La imposible situación de Kosovo
El principal problema es cómo garantizar que la escasa población serbia que no se ha exiliado pueda vivir con seguridad y dignidad, algo que actualmente no ocurre.
En Kosovo empezó el drama de la antigua Yugoslavia. Las consecuencias de una duradera política equivocada, centralista y xenófoba de las autoridades de Belgrado respecto a esta provincia del sur, autoproclamada independiente desde 2008, vuelven a pasar factura. Lo ocurrido en los últimos días parece un guion muy simple: el presidente serbio, Aleksandar Vucic, mandó traer en autocares desde Kosovo a supuestos militantes para el mitin con el que intentaba contrarrestar las protestas que desde hace semanas recorrían Belgrado. ¿Por qué desde Kosovo? Porque la población serbia de allí es especialmente vulnerable. Muchos serbios de Kosovo confían aún en que el poder oficial vele por ellos.
En Belgrado, las masivas protestas ciudadanas en realidad pedían acabar con la “era Vucic”. Después de que un alumno en un colegio céntrico matara con la pistola de su padre a nueve compañeros de clase, la ciudadanía se ha levantado para pedir una Serbia libre de armas, de corrupción y de nacionalismo enfermizo. Así, el presidente serbio, para mostrar que el pueblo lo quiere, no podía contar con la población de la capital y sus alrededores. Por ello no le importo utilizar una vez más a los compatriotas de Kosovo como conejillos de indias. Y mientras los traía para ser idolatrado en Belgrado, un grupo de independentistas albanokosovares aprovecharon para alzar su bandera en los escasos Ayuntamientos del norte de Kosovo que aún quedaban en manos serbias. Este escenario inicial se vuelve más delicado y peligroso a cada día, y cada hora, que pasa. En esta zona, no solo es difícil lidiar con la historia. Lo complicado es incluso explicarla.
El separatismo albanokosovar, nacido y crecido como respuesta a sentirse durante décadas como ciudadanos de segunda en la antigua provincia serbia, se presentaba como una amenaza incluso en los tiempos socialistas. Entonces, solo el adjetivo “yugoslavo” era políticamente correcto. Cuando era adolescente, recuerdo que en los viajes de fin de curso de la escuela primaria, donde tocaba recorrer año tras año cada una de las capitales de las entonces repúblicas yugoslavas bajo el lema “Conoce a tu patria para amarla más”, el único lugar donde no nos dejaron salir del autocar fue Prístina.
Por la noche, delante del albergue cercano al monasterio cristiano ortodoxo de Pec, construido durante el periodo de la “gran” Serbia medieval, se escucharon tambores. Ninguno de los profesores se atrevió a decirnos que podría tratarse de una protesta albanokosovar por la llegada de unos niños de Belgrado, la capital de Serbia y entonces de toda Yugoslavia. En aquella lejana década de 1970, el recelo entre albaneses y serbios de Kosovo era evidente. Esa zona ya era un polvorín. Aunque Tito ideara con la Constitución de 1974 otorgar amplios derechos a los albanokosovares, el odio ancestral de su población oprimida había atravesado largas generaciones. Los albaneses de Kosovo se sentían humillados ante los serbios eslavos, que siempre han reclamado Kosovo como la cuna de su cultura.
Slobodan Milosevic aprovechó el drama de Kosovo para ascender al poder con su mítica frase: “No dejaré que nadie agreda a los serbios [de Kosovo]”. Lo primero que hizo fue abolir la autonomía con la que la población albanokosovar empezó a dirigir sus instituciones locales, paralelamente a las serbias. Y los albaneses de Kosovo, que demográficamente crecían, volvieron a sentirse humillados y a odiar. ¿No era de esperar? Por otro lado, los serbios que se quedaron en Kosovo tenían cada vez más motivos para marcharse: odio vecinal, guerra, falta de recursos.
La frágil economía kosovar prácticamente desapareció con el fin de la Federación Yugoslava, que destinaba una parte considerable de sus presupuestos al desarrollo de esta provincia del sur. Esto hizo proliferar las mafias y el tráfico ilegal de todo tipo. Y otra vez el precio más caro lo pagó la población local, albanesa o serbia. El balance demográfico ha ido cambiando en las últimas décadas: mientras los albaneses crecían, los serbios se reducían. Actualmente, no alcanzan ni un 5% (en 1981 eran un 20%). Con Kosovo, el principal problema no es si está perdido definitivamente para Serbia o no, sino garantizar que la escasa población serbia que no se ha exiliado pueda vivir con seguridad y dignidad, cosa que actualmente no ocurre.
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