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El mole de Sor Juana y el legado gastronómico de las monjas del virreinato

Los claustros de la Nueva España se convirtieron en laboratorios culinarios donde las religiosas usaban los ingredientes de las tierras recién conquistadas para perfeccionar la cocina mexicana

La cocina del convento de Santa Rosa en la ciudad de Puebla, donde se inventó el mole poblano.
La cocina del convento de Santa Rosa en la ciudad de Puebla, donde se inventó el mole poblano.Education Images (Getty Images)
Carlos S. Maldonado

Entre los gruesos muros del convento de San Jerónimo se escribían sonetos y se preparaban guisos y manjares. Las cocinas de los claustros de la Nueva España eran verdaderos laboratorios donde las monjas enclaustradas experimentaban con ingredientes y técnicas culinarias para crear delicias que han definido la cocina mexicana. Es en ese convento, en el corazón de Ciudad de México, donde una de ellas, Juana de Asbaje y Ramírez, se encerró huyendo de las exigencias que se le imponían a las mujeres —esposa fiel, madre dedicada, ama de casa incansable— para hallar el refugio que le permitiera cultivar la escritura, la pintura y la poesía. Pero también la cocina. “Hay evidencia en los escritos de Sor Juana que nos indican que sí cocinaba, a pesar de contar con servicio”, explica Marcela Bolaños Dávila, del Colegio de Gastronomía de la Universidad del Claustro de Sor Juana. “En la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz Sor Juana habla de la cocina en primera persona. En cartas, ensayos y poemas que ella escribió estaba presente la cocina. Ella les mandaba escritos a los virreyes acompañados de un dulce y preparaciones culinarias. En la celda producía su literatura y su cocina particular”, explica la académica. Escribir y cocinar sin molestias mundanas.

Esta historia comienza en 1540. En ese año desembarcó en la Nueva España la primera orden femenina religiosa. La ciudad crecía, aunque aún carecía de muchos servicios para hacer la vida más o menos llevadera, y estas primeras monjas necesitaban ciertas condiciones para el encierro. Se enclaustraban en los primeros conventos y no salían de ahí ni muertas, por lo que la vida pasaba entre la contemplación, el cumplimiento con los votos y la cocina. La capital del virreinato contaba ya con los monasterios de la Concepción, Santo Domingo y San Francisco, cuando en 1626 fue construido el Convento de San Jerónimo, un enorme y laberíntico edificio con una gran cantidad de celdas, huertos, corrales y capillas.

Es en este edificio donde Sor Juana se encierra, pero con muchos privilegios. “No parece una celda aquello. En vez de paredes blancas y frías, estantes cargados de libros; en vez de cilicios, tinteros y plumas; en vez de reclinatorios y cruces, instrumentos matemáticos y musicales. No, aquello no es una celda, sino un estudio. No la desnuda morada de una mística, sino la acogedora habitación de trabajo de una escritora, una academia privada”, ha escrito Anita Arroyo en Razón y pasión de Sor Juana (Editorial Porrúa). La celda de dos pisos contaba, además, con una cocina. Alejandro Soriano Vallès explica en Doncella del verbo (Jus) que cada monja que ingresaba a este convento tenía que pagar de tres a cuatro mil pesos de la época, que servían para el sostenimiento del monasterio y la manutención de la religiosa. Se trataba de mujeres que formaban parte de la élite rica y que tenían derecho de tener hasta cinco sirvientas encerradas con ellas, además de todo lo necesario para llevar una vida cómoda, a pesar del voto de pobreza.

Fragmento del retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Cabrera, ca. 1750.
Fragmento del retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Cabrera, ca. 1750.

Marcela Bolaños Dávila ha investigado junto a Julián Santoyo García Galiano, profesor de la Universidad Anáhuac, cómo era la celda de Sor Juana, centrando su interés en la cocina. Los resultados de sus pesquisas los presentaron esta semana en un foro sobre cocina mexicana realizado en el marco de los 30 años del Colegio de Gastronomía de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ambos académicos explican que la llamada Décima musa contaba con una amplia habitación surtida de todo lo necesario para cocinar. Había un brasero de mampostería, donde se colocaba el carbón que se encendía fuera del local para que la celda no se ahumara. También un garabato, que era una estructura colgada del techo en la que se colocaban ollas, pero también animales como conejos o gallinas, chiles o ajos. Una tina de 90 centímetros de largo por 60 de ancho siempre llena de agua servía para limpiar frutas, verduras y lavar utensilios y había también una despensa donde la monja guardaba condimentos, productos secos y cárnicos que las sirvientas compraban del día. Junto a todo eso había una variedad de ollas, cazos de cobre y calderos; cuchillos, cucharas y palas; mesas, metates, molcajetes, anafres, cántaros... “Era cocina mestiza, con presencia de lo prehispánico”, explica Bolaños.

De esa cocina salían delicias mexicanas como pastillas de boca (caramelos), pescados bobos (”los llamaban así porque era fácil atraparlos”, explica Boñalos), el codiciado chocolate, postres de nuez, buñuelos, postres a base de huevos, cajetas, alfajores y, como no, moles. “Dice la leyenda que para el Marqués de Mancera [virrey de la época] se hizo por primera vez un mole en Puebla, lo que se conoce como el mole poblano. Y los primeros moles se gestaron en la cocina de Sor Juana”, afirma la académica.

Encerradas en sus cocinas estas mujeres utilizaban técnicas centenarias traídas por los españoles para preparar los ingredientes que las nuevas tierras le daban al mundo. En las cocinas de los claustros se juntaban en alquimia formas de cocinar creadas por los árabes, que les heredaron a estas mujeres el alambique que sirve para destilar aguardiente, pero también técnicas como el escabeche, las frituras, el arte de confitar, el mazapán, el uso de cítricos o de cordero y cabra, explica Ingrid Millán Núñez, investigadora culinaria y docente del Instituto Gastronómico de Estudios Superiores de Querétaro. De los españoles llegaron el aceite de oliva, la elaboración de dulces y las varias preparaciones del cerdo, entre otras cosas. Y hasta los esclavos africanos aportaron su parte con el uso de especies para adobar las vísceras, que era la carne que comían por su bajo nivel en la escala social, y así mejorar su sabor. A toda esa magia se suma la tradición prehispánica.

“La de entonces es una cocina barroca porque se integran muchos ingredientes y se hace cada vez más compleja. Reaparece en esta época el mole y se le agregan muchas cosas. Cuando cuentas la cantidad de ingredientes que tiene un mole te das cuenta de que es barroco por excelencia. Un mole negro de Oaxaca cuenta con 31 ingredientes y seis tipos de chiles secos”, explica Millán. Además de los guisos, agrega, las monjas se especializaron en la creación de dulces, que volvían locos a los habitantes de las urbes coloniales. Como el éxito de estos manjares creció rápido, las religiosas vieron una oportunidad de vender sus productos, lo que generó una sublime especialización en las técnicas de repostería. Así nació el rompope en los conventos de Puebla, una bebida hecha con muchas yemas y que requiere mucho trabajo para que estas no se “corten”, y endulzada con azúcar y canela. Las yemitas clarisas, dulces también hechos a base de yema de huevo, es otra de esas delicias, así como el pan de yema.

La variedad de la oferta culinaria que las monjas crearon o perfeccionaron en las cocinas de los conventos es tan amplia, que supera el menú de cualquier restaurante de moda de la Condesa, Roma o Polanco: Bocado real, cafiroleta, dulce de camote y piña, alfeñiques, encanelados, quesillos de almendra, alfajores, marquesote, tortas de nuez, buñuelos, merengues, mole, quesadillas, coronitas de Cristo de caramelo jalado, chongos zamoranos, duraznos prensados, pollo al huerto, pollo en azafrán, pollos borrachos, caldo michi o de pescado, camarones de Sor Perpetua, huilotas en mole ranchero, pescado blanco de Pátzcuaro en escabeche, chilaquiles monjiles del estudiante rico, sopa mixteca de frijol, caldo de garbanzo para la comunidad, pipián verde poblano, chiles en nogada, camotes, pollo granadino, sopa de camote... Y la lista se extiende en nombres que hacen agua la boca.

“Ahí sucedió la magia”, dice Millán. “El encierro dio paso a la creatividad, porque las monjas de alguna manera tenían que aprender a vivir en paz, armónicamente y de la mejor manera posible. Con lo árabe, con España, con lo africano trabajaron una cocina muy rica”, agrega. Un ejemplo es el dulce de camote, explica: “Ahí es donde se nota el mestizaje. Sabemos que la técnica proviene de España, el utensilio para prepararlo es árabe y el uso de esencias, pero el utilizar productos locales como el camote o el mamey, las tinas, lo convierte en una cocina del mestizaje”. Es así como uno puede imaginarse a una Sor Juana, tal vez después de crear unos sonetos hermosos, encerrarse con sus criadas en la cocina y preparar un conejo para la comida. “Quizá por eso nací / donde los rayos solares / me mirasen de hito en hito”, escribió la Décima musa.

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Sobre la firma

Carlos S. Maldonado
Redactor de la edición América del diario EL PAÍS. Durante once años se encargó de la cobertura de Nicaragua, desde Managua. Ahora, en la redacción de Ciudad de México, cubre la actualidad de Centroamérica y temas de educación y medio ambiente.

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