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El imposible regreso a casa de miles de desplazados por la guerra en Ucrania

Los ataques del ejército ruso en Járkov obligan a evacuar a más de 13.000 personas desde mayo. La búsqueda de vivienda y empleo son dos de las mayores preocupaciones de sus nuevas vidas. Al menos 3,6 millones han tenido que dejar sus hogares por la invasión

Ludmila Kostenko, en su habitación del centro para desplazados internos en Járkov (Ucrania), el 31 de julio de 2024.
Ludmila Kostenko, en su habitación del centro para desplazados internos en Járkov (Ucrania), el 31 de julio de 2024.Lola Hierro
Lola Hierro (enviada especial)

El olor a pimientos tiernos inunda la habitación de Ludmila Kostenko. Ha puesto a remojo al menos una docena en una palangana que descansa sobre una repisa. “Voy a hacerlos al horno, rellenos de carne picada”, dice ilusionada. Desde el 10 de mayo, esta campesina de 57 años, su marido y su perrita Jengibre ocupan uno de los dormitorios de una antigua residencia de estudiantes de las afueras de Járkov convertida por las autoridades en refugio temporal para los desplazados por la guerra como ella, que aquel día tuvo que dejar Vovchansk Jutori, su pueblo natal. Los últimos ataques del ejército ruso en esta provincia del noreste de Ucrania, fronteriza con Rusia, han obligado a evacuar a más de 13.000 personas desde mayo. La la cifra de ucranios que viven desplazados internamente lejos de sus hogares por la ofensiva a gran escala que Rusia comenzó en Ucrania en febrero de 2022 son al menos 3,6 millones, según el Ministerio de Política Social. Y sube a más de cinco millones si se tienen en cuenta a quienes se movieron a otras zonas del país a partir de la invasión rusa de la región de Donbás, en el este, iniciada en 2014.

Kostenko ha intentado convertir su habitáculo en un hogar, aunque por tamaño casi parezca más un trastero que un dormitorio. Al menos dispone de amplias ventanas, que ocupan toda una pared bajo la que están dos camitas individuales entre las que apenas queda espacio para pasar. “El 10 de mayo mi marido y yo decidimos irnos. Esa noche hubo un bombardeo que dejó todo en llamas. Mi casa ha sido destruida por un misil, pero fue el 1 de junio; ya no estábamos, gracias a Dios”, relata. “Solo me pude llevar cosas básicas: la tele, el calentador de agua, ropa y cuatro cosas más”, lamenta. Los cobertores bordados de las sillas, algunos utensilios de cocina y un par de cuadros de santos ortodoxos son los objetos que le quedan de su casa.

Gengibre, la perra de Ludmila Kostenko, también vive en el centro para desplazados internos con su dueña. Es el único animal que la mujer pudo salvar de su granja cuando fue atacada por el ejército ruso.
Gengibre, la perra de Ludmila Kostenko, también vive en el centro para desplazados internos con su dueña. Es el único animal que la mujer pudo salvar de su granja cuando fue atacada por el ejército ruso. Lola Hierro

La situación en la provincia se deterioró en mayo debido a una nueva ofensiva terrestre de las fuerzas rusas que obligó a la evacuación de las comunidades cercanas al frente hacia la capital, Járkov, aunque aquí también se producen ataques que destruyen viviendas y dejan víctimas mortales y damnificados. Esta ciudad, con 1,2 millones de habitantes antes de la invasión, es la segunda del país y alberga a unos 200.000 desplazados.

Quienes pierden su hogar son alojados en residencias o antiguos edificios públicos como colegios o centros de salud reconvertidos, e incluso en ciudades modulares. Muchos de ellos, como los Kostenko, no pueden volver a sus casas porque han sido destruidas o han quedado muy dañadas. La mayoría huyó con unas pocas pertenencias, y son muy vulnerables porque se trata principalmente personas mayores y familias con niños. En sus nuevas circunstancias se enfrentan a la dificultad de encontrar una vivienda y un empleo. Y todo ello sumado al daño psicológico que implica vivir bajo las bombas.

En el centro de acogida en el que viven Kostenko y su esposo residen en total 182 personas ―la mayoría ancianos o madres con sus hijos, pues muchos hombres están sirviendo en el ejército―, cuatro gatos y la perra Jengibre. No disponen de grandes lujos en este feo y viejo edificio de seis pisos sin ascensor y tintes soviéticos, pero al menos no están en la calle. Viktoriia Tiutiunnik, trabajadora del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) que guía la visita, indica que se les proporciona alojamiento mientras dure la guerra y, una vez que acabe, entre tres y seis meses más. La pintura carcomida por la humedad, la carpintería desgastada y la falta de iluminación se compensan con los electrodomésticos nuevos de las dos cocinas que hay por cada planta. El Gobierno paga las facturas de los suministros y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) y Acnur colaboran con los arreglos. “Poco a poco se van renovando espacios”, alega Tiutiunnik.

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Dos hombres que residen en un centro para desplazados internos en Járkov (Ucrania) charlan en el descansillo de una de las plantas.
Dos hombres que residen en un centro para desplazados internos en Járkov (Ucrania) charlan en el descansillo de una de las plantas.Lola Hierro

La gran necesidad de alojamientos obligó a habilitar, en los inicios de la invasión, espacios que no siempre cumplían los requisitos mínimos de confort y que además eran solo una solución temporal, ya que hay escasez de viviendas permanentes, o las que hay están en pueblos alejados donde no abundan las oportunidades de empleo. Estos problemas obligan a muchos a alquilar, lo que consume una gran parte de sus ingresos, y todo ello ha llevado a que muchos sean reacios a mudarse. “La gran mayoría desea permanecer con familiares, en viviendas de alquiler o en campamentos colectivos en Járkov y no alejarse más de sus hogares para poder regresar cuando la situación lo permita”, asegura Tiutiunnyk, que también es una desplazada procedente de Lugansk.

Los datos del Ministerio de Reintegración de inicios de 2024 indican que el Estado ha alojado a 54.610 personas y que quedaban 22.474 plazas vacantes, pero alega que esta brecha se debe a que no todos recurren al Estado para conseguir vivienda.

Cuatro desplazadas se ríen por la broma de una de ellas. Todas residen en un centro para desplazados internos por la guerra, en Járkov.
Cuatro desplazadas se ríen por la broma de una de ellas. Todas residen en un centro para desplazados internos por la guerra, en Járkov.Lola Hierro

Mikola Goga, de 75 años, no pierde la sonrisa. Apoyado en su bastón, relata cómo fue la huida de su pueblo, también Vovchansk Jutori, el pasado 12 de mayo. “Caían bombas aquí y allá”, dice sin perder el buen humor. “Cuando la cosa se puso peor, pedimos la evacuación a las autoridades y nos llevaron a un centro de tránsito”, dice, en referencia a las instalaciones habilitadas por el Gobierno para registrar desplazados y darles una primera ayuda de emergencia. “En los primeros momentos, estaba muy asustado, no sabía qué hacer; lo más importante ha sido la ayuda económica que nos han dado, estoy muy agradecido”, dice Goga.

Las ayudas para viviendas son de 2.000 grivnas (unos 45 euros) mensuales durante seis meses, 3.000 (en torno a 67 euros) si es una persona con discapacidad o tiene niños a su cargo. En 2023, más de 2,5 millones de desplazados internos recibieron asistencia para la vivienda, para cuyo pago se asignaron 73.300 millones de grivnas (1.650 millones de euros) del presupuesto estatal.

Además de la subvención para viviendas, Goga ha solicitado otra asistencia de 10.800 grivnas (240 euros) que proporciona Acnur en un pago único, y de las que se han beneficiado unas 368.000 personas desde 2022. También recibieron un kit de higiene, mantas y comida no perecedera, así como asistencia legal y psicosocial. La agencia de la ONU estima que 14,6 millones de personas necesitan asistencia humanitaria y servicios de protección; alrededor del 40% de la población ucrania.

Goga y su esposa, sin embargo, no están en un centro de acogida, sino que han alquilado un apartamento. Su casa, prácticamente no existe, pues un misil cayó en el tejado. “Unos días después volví con mi hijo y con un vecino y no pude recuperar casi nada, solo unos abrigos”, lamenta este pensionista, exguardia de fronteras.

Nikola Goga, de 75 años, es un exguardia de fronteras jubilado que tuvo que ser evacuado de su aldea natal, Vovchansk Hutori, tras los ataques de Rusia en la zona el pasado mayo.
Nikola Goga, de 75 años, es un exguardia de fronteras jubilado que tuvo que ser evacuado de su aldea natal, Vovchansk Hutori, tras los ataques de Rusia en la zona el pasado mayo.Lola Hierro

El hombre ofrece su relato de huida en una de las salas de un espacio multiservicio donde le han citado para recoger unos vales de supermercado. El centro ha sido creado por la ONG ucrania Right to Protection con el apoyo de Acnur y el Ayuntamiento de Járkov, y está ubicada en un recinto subterráneo para que sea seguro acudir incluso durante las alertas aéreas.

La responsable del centro, Ksenia Tumanovska, enumera los servicios que se han centralizado aquí: consulta legal y psicológica, ayuda para la búsqueda de empleo, asistencia para pedir la jubilación, gestión de ayudas económicas… “El más demandado es la asistencia legal para restaurar documentos perdidos, como pasaportes, escrituras de propiedad de vivienda o certificados de que la vivienda ha sufrido daños por la guerra, ya que las autoridades hacen informes de las casas destruidas para luego recibir una compensación”, explica. El segundo, el dinero en efectivo de emergencia. Una encuesta de la OIM halló que las necesidades más acuciantes de los desplazados internos son dinero en efectivo y ayuda financiera (56%), bancos de energía (7%) y combustible sólido para calefacción (6%). Por otra parte, el 44% de los desplazados internos declara que sus ingresos solo cubren un poco o nada sus necesidades, según otra encuesta de Acnur.

Empleos inalcanzables

Desplazarse implica, en muchas ocasiones, perder el empleo. Bien porque tu lugar de vida también era el de tu trabajo, como es el caso de innumerables granjeros que se han quedado sin sus tierras, bien porque al marchar a una ciudad más segura, pero más lejana, se hace imposible mantener el puesto de trabajo.

Un edificio destruido por un bombardeo ruso el pasado mayo en Járkov (Ucrania), el 31 de julio de 2024.
Un edificio destruido por un bombardeo ruso el pasado mayo en Járkov (Ucrania), el 31 de julio de 2024.Lola Hierro

En Vovchansk, Ludmila Kostenko y su marido trabajaron toda la vida como granjeros. “Ahora no somos nada, y el futuro es incierto porque somos mayores, aunque mi marido intentará encontrar algo”, lamenta. La mujer llora. Recuerda su granja, sus animales, las flores y el huerto. Esta campesina nació, se casó y construyó su granja en el mismo lugar, del que no había salido hasta ahora. Debía tener buena mano con el jardín; en dos meses ha hecho brotar media docena de plantas en unas sencillas botellas de plástico que ahora son maceteros. Ese minúsculo vergel y un póster gigantesco de margaritas amarillas que cubre una de las paredes le ayudan a sentirse un poco menos extraña.

El Gobierno ofrece reembolsos de impuestos a los empleadores que contraten a desplazados y el Servicio Estatal de Empleo ofrece cursos gratuitos de reciclaje profesional. Las ONG también dan asistencia legal y asesoría, pero a la hora de la verdad, ni una cosa ni la otra sirven a personas como el matrimonio Kostenko, al borde de la jubilación y sin conocimientos de nada más que cultivar un campo. Al final, el 40% de los desplazados internos en edad de trabajar se encuentran desempleados, según el Ministerio de Política Social.

“Estar aquí de invitado está bien, pero la casa es la casa. Todo el mundo volverá cuando acabe la guerra”, asegura Mikola Goga con expresión risueña. No lo lleva igual de bien Ludmila Kostenko, que llora de nuevo al preguntarle qué le ayudaría. “Que pare la guerra”, susurra entre lágrimas. “Toda mi vida ha cambiado porque todo lo que amaba estaba en mi casa”. Su único y mayor deseo, afirma, es volver a su hogar.

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Sobre la firma

Lola Hierro (enviada especial)
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.
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