar que de este lado también hay arte. Recuerden: mientras yo esté arriba todo el barrio va a estar arriba”. Muchos varones lo ven como una figura de representación y, sin masculinidad frágil, le gritan: “¡Te amo, Martín!” o “¡Eres un chingón!”.
Martín Geovanni Aldana Cervantes, mejor conocido en la escena musical como Eme MalaFe, poco a poco, se ha abierto camino en la escena urbana. Su versatilidad musical lo distingue: lo mismo canta un perreito, un corrido bélico, un merengue o una balada romántica. Saltó a la fama porque ha paralizado la Ciudad de México en dos ocasiones con rodadas de motociclistas bajo el lema: “Todos somos un solo barrio”. Antes de llenar salas de cine para presentar sus proyectos artísticos tuvo una infancia marcada por la vida en la calle y el maleanteo. Su apodo, el Pelón, surgió de su costumbre de llevar el cabello rapado, una tradición iniciada por su padre. Martín recuerda con cariño sus días de infancia, a pesar de las dificultades económicas y el acoso de los policías a sus padres vendedores de tacos y tamales. “Me la pasaba mucho con mi familia, con mi papá, con mi mamá. Me gustaba un chingo estar con mi abuelito cuando estaba chambeando”, cuenta con una gran sonrisa. Lo que más le gustaba de su abuelito, es que era bien “chambeador”.
Si la historia de Martín fuera llevada al cine y su arco dramático estuviera marcado por los objetos que tuvo en sus manos, un primer objeto sería una palita de metal. Su abuelito le compró una para que trabajara con él limpiando botes de metal para después venderlos en el mercado. Lo segundo fueron figuras de acción de tianguis. Su papá le regaló un paquete de policías y ladrones de plástico duro. De niño pasaba horas creando historias en la tierra, afuera de su casa. Siempre le llamaron la atención los delincuentes, pero no cualquiera. Le caían mal esos que usan la violencia, admiraba a los que tienen un equilibrio entre “lo malandro” y lo buena persona. Esos que, después de robar, reparten el dinero entre los morritos del barrio. El tercer objeto, unos guantes de box. Su padre lo metió a clases para que aprendiera a defenderse. A veces, dice una de sus canciones, todavía sueña que la coronó en el guante.
A medida que crecía, Martín se vio inmerso en el mundo de las pandillas, del barrio. A los 17 años, se involucró en el robo de motos, una actividad que le proporcionaba ingresos fuertes, rápidos y llenos de adrenalina, de ganar 100 baros ayudando a sus padres a vender tacos empezó a ganar miles de pesos. Martín ahora empuñaba un fierro, una pistola. ¿Qué hace que un morrito que un día sostuvo una pala de metal, simbolismo del trabajo duro, ahora sostenga un arma?
El punto de inflexión en la vida de Martín llegó al inicio de su carrera, tras un incidente en el que fue herido de bala. Cuestionó su vida y buscó una salida al ciclo de violencia que lo tenía atrapado. Sucede con frecuencia, después de un evento traumático en la vida de un artista su arte da un giro de 180 grados. Martín vio de cerca la muerte, estuvo a punto de ser ejecutado, enfrentó una disyuntiva: continuar con la vida en “la calle” o dedicarse de lleno a la música y usar el arte como catarsis. Optó por lo segundo: tomarse en serio como artista. MalaFe evolucionó musicalmente después del atentado; su interés por llevar el proceso creativo hasta las últimas consecuencias lo condujo a experimentar con el lenguaje cinematográfico y producir videos musicales con un fuerte componente artístico. Martín usó La Danza del Diablo, una serie de tres videos, como catarsis. La consideró mucho tiempo su obra maestra, surgida de bañarse en fuego, plomo, sangre y salir invicto. Utilizó simbolismos y narrativas complejas para contar la historia de cómo casi muere asesinado.
A través de la creación artística, Eme MalaFe tuvo una venganza colectiva. En vez de tomar una pistola y llenar de balas a sus enemigos, encabeza festivales donde cientos de personas cantan su himno: Mi última venganza. Cuando entonan con él la “rola” que le sirvió de catarsis, no sólo se venga de los sicarios, sino de toda la gente que celebró su atentado y le deseó la muerte. Incluso de los que piensan: barrio es destino y un hombre rodeado de pobreza y criminalidad no tiene otra salida más que la muerte violenta. Ahora Martín empuña un micrófono, ¿qué debe pasar para cambiar el arma por el micrófono?
Después de La Danza del diablo, se retiró un par de años de la escena musical. Ahora regresa con nuevo material discográfico acompañado de una serie: Santos. Una obra que busca romper con las representaciones glamourosas del narcotráfico predominantes en los medios de comunicación. La idea original contó con la realización de Fierro Viejo producciones. Sin embargo, Martín se involucró en cada parte del proceso. Además, en su totalidad, se realizó con recursos propios y la generosidad de las decenas de personas involucradas, la mayoría son jóvenes del barrio apoyando con su talento y conocimientos.
Eme se propuso mostrar el lado oscuro y doloroso de la vida criminal, una perspectiva que rara vez se ve en la música y el cine. La necesidad de contar historias reales basadas en experiencias personales y observaciones de la vida en los barrios de la Ciudad de México demostró que en el barrio se puede hacer cine y arte. La idea original de Santos fue retratar la criminogénesis de una persona, mediante la exploración de las raíces y consecuencias del crimen, ofreciendo una visión humanizada de los delincuentes.
La serie consta de seis episodios, cada uno trata una problemática distinta. El hilo conductor es la vida del protagonista, Diablito, desde todas sus dimensiones, marcada por la violencia, la precariedad y la criminalidad. Desde su niñez, se enfrenta a la pérdida, la pobreza y el trauma, empujado así al mundo del crimen. La muerte de su padre y la necesidad de cuidar de su familia llevan a su hermano, Pedro Aldana, a seguir los pasos de su progenitor en el narcotráfico. Pedro se muestra como un hombre amoroso y preocupado por el bienestar de su familia, un criminal con principios. Bonachón, pero con un destino trágico. Esta narrativa no sólo humaniza al maleante, muestra cómo las circunstancias y el entorno moldean a una persona. Cuando su hermano muere, el Diablito tiene que convertirse en “hombre” y sacar la casta por su familia. Su historia no es única; es la de muchos niños en los barrios marginales, donde el narcotráfico se convierte en una alternativa a la pobreza y la falta de oportunidades.
Otro personaje clave en la serie es Sabina, la hija de su hermano Pedro. Su historia refleja cómo la violencia y el crimen afectan a las generaciones más jóvenes. Criada por el Diablito en un ambiente de criminalidad y ternura, Sabina se convierte en una niña endurecida y violenta. La serie muestra cómo el intento del Diablito de protegerla y enseñarle a sobrevivir en un mundo peligroso termina creando a una persona aún más violenta y desesperada. Este arco narrativo resalta el ciclo interminable de violencia y crimen. Igualmente pone una pregunta sobre la mesa: ¿puede un criminal ser al mismo tiempo un buen padre? El Diablito, a pesar de ser tremendo maleante, cuida y protege a Sabina con mucha ternura.
Santos aborda diversos temas relacionados con la criminalidad: el amor, porque los criminales se enamoran y sufren por amor. La comunidad LGBT, también hay maleantes que pertenecen a la comunidad y “tienen más huevos y son más leales que cualquier cabrón hetero”. La amistad, la lealtad, de hacer dinero a lo “desgraciado”, de “coronarla”. Nos abre los ojos a esta romantización, mostrando que, detrás de cada “héroe” del barrio, hay una historia de dolor, traición y sangre. Desde “morros” muchos hombres en los barrios crecen escuchando historias de los grandes capos, “esos intocables que tienen lana, morras y poder”, señala Martín. Se les pinta como los Robin Hoods modernos, “que le roban al rico pa’ repartir entre su gente”. En entrevistas, MalaFe relata cómo el narcotráfico y el crimen son presentados en los productos culturales como caminos rápidos al éxito y al respeto. Estos discursos tienen resonancia en el barrio por la falta de figuras de representación. En contextos de alta marginación es extraño encontrar abogados, empresarios o políticos exitosos, los modelos de éxito son los “vatos” que se van “por la chueca”.
Los “malos” son vistos como modelos a seguir: rodeados de “morras guapísimas” y botellas de Champagne. Pero esta imagen es un espejismo, una fachada que esconde una vida llena de sufrimiento, perdidas y traición. Santos desvela esta realidad, exponiendo que detrás de cada narcotraficante, hay un ser humano quebrado, atrapado en un ciclo de desesperación y violencia. Santos destaca las consecuencias trágicas y destructivas de esta elección de vida, desmitificando la imagen del narcotraficante como un superhéroe. Santos es una epopeya trágica. Es la desilusión del heroísmo narco, un retrato crudo y poético del narcotrabajo en México. La poesía visual se convierte en una herramienta para humanizar a los criminales, revelando que, detrás de cada acto de violencia, hay una historia de sufrimiento. Busca que empaticemos, pero también que reflexionemos sobre la realidad de la vida criminal más allá de su glamurización.
Oveja Negra, el último episodio, es el llanto de un narco héroe. Un Diablito descompuesto por las perdidas y las traiciones, pero “forrado” en dinero reflexiona sobre su viaje del héroe: “A veces le pregunto a Diosito ¿cómo es que acabé en la mafia? (…) La vida da unas pinches vueltota, mi apasito se marchaba, ahí le dije hola a una Beretta, y adiós a mi infancia”. Devastado le pregunta a dios: “¿por qué a mi chingados me tocó la carencia? vivirla de morro, sufrirla bien perra, ver que por dinero humillen a la jefa ¿por qué me tocó tenerle que salir? Ver cómo el coraje se apodera de mí, sentir que la sangre te comienza a hervir, si no los mato ellos me matan a mí”. Imposible no conmoverse y preguntarse ¿cuántos “morros” tendrán ese desarrollo de personaje en la vida real? Y sobre todo ¿cómo hemos contribuido como sociedad para que miles de niñas y niños le digan hola a una Beretta y adiós a su infancia?
En entrevista Eme también subraya la responsabilidad de los medios de comunicación en la creación de estas narrativas falsas. La glorificación del narcotráfico en películas, series y canciones contribuye a una percepción incompleta de la realidad del narcotrabajo. MalaFe nos invita a mirar más allá de la fachada del glamur y el poder, pues esta romantización no sólo es una visión incompleta de la realidad, sino que perpetúa ciclos de violencia, reclutamiento y tragedia. Y advierte sobre el peligro de los estereotipos que presentan a los criminales como héroes, aunque sean trágicos. Esta romantización permite que cada vez más jóvenes sean reclutados por el crimen organizado bajo la promesa de una vida llena de lujos, mujeres y armas. Sin saber que también encontrarán sufrimiento, traiciones, cárcel, muerte de seres queridos, o la propia.
Santos combina la poesía literaria con la brutalidad del lenguaje callejero, creando una narrativa luminosa, compleja y desgarradora a la vez. MalaFe utiliza la música y la creación audiovisual para explorar las emociones más complejas de sus personajes, para complejizar a la “lacra” y sus vidas. Sus canciones no sólo cuentan historias, transmiten el dolor, la esperanza, los triunfos y la desesperación de la “maña”, porque en todo hay matices.
Eme MalaFe es más que un músico; es un narrador, un cronista de la vida en los márgenes. Su capacidad para transformar experiencias en arte, le ha permitido crear una conexión profunda y entrañable con su audiencia, su fandom, principalmente integrado por hombres de los barrios más marginados, ve en él una figura de representación, una motivación para irse por la “derecha”. Por supuesto: también para “no cagarla tanto”, si andan por la chueca. Pero sobre todo, ven en él un modelo de “aferrarse” a los sueños. MalaFe entretiene, educa y funciona como modelo de reinserción y de esperanza que sí se puede. Dice C-kan que “un día los morros admiraran a un rapero y no a un narco” Eme lo consigue. Cuando su audiencia conecta con El diablito, no conectan con el narco, conectan con el artista que está detrás de ese personaje, con el vato que les dice que estén “orgullosos de su origen barrial” y que le “echen huevos a la vida”. Aunque sus canciones hablan de violencia, su lucha es porque los “chamaquitos” tengan como figura de representación a un cantante y no a un narco. Es prueba viviente de que, por cada niño artista en un barrio, hay un delincuente menos.
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