La cumbre de la OTAN afianza el riesgo de un mundo dividido en bloques
La declaración de los aliados evidencia un pulso conflictivo entre regímenes autoritarios y democracias
La declaración conjunta emitida por los aliados de la OTAN en la cumbre celebrada en Washington evidencia el perfil de un mundo que avanza hacia una confrontación de bloques. Por un lado, los 32 aliados atlánticos, los socios del Indo-Pacífico con los que estrechan lazos —Japón, Australia, Corea del Sur y Nueva Zelanda estuvieron de nuevo presentes en la cumbre OTAN— y un puñado de otras democracias afines. Por el otro, el emergente bloque de regímenes autoritarios: China, Rusia, Irán, Corea del Norte, Bielorrusia. La visualización geográfica es meridiana, con el bloque autoritario asentado en la masa euroasiática, y el bloque democrático desplegado en los márgenes, sea Europa occidental o la zona indo-pacífica.
La declaración conjunta evidencia este esquema porque señala como nunca había hecho antes la OTAN el disgusto de los aliados en su conjunto por el apoyo que China presta a Rusia como “cooperador decisivo” del esfuerzo bélico del Kremlin en Ucrania. El texto advierte de que, si ese papel continúa, tendrá costes para China, sin especificar cuáles. “La República Popular de China no puede facilitar la mayor guerra en Europa en la historia reciente, sin que ello impacte negativamente en sus intereses y reputación”. La mención, de importancia geopolítica esencial, se produce al lado de las recriminaciones por el apoyo que también Irán y Corea del Norte prestan a Rusia. China, como cabía esperar, ha reaccionado enfurecida ante el texto.
El documento producido por los aliados atlánticos deja patente que consideran que lo que ocurre en el Pacífico les concierne. Subrayan que la conexión de Pekín y demás regímenes con Rusia es una correa de transmisión que potencia la amenaza de seguridad contra Europa. Acusan además directamente a China de actividades maliciosas de carácter híbrido o cibernético.
Múltiples movimientos parecen alimentar la inmensa maquinaria de la conformación de dos bloques enfrentados. Por un lado, el ataque contra Ucrania ha provocado un firme cierre de filas de las democracias atlánticas. Las indo-pacíficas también convergen, preocupadísimas por las señales que emite China. Por el otro, en el bando autoritario, se detectan múltiples movimientos, entre ellos el estrechamiento de los lazos entre China y Rusia, con declaraciones estratégicas o el aumento del comercio —incluido productos de uso dual civil-militar y todos aquellos que le sirven al Kremlin para aliviar las penurias causadas por las sanciones occidentales—; o el acuerdo de mutua defensa firmado recientemente entre Moscú y Pyongyang. El bloque autoritario no dispone de alianzas o estructuras colectivas formales y consolidadas como el democrático, pero ello no debe llevar a subestimar su capacidad de cooperación. China, por su parte, también promueve redes de interacción a través de iniciativas económicas o de seguridad no militar.
El oxígeno económico
Los regímenes autoritarios comparten sobre todo el objetivo de reformular el orden mundial de una forma que resulte más conveniente para sus intereses. Rusia decidió perseguirlo por la vía violenta. Tal vez la historia aclarará si Xi Jinping sabía y dio luz verde al ataque de Putin contra Ucrania. Pero lo que está claro es que no ha frenado esa burda agresión y, al contrario, aunque no entregue armamento, sí ofrece a Rusia el oxígeno económico y manufacturero indispensable para que la guerra siga.
Al contrario que Rusia, China no tiene la mancha de haber lanzado guerras, pero emite desde hace tiempo señales sobradamente preocupantes, con la militarización de aguas disputadas, la indiferencia a dictámenes de tribunales internacionales, el aplastamiento de la democracia en Hong Kong, el desarrollo de arsenales en la opacidad y sin ninguna intención de acordar medidas de control de armamento.
Naturalmente, la configuración de bloques enfrentados ni es deseable ni todos los implicados la desean. Si EE UU busca un cierre de filas para contener el problemático auge chino, muchos europeos desean perfilar una posición propia. Es razonable el intento de labrar un perfil independiente —no equidistante—, pero la dinámica de los hechos globales parece conducir de forma casi irresistible a los bloques enfrentados. Ambos, por supuesto, tratan de cosechar apoyos entre los no alineados.
Sobre este escenario sobrevuela la gran incógnita de las elecciones presidenciales de EE UU en noviembre. Una victoria de Trump sería un tremendo agitador, y la cumbre de la OTAN parece en cierta medida un intento de construir algún elemento de estabilización. Es muy dudoso que un Trump de nuevo presidente optara por una abrupta retirada de EE UU de la OTAN. Pero es probable que tomara decisiones que pueden eviscerarla desde dentro y, sobre todo, mermar la posición de Ucrania, cortando el flujo de ayuda, empujando para una solución pactada a la guerra que con toda probabilidad incluiría una promesa a Putin de no seguir ampliando la OTAN y una exigencia a Kiev de que entregue territorio. Sería un desastre.
Otras piedras en el zapato
Trump no es la única piedra en el zapato. Hay otras, desde Viktor Orbán, a Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, que si en algún momento lograran el poder en Francia serían un serio problema para la OTAN. Cabe recordar que la primera quiere retirar a Francia del comando integrado de la Alianza, y el segundo seguía declarando en marzo de 2022 —cuando Rusia ya había invadido Ucrania— que la OTAN es “una organización inútil que crea tensiones” y que si alcanzaba el poder se comprometía a “hacer de Francia un país no alineado”. Cabe creer que esto es lo que piensa Mélenchon, al margen de maniobras tácticas, cambios retóricos oportunistas.
Con este panorama de incertidumbres, la cumbre de la OTAN ha intentado asegurar el camino futuro de Ucrania, al menos durante un trecho. Los aliados garantizan otros 40.000 millones de dólares de apoyo a Kiev para el próximo año, que se suman a los alrededor de 50.000 pactados en el G-7 con un esquema que utilizará los intereses de los fondos congelados a Rusia. Hay otras medidas, como el establecimiento de un papel coordinador de la OTAN en entregas de material militar y entrenamiento y de un centro de análisis sobre la guerra. Mientras, fluyen los suministros, llegan a Ucrania los primeros F-16, se refuerzan las defensas antiaéreas. Todo esto gana tiempo y permitiría a Kiev resistir en la primera parte de un 2025 bajo la égida de Trump. No es despreciable, pero es insuficiente. Europa no está preparada, ni lo estará en breve, para sostener a Kiev con eficacia por su cuenta, ni para tener capacidades de defensa propias realmente disuasorias.
Más allá de las capacidades, hay motivos para dudar de la persistencia de las voluntades. En la reunión anual del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, que se celebró en Madrid a principios de julio, el alto representante de Política Exterior y Seguridad saliente, Josep Borrell, dijo: “¿Serían los europeos capaces de seguir sosteniendo a Ucrania si EE UU no lo hace? Sin duda difícil, pero no imposible. ¿Pero hay la voluntad política? Tengo algunas dudas”.
La guerra de Ucrania es la punta de lanza del intento de redefinir el orden mundial. No hay duda ninguna de que hay motivos legítimos para buscar una redefinición del orden en múltiples aspectos. No hay duda de que EE UU, el país hegemónico en ese orden, ha cometido atropellos criminales en las últimas décadas, como la invasión de Irak o el papel activo en golpes de Estado. Tampoco la hay sobre episodios de dobles raseros de Occidente. Pero nada de ello reduce en un solo milímetro la bestialidad imperialista que Rusia comete en Ucrania, primer caso en mucho tiempo en el que una potencia mundial busca anexionar territorio de otro país, pisoteando toda clase de derechos y el fundamento más básico de un orden mundial pacífico: los principios de respeto de la soberanía y de la integridad territorial. Nada de ello reduce un ápice la inquietud que produce el ascenso de regímenes que pisotean sin escrúpulo los derechos individuales más básicos y universales. En ese marco, los demócratas no pueden permanecer ni inertes ni equidistantes.
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