Polonia empieza a cobrar a los refugiados ucranios en albergues públicos
Los 8,5 euros diarios que el Gobierno cargará a quienes vivan en dependencias municipales generan polémica y confusión mientras algunas voces cuestionan ya la ayuda al colectivo
El centro deportivo y de ocio de Firlej es un modesto albergue municipal de 13 habitaciones con baño privado a orillas de un lago en el este de Polonia. A finales de febrero, cuando la primavera aún es una promesa etérea, la sucesión de chiringuitos cerrados imprime un carácter fantasmagórico a la playa desierta. Con todo, es fácil imaginar el confort y la paz que debieron encontrar en el hostal, repleto de vecinos dispuestos a ayudar, los refugiados que llegaron en estas mismas fechas de 2022, cuando la guerra acababa de estallar en su país. Un año después, ya no hay voluntarios y el número de ucranios en este alojamiento ha bajado de 40 a 23 —11 mujeres, 11 niños y un hombre mayor de 50—, que se preguntan angustiados si tendrán que empezar a pagar por su estancia; una polémica reforma legislativa aprobada recientemente por el Gobierno polaco estipula su abono a partir del 1 de marzo. Inna Lazarieva y su hija Margerita están nerviosas: “Nuestro plan b es volver a Ucrania, pero nos da miedo”.
Polonia da cobijo a aproximadamente 1,3 millones de refugiados ucranios, según datos del Ejecutivo. La acogida y la solidaridad polacas han sido “impresionantes”, según Kevin Allen, representante de ACNUR en el país. Los polacos y la comunidad de migrantes ucranios les abrieron las puertas de sus casas. Las autoridades locales y la sociedad civil se volcaron para proveer ayuda humanitaria inmediata y el Gobierno central, uno de los más beligerantes de la UE contra Rusia y de los más partidarios del apoyo incondicional a Kiev, puso en marcha mecanismos para regularizar a los recién llegados y darles acceso al sistema sanitario, a la educación, al mercado laboral, y a las mismas ayudas que disfrutan los ciudadanos polacos. “En mis más de 20 años en ACNUR, esta es la respuesta más increíble que he visto”, insiste Allen, tras visitar Firlej y de camino a Lublin, ciudad polaca de casi 350.000 habitantes y próxima a la parte occidental de Ucrania.
A grandes rasgos, el esfuerzo de acogida ha resultado exitoso: un año después, el 80% de los refugiados adultos están en el mercado de trabajo y la inmensa mayoría vive por su cuenta, según el Gobierno ultraconservador de Ley y Justicia (PiS). Unos 80.000 ucranios, sin embargo, se alojan todavía en los 3.615 albergues públicos con los que cuenta el país. “Uno de los grandes retos para este segundo año es que las personas que aún no son independientes se activen laboral y socialmente”, justifica en su despacho de Varsovia Pawel Szefernaker, secretario de Estado responsable de los refugiados ucranios. Ese es el objetivo, afirma, de la medida que desde esta semana exije el pago de 40 eslotis al día (8,5 euros al día, 255 al mes) cuando sobrepasen los 120 días de alojamiento, y hasta 60 eslotis a partir de 180 días, desde el 1 de mayo.
Este responsable político asegura apoyarse en opiniones de expertos al defender que “no es bueno que los migrantes reciban ayuda económica permanente del Gobierno. No es cuestión de dinero, sino de que a largo plazo estén activos. Pero muchas personas no van a tener que pagar [por las excepciones a la norma]. Según las evaluaciones que estamos llevando a cabo, la mitad ha entrado en el mercado de trabajo y van a pagar”. Uno de esos especialistas que menciona es Maciej Duszczyk, experto en migraciones de la Universidad de Varsovia, que desgrana otro motivo clave que explica esta polémica medida: “Hay un problema y es que cada vez hay más y más polacos que dicen que se les trata peor que a los ucranios. Los polacos no pueden pedir al Gobierno que los alojen en hoteles si se quedan sin casa”. Se trata, por tanto, de evitar que los ciudadanos más humildes tengan sensación de agravio respecto de los ucranios recién llegados.
El director del centro de acogida de Firlej, Damian Lewtak, es precisamente un ejemplo de quienes sostienen que a los ucranios se los trata mejor y reconoce que empieza a haber fatiga en la acogida, azuzada por la inflación y la crisis energética. “Es como cuando tienes invitados en casa: está bien unos días, pero al cabo de un mes, molestan”, ilustra. “La nueva norma calma un poco”, opina Lewtak. “Siempre aparece una sensación de fatiga en la sociedad tras una acogida como esta, pero las encuestas dicen que el 80% de los ciudadanos sigue apoyando la ayuda que se les brinda a los ucranios”, señala el secretario de Estado Szefernaker, que defiende: “Este tipo de opiniones también tiene derecho a emerger”.
Excepciones a la norma
Para evitar estigmatizar a un colectivo especialmente vulnerable, formado en un 90% por mujeres y niños, el texto de la reforma legislativa incluye muchas excepciones. No tendrán que pagar las personas mayores, los menores, las mujeres embarazadas, las que tengan más de tres hijos a cargo (o algún bebé menor de un año) y las personas con discapacidad. También se recoge que estarán exentas quienes se encuentren en una situación especial, pero no está claro quién entra en esa categoría. Las solicitudes las procesan los servicios sociales de los gobiernos locales, y expertos como el abogado Julian Hofman advierten de que “funcionarios distintos pueden tomar diferentes decisiones”.
En Firlej, solo dos mujeres han encontrado empleo, trabajando como limpiadoras en una localidad vecina, y son las que con seguridad tendrán que pagar. Las demás han solicitado quedar exentas del pago, mientras esperan ansiosas al verano, cuando los chiringuitos y las heladerías reabren y en el campo hacen falta manos. “La ley solo dice que mientras evalúa las peticiones, el funcionario debe tratarlas de forma humanitaria”, explica Hofman en la sala de juntas del Rule of Law Institute de Lublin, y lamenta que el texto no detalle si deben tener en cuenta que dispongan de casa en Ucrania o no; ahorros o nada guardado; trabajo u otras variables. “Hay nerviosismo. Nadie sabe nada, excepto que empieza el 1 de marzo”, apunta el abogado.
Inna Lazarieva, de 50 años, y su hija Margerita, de 19, esperan quedar exentas, pero hasta que se lo aclaren, viven con ese estrés añadido. La madre está enferma de cáncer y la hija estudia periodismo a distancia. No tienen ingresos ni empleo. En chándal y con zapatillas de estar por casa, explican que la vida en Firlej es aburrida, sin nada que hacer, pero la perspectiva de volver a la ciudad ucrania de Mikolaiv, de donde proceden, es claramente peor. El secretario de Estado insiste en que nadie se va a quedar sin techo, pero no aclara qué pasará con quienes tengan que pagar y no lo hagan. El experto en migraciones Duszczyk sugiere enviarles a sitios en peores condiciones.
Victoria Z., de 44 años, que pasó de una vida cómoda en Kiev con sus dos hijas en colegios privados a una habitación pequeña en el albergue donde vive en Varsovia, está molesta con la reforma y asegura que no disfrutan de ningún lujo. En un español perfecto, que domina igual que el inglés, recuerda que ellos no son migrantes, sino refugiados de guerra, y que están contribuyendo enormemente a la economía polaca. “Yo quiero trabajar, no estoy aquí buscando posibilidades de vivir gratis. Pero quiero un trabajo digno”, declara. Encontrar un empleo acorde a sus cualificaciones y el cuidado de los hijos, que no están en edad escolar, son algunos de los retos a los que se enfrentan muchas mujeres ucranias.
Salidas alternativas
Allen, de ACNUR, se muestra cauto sobre la nueva norma. “Tenemos que observar y ver cómo se desarrolla”, y añade: “Nos complace que el Gobierno haya introducido excepciones”. Krzysztof Zuk, alcalde de Lublin, donde hay “tres hoteles llenos con mujeres y niños” de Ucrania, afirma en un receso durante la inauguración del Baobab, un centro para la integración de los refugiados, que “la norma no es buena y no será eficaz”. Anna Dabrowska, presidenta de la ONG Homo Faber, responsable del flamante centro, también rechaza rotundamente la ley. “La mayoría de la gente en los albergues no puede salir por sí misma, necesitan ayuda. El esfuerzo tiene que ser sacarles”, dice. Dabrowska suma otro desafío a los anteriores: encontrar viviendas asequibles.
En Lublin, Stowarzyszenia Centrum Wolontariatu (asociación de centros de voluntariado) gestiona un programa de viviendas compartidas entre varias familias con precios accesibles. En opinión de Justyna Orlowska, coordinadora de la organización, “incluso un compromiso parcial activa a la gente, que empieza a buscar trabajo y a integrarse más rápido en la sociedad”. “Cuando la gente paga sus propias facturas, sienten que tienen control sobre sus vidas”, incide. “Pero se tiene que hacer a la velocidad adecuada”.
Nadie duda de que la vida en un centro colectivo a largo plazo es indeseable. La cuestión es cómo impulsar la emancipación sin penalizar a quienes huyen de la guerra. Irina Saranska, de 63 años, que vivió el asedio a Mariupol en un refugio con el batallón Azov, vive en el Dom Uchodzcy Lublin, uno de los cinco alojamientos que tiene la fundación Lena Grochowska en el país. En esta antigua clínica residen 100 personas, que, con amplias excepciones, desde el 1 de febrero se costean su comida y los productos de primera necesidad, pero tienen el techo asegurado y ayuda constante para aprender polaco y entrar en el mercado laboral. Las habitaciones están llenas de literas y acogen hasta 10 personas. En la cocina hay nueve neveras, tres vitrocerámicas, dos hornos, dos lavaplatos y, según Saranska, “mucha paciencia y flexibilidad para evitar conflictos”. “Somos una gran familia”, asegura sonriente.
En el centro público de Firlej, rodeado de árboles pelados sin un atisbo de verdor, las Lazarieva tienen el ánimo bajo. Se quedaron en esta aldea de casas de madera para estar cerca de la frontera. Mientras esperan nerviosas a que les digan si deben pagar, la hija reflexiona, con aire triste: “La ley quizás se ha reformado por el cambio en la sociedad”, en referencia a las crecientes resistencias que observa entre los polacos a la acogida sin límites a los ucranios.
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