Eterna espera en el centro de refugiados del antiguo aeropuerto de Berlín, el mayor de la UE
Cerca de 4.700 personas aguardan una media de 285 días en las instalaciones de Tegel hasta obtener una vivienda. “Vine a trabajar. No pensé en quedarme estancada aquí”, protesta una mujer ucania
“Llevo meses intentando que me den un piso para poder irme de aquí con mi familia”, se lamenta Viktor Olug apoyado en su bastón en una de las 27 naves temporales levantadas cerca de la antigua terminal C del aeropuerto de Tegel, en el norte de Berlín. Sus ojos rezuman tristeza. Mientras muestra sus dos cicatrices en el cuello, relata que ha sufrido cinco infartos cerebrales, dos en Berlín y tres en Ucrania. “Necesito tranquilidad. Aquí hay mucho ruido”, se queja. Olug, de 69 años, llegó de Ucrania con su hijo, su nuera y sus tres nietos. “En diciembre hará dos años”.
La eterna espera de Olug no es un caso aislado. Es la crítica más habitual que se oye en este centro de acogida de refugiados, que, con 4.677 personas, según datos de la Oficina Estatal de Refugiados de Berlín (LAF), es el más poblado de la Unión Europea. Muchas personas repiten el rumor de que alguien consiguió un piso tras esperar solo un mes, mientras ellos siguen atrapados en esa especie de agujero negro. Sin embargo, un rumor suele ser simplemente eso: un rumor. La realidad es la media de espera es de 285 días. La eterna burocracia y falta de alojamientos impiden su salida. Una vez que se entra, es muy difícil salir.
“Me dijeron que aquí podría trabajar y vivir, pero cuando llegué no fue así. Me siento engañada”, se queja Lilia Kopylenko, una enérgica mujer de 58 años de Dnipropetrovsk, en el centro de Ucrania, que cocina todos los días fuera de las instalaciones, en un río cercano, después de enfermar con gastroenteritis los primeros días. “No quiero estar aquí. A veces está todo muy sucio y la comida es horrible”, detalla. Kopylenko, que tiene dos hijos en Ucrania, llegó sola a Berlín hace un año y siete meses. “Yo vine a trabajar. No pensé que fuera a quedarme estancada aquí”, dice.
Henadii Schevchenko dejó Járkov con su hermano, que está en silla de ruedas, pero en la frontera polaca los separaron por un problema con sus papeles. Su hermano acabó en un centro en el sur de Alemania y él en Tegel. Lleva 11 meses aquí y desde entonces ha intentado reunirse con su hermano para poder ayudarlo. “No me dejan ir, ni a él venir. Sería más fácil buscar un piso para dos, pero no es posible. Estoy atrapado en un círculo sin fin”, comenta desde su cama.
Su día comienza a las seis de la mañana, cuando se encienden las luces. “Me levanto, desayuno, hago los deberes de alemán y de 13 a 17 voy a clase de alemán desde hace un mes. Después, regreso, me ducho y me vuelvo a tumbar en la cama”, relata sobre su día a día hasta que se apagan las luces a las diez. Lejos queda ya su vida como profesor infantil en Ucrania.
A pesar de su tamaño, apenas se conoce Tegel fuera de Alemania. Según ACNUR, el campo de Moria, en Lesbos, llegó a albergar a 20.000 personas, pero ahora hay poco más de 1.400 personas allí. “Mientras, las instalaciones de Samos (3.768) y Leros (2.109) son ahora más grandes, pero no tienen las 5.000 plazas de Tegel”, indica un portavoz.
Tegel, construido en 1948 en el antiguo sector francés para hacer frente al bloqueo soviético de la ciudad después de la II Guerra Mundial, cerró en noviembre de 2020. En marzo de 2022, las maletas volvieron a una de sus terminales, pero en esta ocasión a manos de miles de ucranios. “En noviembre de 2022 las capacidades de Berlín se desbordaron y se levantaron carpas para poder alojarlos”, explica Sascha Langenbach, jefe de prensa de la LAF. “Es muy muy duro vivir aquí, pero es mejor aquí que debajo de un puente”, agrega sobre unas instalaciones en principio pensadas para que los refugiados pasaran solo un par de días.
Un autobús lanzadera une las paradas de transporte más cercanas con el centro de refugiados. Varias personas de seguridad reciben a los solicitantes de asilo para que entren por la puerta habilitada en la Terminal C. Una vez dentro deben pasar un control de seguridad para detectar objetos como cuchillos y hornillos de gas o similares aparatos que puedan desencadenar un fuego, como sucedió el pasado marzo cuando ardió una carpa. A continuación, si ya están registrados, solo tendrán que escanear su código QR en el siguiente control ―un código que también se escanea al salir―. En caso contrario, deberán sentarse en la sala de espera para que las autoridades les tomen los datos personales y biométricos.
Los antiguos carteles de la terminal se entremezclan con información en numerosos idiomas y los mostradores de facturación son puestos de información. La sensación de temporalidad e improvisación lo impregna todo. Nadiia, una anciana de 78 años originaria de la ciudad ucrania de Járkov, ha acudido con sus dos nietos a registrarse. Ella es una de las afortunadas. Tras dar sus datos, se irá a vivir con ellos a su piso en el sur de Berlín.
Los que no tienen la suerte de Nadiia son asignados a una cama en concreto. Si no acuden a dormir dos noches seguidas, pierden la plaza. En la misma Terminal C hay espacio para 900 personas. Fuera, las enormes naves blancas se suceden sobre el asfalto, al igual que los cables, andamios y vallas. A los pabellones se accede por un control que escanea de nuevo el código QR y que da paso a una zona común donde hay una cantina, taquillas, así como un cuarto con artículos de higiene. Un pasillo al final une esta parte con los dormitorios ubicados a la derecha y a la izquierda.
Cada zona con capacidad para 350 personas cuenta con hileras de habitáculos en donde detrás de una cortina duermen una media de 10 personas en literas con los enseres personales apilados sobre los colchones, sin intimidad y sin casi espacio. Algunos son solo de mujeres, otros de hombres o de familias, pero a veces están mezclados.
Una mujer menuda espera paciente en el pasillo. La mirada de Ludmila Sahovora deja entrever los horrores vividos en la guerra. Lleva casi dos años allí. “Mi marido murió en la guerra. A mí me cayó un misil mientras estaba trabajando y tengo secuelas médicas desde entonces”, detalla la mujer de 67 años.
Ella es uno de los 3.639 refugiados procedentes de Ucrania que residen en Tegel. Además, hay 1.038 de otros países, principalmente Siria, Afganistán, Turquía, Moldavia y Vietnam. Hay espacio para otras casi 2.000 personas más. Junto con los refugiados hay 455 personas de ONG, 150 personas del catering y 500 personas de seguridad divididos en dos turnos de 12 horas. “Todo esto es muy caro. Solo Tegel cuesta 35 millones de euros al mes”, informa el responsable de prensa. Esto quiere decir más de 7.000 euros al mes por refugiado, un coste usado como munición por la ultraderecha alemana para atacar al Gobierno.
La oficina de refugiados LAF es responsable de alojarlos, pero ha adjudicado la gestión a la Cruz Roja Alemana. A su vez, esta ha encomendado algunas tareas a organizaciones de ayuda como Malteser. La seguridad está en manos de la Messe Berlin, una empresa estatal especializada en congresos. Además, hay que sumar el alquiler del recinto y de las carpas, la limpieza, el agua, la electricidad y la calefacción.
Las instalaciones cuentan, entre otras cosas, con una clínica con dos médicos y un pediatra, así como una zona de tiempo libre donde cuatro niños hacen manualidades, un adolescente toca el piano y otro juega con bloques de madera. Los menores de siete años tienen que acudir acompañados de sus padres. Aprovechando el día soleado, muchos prefieren montar en su patinete por las antiguas pistas de aterrizaje y despegue. Al fondo, en una peluquería, un joven afgano se recorta la barba, mientras Ibrahim ―que era peluquero en Siria― le corta el pelo a su amigo Mohammed.
En ese mismo pabellón se encuentra la zona de estudio donde hay varias personas con sus portátiles. Como Charles Finney, un ucranio nacido en Texas hace 59 años. Durante su trabajo como paramédico en Ucrania se le congeló un pie y fue trasladado a Berlín para ser operado. Le amputaron cuatro dedos. Intentó buscar un piso, pero pasó cuatro meses viviendo ilegalmente en un sótano, así que volvió a Tegel, donde lleva un año. Mientras, trabaja en aplicaciones con inteligencia artificial desde su ordenador. “La vida es un barco que se hunde, pero hay que seguir remando”, explica en perfecto alemán gracias a sus estudios en Viena. “Tegel es un mundo paralelo”, reconoce sobre cómo es vivir ahí.
A su lado está Jenyd Toma, de 21 años, que llegó hace cuatro meses huyendo de la guerra. “Estuve dos años y siete meses en el ejército. Me dejaron salir para acompañar a mi madre a Turquía para que recibiera tratamiento médico porque está muy enferma”, comenta en inglés. “Es muy difícil dejar el ejército. Pero si das dinero o con un permiso especial puedes salir del país y del ejército”, explica. De Estambul huyó a Berlín. “Si vuelvo tengo que ir al ejército de nuevo”. “Es como Balenciaga. Tiene una marca en Ucrania”, apunta Finney sobre el joven, que tenía una tienda de ropa en Ucrania y que sueña con abrir una en Berlín.
A la salida de ese pabellón es ya la hora de comer. En la cantina de una de las naves, Hamza sirve la comida a los pocos presentes. “Es chili sin carne”, informa. “Esto es ketchup. No se puede comer”, critica Vasyl Rusnak, un profesor que llegó hace año y medio con su hijo desde Chernivtsi. “No entiendo por qué sigo aquí. Hago todo lo que me dicen”, se lamenta sobre una vida que a pesar de todo continúa en este lugar.
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