Aroa Moreno: “No sé cuándo las tensiones entre maternidad y feminismo serán resolubles”
La autora pone piel en ‘La bajamar’ a los conflictos y retos de la maternidad en las distintas generaciones
El contexto, lo político, el entorno, moldean nuestras maternidades arcillosas. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Aroa Moreno (Madrid, 1981) explora en La bajamar (Literatura Random House) los recovecos y las aristas que recorren el paisaje generacional de tres mujeres que son madres, y que también son hijas. Esto que parece obvio es importante porque, como dice Moreno, “las hijas y los hijos sufrimos mucho por el dolor de nuestras madres, pero, casi siempre, llegamos tarde al abrazo y a la comprensión con ellas”. Es a menudo que siendo madres descubrimos las hijas que somos, las madres que son. Palpamos los miedos, las renuncias, las consecuencias de las elecciones. Aroa Moreno alumbra con una escritura luminosa y bella aquello que no se ve y da voz a lo que no se dice. Nos empuja a querer comprender.
PREGUNTA: Tres generaciones de mujeres que han sido madres en momentos históricos muy distintos, cada cual con sus conflictos y sus tensiones. ¿La maternidad siempre ha sido difícil?
RESPUESTA: La maternidad es una revolución que arrasa con algo anterior y construye nuevas emociones e identidades. Pero si a ese temblor le añades un contexto histórico o político tenso o peligroso, pienso que, por encima de todo, prima la supervivencia y la protección. La preocupación y el amor son los mismos, pero ordenamos el cuidado de forma muy diferente.
Por eso, nos cuesta tanto ponernos en la piel de mujeres que para salvar a sus hijos se alejan de ellos. O el sufrimiento profundo que supone no tener nada que darle a tu hijo de comer.
Me interesa explorar de forma literaria cómo nuestra vida íntima también es golpeada por la política. Y qué puede haber más íntimo que esa protección, casi animal, de cuidar de un niño. Eso nace de un lugar libre de coordenadas y contextos.
P. “No tenía un dolor para señalarlo. Ella no era una madre contra las guerras de los hombres, como lo fue su bisabuela. No era una mujer alejando a su hija de la violencia y callando durante décadas, avergonzada o asustada, un origen, como lo había sido su madre. Ella lo tenía todo, lo había levantado todo, pero ya no lo quería”. Dice Adirane, hija y nieta. Los malvivires de la maternidad hoy son otros, a menudo más psíquicos, invisibles, pero quizás por esto bastante complicados…
R. Es difícil. Todos, madres, padres y aquellos que no tienen hijos, tenemos un mal muy común que tiene que ver con la insatisfacción crónica y la incapacidad para encajar la incertidumbre. Tanto la abuela de Adirane como su madre saben señalar el peligro, saben de qué tienen que alejar a los niños para protegerlos. Ellas viven una tensión colectiva y compartida con su entorno: la guerra o la violencia. Adirane, no. Aunque su dolor se parece al de muchas madres de hoy, es individual. Y lo es porque vivimos en una sociedad individualista que desprecia lo colectivo.
Si bien generaciones anteriores, preocupadas por su supervivencia, segaron buena parte de su educación emocional, nosotros, que tenemos tantas formas de llamar a lo que nos pasa, no sabemos identificarlo.
Adirane, como tantas otras mujeres y hombres, siente soledad y culpa y piensa que acabará proyectando esa amargura en su hija. Y la aparta.
P. Abuela, madre, hija. ¿Qué dirías que comparten los tres personajes de tu novela?
R. Comparten un territorio. No podemos entender quiénes somos si no sabemos ubicarnos en un lugar y en un tiempo concreto. La familia construye un territorio íntimo y también geográfico. Y nos dota de una herencia. La novela arranca con la muerte de un niño que se ahoga en una ría. El relato de la culpa de esa madre descendiendo por las generaciones de mujeres de la familia cambia la forma de entenderse entre ellas.
P. A veces las hijas somos injustas con nuestras madres porque, como dijiste en la presentación del libro, no somos conscientes de sus propias cuitas, sus contextos, sus deseos… ¿Aprendemos a ser hijas cuando nos convertimos en madres?
R. No de forma inmediata, pero sí. Al principio, rechazamos los consejos, la ayuda que nos prestan y es una tensión compartida, porque a ellas también les cuesta echarse a un lado y dejar que la nueva madre tome sus decisiones. Pero llega un día en el que te das cuenta de que has ocupado un nuevo lugar y miras hacia atrás, y ahí están ellas. Sucede entonces que les quitas el vínculo de encima, y en vez de ver a tu madre o a tu abuela, te encuentras a la persona. Es hermoso y a la vez aterrador entender los temblores de nuestros padres.
P. A veces me da la sensación de que queremos hacerlo mejor que nuestras madres pero al mismo tiempo cometemos otros errores. Como que hemos cambiado unos por otros. Porque aquí no hay fórmula para hacerlo porque somos personas muy distintas.
R. No deberíamos despreciar jamás cómo nos criaron nuestras madres o nuestras abuelas, ellas también hicieron lo que pudieron y lo mejor que sabían. Y tampoco pasaría nada si ellas reconocieran sus errores. Te hablo de cosas que van desde la crianza con apego a las renuncias laborales que seguimos haciendo nosotras y que ahora parecen elegidas. Yo no sé cuándo las tensiones entre maternidad y feminismo serán resolubles.
P. “¿Son irreversibles los disgustos que les damos a nuestros padres?” Se pregunta Adriana. ¿Lo son?
R. Hay dolor sin vuelta atrás y heridas imposibles de suturar. La conexión de padres a hijos es indestructible, pero no sé si el amor.
Muchas veces, sobre todo, cuando yo era más joven, le preguntaba a mi madre: Mamá, ¿me quieres haga lo que haga y pase lo que pase? Y mi madre, que es una mujer bastante sabia, me decía: No, pase lo que pase, no. Pero todos hemos visto a madres y padres perdonar barbaridades a sus hijos e hijas. Y pienso que, de alguna manera, tal vez, equivocada, piensan que esos disgustos provienen de una fragilidad. Equivocaciones que rompen con lo no escrito, con lo natural. Y que intentando olvidarlas o perdonarlas, ellos siguen en su papel: el de los protectores.
P. ¿Lo que no se dice es peor que lo que se dice?
R. Pienso que no hay que decirse todo. Yo vivo feliz en un mundo interior ajeno a la gente que más quiero y cuya libertad protegeré con todas mis fuerzas. Es la intimidad más profunda de una persona: su pensamiento, sus soledades. Lugares a los que nadie accede. Nada grave.
Pero lo que no me gustaría es que la gente que me quiere, cuando me marche, piense que nunca me conoció. Y para conocerse realmente, hay que hacer las preguntas que duele pronunciar y escuchar. Las familias están llenas de silencios muy elocuentes.
P. ¿Cómo ha influido tu propia maternidad en esta novela?
R. No habría escrito esta novela si no hubiera tenido a mi niño, Pablo, en el año 2016. Él está en esas páginas, ajeno e inconsciente, desde la estructura a tres voces que sujeta la trama —que me permitía entrar y salir de la escritura más fácilmente y estar con él— hasta los pequeños detalles que tienen que ver con la intimidad de la crianza.
P. ¿El dolor se hereda de madres a hijas?
R. Al menos, se hereda el eco del dolor, que puede tomar formas incontrolables en las generaciones siguientes. Las hijas y los hijos sufrimos mucho por el dolor de nuestras madres pero, casi siempre, llegamos tarde al abrazo y a la comprensión con ellas.
P. El miedo a no saber cuidar, a equivocarse, a perder a los hijos, se abre ante ti en cuanto te ponen a tu hijo o hija en brazos.
R. Recuerdo que, en los primeros meses de maternidad, me levantaba siempre con una sensación de enamoramiento, volando, feliz y, a la vez, aterrorizada. Las dos cosas juntas. La luz, cuanto más intensa, más sombras proyecta. Y la maternidad alumbra miedos que una no sabía que existían. Para mí, el más afilado es que algo le pase a mi hijo, pero también que algo me pase a mí y no pueda estar cuando él me necesite. Eso me dio pánico. Cuanto más crece, más se disipa ese miedo.
P. “Piénsalo, piensa bien lo que es poner a un niño en un barco ahora que no se les pierde nunca de vista. Decirles a tus niñas que no pasa nada, estaréis bien, nosotros estaremos bien”. Y esto sigue pasando hoy cada día.
R. Hoy es el miedo en la mirada de las madres ucranianas que huyen de Kiev en autobuses con sus niños cansados y asustados. Hace unos meses, eran madres afganas que entregaban a sus niños a los soldados en el aeropuerto de Kabul. Hace más de ochenta años, eran nuestras mujeres subiendo a sus hijos e hijas a bordo de barcos con destino desconocido en mitad de un bombardeo. La memoria sirve para conectar nuestro dolor y el de esas mujeres: hoy, ayer y siempre. Por debajo de la Historia, las madres asustadas protegiendo a los niños. Eso jamás terminará.
Puedes seguir De mamas & de papas en Facebook, Twitter o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter quincenal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.