Nada cambia con el final de Prigozhin
La caída del líder de Wagner no fortalece a Putin, sino que lo retrata como un animal cada vez más vulnerable y propenso a la violencia ante el temor a ser traicionado
No sabemos todavía cuál ha sido la causa de la caída del avión. Tampoco sabemos si Yevgueni Prigozhin está realmente entre los dirigentes fallecidos del grupo mercenario Wagner (solo hay información de fuentes rusas). Pero lo que sí podemos dar ya por hecho es que, aunque su desaparición se confirme finalmente, hay algunas realidades rusas que no van a cambiar en nada sustancial.
Así ocurre, en primer lugar, con la realidad de una privatización de la seguridad que, como también enseñan estadounidenses y británicos, se ha normalizado irreversiblemente. Hace años que Vladímir Putin lleva recurriendo a grupos privados armados, a los que encarga tareas que van desde la desinformación y la propaganda hasta acciones de combate, abarcando todo el espectro de lo que comúnmente se considera “guerra sucia”, sin olvidar el control y represión de críticos y disidentes de todo tipo.
Wagner solo es la más conocida de la treintena de milicias privadas —de las que 11 están muy activas en el escenario bélico de Ucrania— que se mueven hoy a la sombra del Estado, aunque formalmente estén prohibidas por el artículo 359 del Código Penal ruso. Es obvio que Putin ha necesitado a Wagner en muchos escenarios —desde Siria a Libia, la República Centroafricana, Sahel y, por supuesto, Ucrania— y que Prigozhin ha sido su interlocutor privilegiado durante estos años.
Pero en la medida en que el antiguo cocinero del Kremlin ha llegado al punto en el que creaba más problemas de los que resolvía, su suerte ya estaba echada. En otras palabras, Putin necesita a los Wagner de turno, tanto en África como en otros lugares, pero no a Prigozhin. Por eso ahora es previsible que algunos miembros del grupo acepten integrarse en las filas del ejército, siguiendo la orden del Ministerio de Defensa para que todos los “voluntarios” acataran la subordinación a la cadena de mando militar antes del 1 de julio, mientras que otros acabarán engrosando las filas de algunos de los demás grupos privados existentes.
Puede ser alguno de nueva creación o, más probablemente, el grupo Patriot (muy próximo a Serguéi Shoigú, ministro de Defensa y rival bien visible de Prigozhin). También Redut (paraguas bajo el que se mueven varias milicias que han luchado en Ucrania), Fakel y Potok (del grupo empresarial Gazprom) o los “guerreros de TikTok” subordinados al líder checheno Ramzán Kadírov. O, incluso, la Hermandad Ortodoxa y la Cruz de San Andrés (ligada a la iglesia ortodoxa rusa). Putin, en definitiva, sigue precisando a los mercenarios y su preocupación actual será simplemente encontrar un sustituto más sumiso.
Tampoco cabe imaginar que algo vaya a cambiar en el desarrollo de la guerra en Ucrania. Es cierto que Wagner tuvo un claro protagonismo en la batalla de Bajmut, pero ya hace meses que transfirió el control de la ciudad y alrededores a las tropas regulares rusas. Desde entonces no está cumpliendo allí ninguna labor de combate, por lo que su desarticulación o reforma no va a influir en ningún sentido en lo que pueda hacer Moscú para neutralizar la contraofensiva ucrania iniciada a principios del pasado mes de junio.
Del mismo modo, cabe suponer que tampoco Putin va a modificar sus pautas de comportamiento. Tras 23 años de poder prácticamente absoluto —laminando cualquier oposición parlamentaria, la libertad de los medios de comunicación, la actividad de la sociedad civil organizada y, en esencia, cualquier voz discrepante—, no puede sorprender que haya decidido eliminar a quien se ha atrevido a poner en peligro su posición. La paradoja es que ese modus operandi no lo fortalece, sino que lo retrata como un animal cada vez más vulnerable y propenso a reacciones cada vez más violentas ante el temor de ser traicionado por alguno de los suyos con apetencias de poder.
Prigozhin, tanto muerto como vivo, ya es pasado. Putin parece que va en la misma dirección.
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