Francia vota inquieta y expectante en unas elecciones que cambian el país
Recorrido desde el pueblo de De Gaulle a la Francia vacía, pasando por las ‘banlieues’ y el espejo electoral del país
Francia es estos días un país inquieto y sumido en el desconcierto. Los franceses viven con una mezcla de ansiedad, resignación y curiosidad el salto a lo desconocido que supondría la llegada de la extrema derecha al poder.
El Reagrupamiento Nacional de Marine Le Pen parte como favorito en las elecciones legislativas que se celebran este domingo y el próximo. En la autodenominada patria de los derechos humanos y la Ilustración, las viejas certezas se tambalean, y nadie está seguro de lo que vendrá.
Es como si la fruta que llevaba tiempo madurando —el malestar y el pesimismo; la fractura ente los de arriba y los de abajo, la ciudad y el campo; unos gobernantes con antenas averiadas para captar las corrientes de fondo de la sociedad— estuviese a punto de caer.
“Veo a Francia desfigurada: ya no se la reconoce”, decía esta semana un jubilado que jugaba a la petanca en las afueras de un pueblo en el Macizo Central, la Francia vacía que queda lejos de todo y, sin embargo, sigue electrizada, como el resto del país, estas elecciones. “Yo la veo perturbada, sin puntos de referencia”, apuntaba un antiguo jugador de rugby en Châteaudun, un municipio de 13.000 habitantes al suroeste de París cuyo voto suele reflejar el del resto del país.
Un restaurador en Colombey-les-Deux-Églises, el pueblo donde se retiraba Charles de Gaulle y donde está enterrado, alerta: “Me preocupa que el país se rompa la crisma. Hay un vacío. No sabemos adónde vamos.”
Durante un viaje en coche de cinco días por Francia, desde Colombey-les-Deux-Églises a Châteaudun, EL PAÍS ha recorrido ciudades y valles, pueblos y ciudades, y ha recogido testimonios de franceses de izquierdas y derechas, y de otros reticentes a mostrar sus preferencias. Domina la inquietud.
Para unos, es la inquietud por ver a la extrema derecha conquistar una mayoría absoluta en la Asamblea Nacional, o suficientemente sólida como para formar Gobierno y nombrar a un primer ministro. Para otros inquietud por los posibles disturbios en los extrarradios empobrecidos donde viven los hijos y nietos de la inmigración, y por la respuesta policial. Palabras como “guerra civil” —el presidente Emmanuel Macron la mencionó esta semana— no son tabú.
Pero los entrevistados también coinciden en otra convicción: la confianza en la democracia y el Estado de derecho. “Tenemos instituciones suficientemente sólidas en Francia como para no tener miedo”, dijo una política y activista de izquierdas en Lyon. Los problemas —la marginación, el atasco del ascensor social, el desprecio— son bien reales en este país que, como explicó un sacerdote en la misma ciudad, “hoy carece de un fundamento común”. Es decir, de algo que vincule a los franceses de territorios, clases, religiones, orígenes distintos.
Y, sin embargo, el encuentro con los franceses y con la Francia alejada de París sigue dejando la impresión de que el escritor conservador Sylvain Tesson tenía algo de razón cuando afirmó que “Francia es un paraíso poblado por gente que cree vivir en el infierno”.
Colombey-les-Deux-Églises
Al acercarse por carretera a Colombey-les-Deux-Églises, aparece sobre una colina una cruz de Lorena, símbolo de la Resistencia. Detrás de la colina, se esconde el pueblo donde se retiró largas temporadas y donde está enterrado en un pequeño cementerio el general De Gaulle. El hombre que dijo no a la ocupación alemana. El liberador de Francia. El fundador de la actual V República. El que todo lo impregna en la vida política francesa.
A 260 kilómetros al este de París, este es el punto de partida del viaje por la Francia en vísperas electorales. Gérard Natali, uno de los 12 jóvenes del pueblo que el 9 de noviembre de 1970 llevó a sus hombros el ataúd del general, explica mejor que nadie el porqué: “Es un lugar mágico”.
Natali, que tiene 74 años, regenta La Montagne, el mejor restaurante de Colombey, por donde ha desfilado media historia contemporánea de Europa: Helmut Kohl, Jacques Chirac, Angela Merkel... Esto ha sido durante décadas la capital espiritual del gaullismo, este movimiento tan amplio que abarcaba a casi toda Francia y cuyo enemigo declarado era la extrema derecha. El Frente Nacional, antecesor del Reagrupamiento Nacional, lo fundaron el padre de Marine Le Pen y un puñado de excolaboracionistas y veteranos de la guerra de Argelia que tenían en común el odio a De Gaulle.
Paradoja: en las elecciones europeas, los de Le Pen triunfaron aquí: un 53% de votos. El resultado fue una conmoción para muchos, como el hombre que llevó el ataúd del general: “Una catástrofe”.
Todo el mundo tiene alguna anécdota sobre De Gaulle en este pueblo de 700 habitantes. Guy Godinho, un jubilado de 64 años recuerda que él participó como obrero en las obras para elevar en la colina la cruz de 43,50 metros (menos de un tercio de la del Valle de Cuelgamuros).
“Me lo llega a pedir Macron, y yo hubiese dicho que no”, bromea de pie en la calle donde vivía el general. Y lanza una idea que, a lo largo del viaje, volverá a escucharse: “En Francia no se ayuda a quienes trabajan y a quienes no trabajan se les ayuda. Y por eso tenemos una inmigración enorme, y los que trabajan están hartos, porque estos tienen que cotizar para alimentar y alojar a los que no hacen nada. Y llega un momento en que ya vale: stop”.
Cuando se le pregunta a quién votará, responde: “Hace 15 años que no voto.”
Lyon
Son las grandes ciudades los bastiones que a Le Pen más cuesta conquistar, y en las banlieues, los extrarradios multiculturales, es donde la inquietud se nota más. “Hay un riesgo de caos”, dice el sacerdote Christian Delorme, veterano de las luchas por los derechos de los hijos e hijas de la inmigración. “Si el Reagrupamiento Nacional tuviese una mayoría, aunque yo pienso que no sucederá, habrá violencia. En las banlieues hay personas que están preparadas para moverse. Y entraremos en un ciclo de violencia en la banlieue y represión policial. Podemos ver cosas muy graves.”
“Ahora se trata de salvar el barco que es Francia, ¡y nosotros somos franceses!”, proclama, en un café al aire libre en el centro de la ciudad, la antigua eurodiputada e histórica del movimiento ciudadano en Lyon Djida Tazdaït. “Los verdaderos nacionales somos nosotros, no el RN”, completa esta mujer nacida en 1957 en la Argelia todavía francesa. “Somos nosotros el cemento de Francia, y sin cemento no hay República ni nación; nuestros padres y abuelos construyeron los trenes de alta velocidad, los barrios, los transportes”.
En un sexto piso de un bloque en la banlieue de Les Minguettes, Mourad Benchellali sirve un té a la menta y repite la frase más habitual en este viaje: “La gente está inquieta”. Hace un esfuerzo por ponerse en la piel de los demás: “Se dice que Francia se ha vuelto racista, pero no es tan sencillo. La adhesión al Frente Nacional dice algo de la sociedad. Los atentados terroristas han tenido un efecto duradero. La población no se sentía segura. La amenaza venía del interior también. Creo que los franceses tienen miedo”.
Benchellali no es cualquier persona en Les Minguettes. Su itinerario es excepcional y ha inspirado incluso un cómic. Se encontraba en Afganistán en el 11-S, pasó dos años y medio en Guantánamo y ahora da charlas en las escuelas contra la radicalización. “La radicalización”, dice, “pasa por una visión muy maniqueísta: los musulmanes de un lado, los no musulmanes de otro. Y hoy, si gana el Frente Nacional puede que los jóvenes musulmanes franceses sientan que se confirma su idea de que, al ser de origen magrebí, no son franceses.”
Laprugne
Desde Lyon, y en dirección al oeste, el paisaje se vuelve en seguida montañoso y boscoso. Un ganadero lleva sus vacas por la carretera que se enfila por la colina. ¿Francia? “Va como puede”, responde, y enigmático, añade: “Puede ir peor en tres días”.
Esta es la región conocida como los Bosques Negros, donde tras la II Guerra Mundial se extrajo uranio para las centrales nucleares. En los años sesenta, se vivió aquí una fiebre del oro. Venían a trabajar a la mina personas de todo el país y del sur de Europa. “Teníamos muchos Sánchez”, dice Bernard Paput en la cooperativa donde venden productos de alimentación del pequeño municipio de Laprugne. Desde el interior de este colmado, Isabelle Roux, que creció aquí, señala al exterior: “Mire, ahí había un médico, ahí una farmacia, ahí un bar, aquí un carnicero y una tienda de ropa. Otra bar allá, un comercio de electrodomésticos...”
En las afueras del pueblo se construyeron en aquellos años dos feos bloques de edificios para los trabajadores, como naves espaciales aterrizadas desde el extrarradio de Lyon o París. Hoy están abandonados, como ruinas de otra era. Y en Laprugne, que llegó a tener 1.800 habitanres, le quedan ahora unos 300, y un bar, la oficina de correos y el colmado de la cooperativa.
Al llegar los periodistas extranjeros, se forma una pequeña tertulia: “Mi voto es republicano: extremos, no”, dice Paput, y añade que en estos pueblos gana Le Pen: “Pienso que la gente se siente abandonada”, aunque añade: “Lo tenemos todo para ser felices. Pero nunca estamos contentos en Francia...” Interviene la veinteañera Louise Smagghe, que ha venido desde Grenoble para visitar a sus abuelos: “Si gana el RN, será espantoso”.
En dirección a la autopista que cruza el Macizo Central, parada en Champoly, 320 habitantes y un grupo de amigos que juega a la petanca y visiblemente no está de acuerdo sobre el RN. Alguno deja clara su opinión sobre este partido: “Yo, no”. Ninguno dice que vaya a votarlo pero uno explica que, si tiene tanto apoyo en esta zona, “es para que las cosas cambien.” El más locuaz del grupo afirma: “Aquí estamos un poco invadidos.”
—¿Por quién?
—Por los españoles... No, es broma... Somos muy acogedores... Quizá un poco demasiado.
Naillat
Hay que cruzar todo el Macizo Central y perderse de nuevo por carreteras rurales hasta Naillat, donde, estirado inmóvil en una camilla instalada en el salón de la planta baja en la calle principal, con múltiples achaques pero declaradamente “feliz”, espera Pierre Michon, uno de los más grandes escritores franceses vivos, el autor de Vidas minúsculas, donde retrataba como un miniaturista las pequeñas existencias de esta Francia aislada y olvidada donde él creció y donde todavía vive.
Michon habla de Macron, a quien considera su amigo y con quien conversa sobre literatura, y de la decisión de disolver la Asamblea Nacional: “Nadie se lo esperaba. Quizá fue un arrebato de cólera. No lo sé”. Sobre la posible victoria del RN, afirma: “No me inquieta que hagan un golpe de Estado, esto me parece imposible con las instituciones republicanas, pero sí que opongan a las comunidades.” Dice que entre los votantes de este partido, “están evidentemente todos los viejos amargados”, pero también “muchos jóvenes que creen que ellos levantarán Francia”.
“Como si Francia existiese”, comenta. “Francia no existe: es Europa, es un trozo de Europa”.
Châteaudun
Destino final: Châteaudun, espejo electoral de Francia. Este viernes de vísperas electorales la ciudad está ocupada por otro asunto: la feria medieval. Unos vecinos conducen a los periodistas al pie de una casa junto al castillo medieval y en la ventana se asoma Philipppe, químico jubilado al que presentan como un fino conocedor de los entresijos políticos locales.
“Francia será ingobernable”, vaticina. Sobre el joven Jordan Bardella, el candidato de Le Pen para ser primer ministro si el RN obtiene la mayoría absoluta, declara desde la ventana: “No se hace un gobierno así como así, de la noche al día, sin experiencia.” ¿Su preferencia? “Yo he votado al Frente Nacional, pero el del padre. Los de ahora son los moderados.” En Châteaudun cree que ganará el candidato de Macron, por poco.
Atardecer en Châteaudun. Unos amigos contemplan la puesta de sol sobre la llanura. Son dos parejas: Cédric y Kathleen; y Félix y Louis. Félix, que es ingeniero, votará “cualquier cosa menos el RN”. Louis no votará ni a la izquierda, por motivos económicos, ni al RN, porque considera que amenaza los derechos de las mujeres. Kathleen, que trabaja en el sector sanitario, no lo sabe aún. Y Cédric, que es comercial, cree que la prioridad debería ser el control de la deuda, y explica que, aunque no esté de acuerdo en todo con este partido, votará al RN.
“Voté a Macron y no funcionó. La izquierda no funcionó. La derecha está destruida”, argumenta Cédric, y se pregunta: “¿Qué hago?” “Antes”, apunta su amigo Félix, “alguien que votaba FN lo escondía. La palabra se libera”.
Lo que ha cambiado estos años, los de Macron en el poder, se resume en esta escena. Unos amigos. Un diálogo civilizado y respetuoso. Un voto para el RN que ha salido de sus guetos históricos y que no es solo el de la cólera ni solo el de la adhesión ciega a un programa y una líder. Unas opiniones que se han convertido en moneda corriente en esta Francia a las puertas de un cambio. Qué cambio, nadie sabe exactamente cuál, ni en qué dirección.
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