Huir del horror de Bajmut: un tren medicalizado traslada a heridos y enfermos fuera de la ciudad
Yuri Chucha sufre cáncer y Valentina Berezhnaya, heridas de un ataque a la localidad asediada en el este de Ucrania, de la que ambos se alejan en vagones gestionados por Médicos Sin Fronteras
La guerra impulsa espirales de dolor que se hacen interminables. Un dolor que viaja en un tren que jalona las vías de Ucrania con pasajeros en camilla que ponen rostro a la tragedia bélica. Estos días, la treintena de esas plazas las cubren vecinos que huyen del asedio ruso sobre Bajmut, como Yuri Chucha, de 52 años, que se aleja de la ciudad asediada en este tren hospital que evacúa a heridos y enfermos de los frentes este y sur de Ucrania hacia una zona segura.
El 22 de marzo del año pasado, en los primeros compases de la invasión rusa a gran escala de Ucrania, Yuri y su mujer, Ana, de 48 años, perdieron el contacto con su único hijo. Alexei, de 27, que combatía a las tropas del Kremlin en Mariupol. Tras la batalla más cruenta del conflicto, esa ciudad, a orillas del mar de Azov, cayó en manos rusas.
Compungida, pero sin descomponerse, Ana cuenta a bordo del tren que lo único que han recibido desde entonces es un frío mensaje en el teléfono móvil en el que alguien les da el pésame de manera anónima. No hay rastro del cuerpo de Alexei. Ella acaricia la mano de su marido mientras, con paciencia, trata de que ingiera algo. Entre cucharada y cucharada, sin prisa alguna, Yuri gira el rostro y pierde la vista por la improvisada pantalla que supone el ventanal del vagón. El hombre yace sobre una de las camillas ancladas al suelo en el tren. A la pesadilla de los sangrientos combates en el distrito de Bajmut, donde vivía esta familia, y al drama de no poder ni enterrar a su hijo, se une ahora el cáncer de estómago que le han detectado a Yuri.
El primer tren medicalizado del mundo que opera en zona de guerra lo gestiona Médicos Sin Fronteras (MSF) y se puso en marcha el 28 de marzo del año pasado. En este tiempo, han sido trasladados casi 2.800 pacientes ―algunos junto a sus mascotas― procedentes de las zonas más castigadas por la invasión rusa. Una operación de urgencias de peritonitis el pasado 9 de febrero fue la que sirvió para que los médicos detectaran que eso no era lo más grave que sufre Yuri, que encoge los hombros al ser preguntado adónde lo llevan. Es su mujer la que responde que les bajarán en la estación de Jemelnitski, al oeste de Kiev, donde Yuri será ingresado en la unidad de oncología del hospital de esa ciudad.
En otro de los vagones, Valentina Berezhnaya, de 75 años, enjuga sus penas respondiendo largo y tendido al reportero. Siente cierta vergüenza de que vayan a leer su testimonio en un periódico español, pero su locuacidad queda por encima de ese pudor. Se tapa la cara al principio, pero, finalmente, también acepta ser fotografiada. Se cumplía un año de invasión rusa a gran escala cuando, el pasado 24 de febrero, un nuevo ataque estremeció Bajmut. Valentina hacía vida en la casita que muchos ucranios tienen en el jardín y que llaman la cocina de verano. Su vivienda, construida por sus padres, ya había sido destruida el pasado 24 de septiembre. Y con ella, su marido, Vasili, también de 75 años, que murió por una metralla que, en principio, ella pensó que no le había hecho mucho daño. Se equivocaba. “Murió delante de mí, muy rápido”, relata. “No pude ni ir al entierro, que se celebró en medio de bombardeos. No sé dónde está su tumba”, añade.
Pese a todo, pese a estar incomunicada, pese a no tener ni agua, ni luz, ni calefacción, la mujer se resistía a irse. “¿Por qué tengo que irme de mi casa, de mi tierra, de donde crecí…?”, defiende. El pasado 24 de febrero Berezhnaya salvó la vida de milagro. Los escombros le rompieron la cadera izquierda y le dejaron muy maltrecha la pierna. “Me arrastré durante más de 100 metros hasta casa de unos vecinos y de allí me sacaron al día siguiente unos soldados muy amables”, relata. La gata, Venia, escapó, pero el perro, Dick, cree que se quedó allí enterrado.
La evacuación de la ciudad fue de película. Un dron ruso sobrevolaba sobre sus cabezas y cambiaron de vehículo hasta cinco veces antes de llegar al hospital de Ruskivka. “Bajmut es una película de miedo”, señala Berezhnaya de esa localidad de la región oriental de Donetsk asediada desde hace meses por las tropas invasoras y donde apenas quedan 4.000 de sus 70.000 habitantes. “No me creo que esto nos esté pasando. Pido humanidad, que no nos sigan matando”, implora mientras gesticula con las manos desde la camilla en medio del traqueteo del tren que la lleva hacia Jemelnitski, como a Yuri, aunque se queja de que ella allí no conoce a nadie.
“Nadie está preparado para esto, por eso nos llega tanta gente sin esperanza y sin fe”, argumenta el doctor Boris Potapov, de 36 años, que hasta el año pasado trabajaba como asistente en la implantación de prótesis y ahora viaja en el tren de MSF. Al frente del equipo de una quincena de personas se encuentra Albina Zharkova, de 36 años, que hasta que comenzó la invasión rusa a gran escala daba clases en la Facultad de Medicina de la Universidad de Sumi. A bordo desde el primer día, no descarta dejar atrás de forma definitiva las aulas y quedarse en el sector humanitario. “Si no fuera porque todo esto ocurre en mi país, diría que estoy feliz”, comenta sentada en la litera de uno de los compartimentos. Todo, a pesar de que hay momentos en los que le ha tocado sufrir, como cuando llegaron a la estación de Kramatorsk el 9 de abril pasado, día de su cumpleaños, pocas horas después de que un ataque ruso matara a 59 personas de los cientos que esperaban a ser evacuadas.
En la primera expedición de esta semana, el tren de MSF ha vivido un relevo entre los que integran su personal sanitario. La enfermera australiana Holli Houttin, de 26 años, ha dejado su lugar a su colega sueco Fredrik Ström, de 50. Ella se despide, tras tres meses, de su primera misión con esta organización humanitaria. No sabe cuántos viajes más efectuará el tren, pero sospecha que la salud mental de los ucranios tardará más en recuperarse que las heridas físicas. Ström, por su parte, ya sabe lo que es trabajar para ellos en varias misiones en el continente africano. Houttin regresa a su ciudad, Victoria, con el recuerdo de los refugiados que vio llegar al tren con lo único que habían salvado: “su vida y unas cuantas cosas metidas en una bolsa negra de basura”.
El convoy, de ocho vagones y una locomotora y perteneciente a la compañía nacional de ferrocarriles de Ucrania (Ukrzaliznytsia), ha sido totalmente rehabilitado. Dispone de un coche con un enorme generador de electricidad, otro para producir oxígeno, cuatro con camas ―incluido un vagón como Unidad de Cuidados Intensivos (UCI)―, otro para acompañantes y uno más para el personal. MSF gestiona el que está considerado el primer tren medicalizado de la historia en una zona de guerra y trabaja de la mano del Ministerio de Sanidad ucranio. Su base se halla en Lviv, la gran ciudad del oeste, cerca de Polonia, desde donde antes de la gran invasión rusa ya operaba el ferroviario Ivan Nakvatskyi, jefe del convoy.
Este hombre, de 53 años, llegó a Ukrzaliznytsia en 1991, un año antes de que Ucrania se desmembrara de la URSS. Asistir a la evacuación de Jersón en medio de los ataques rusos, en noviembre pasado, aunque estuviera acompañando a los sanitarios, supuso para él un reto. Mientras ve desfilar el paisaje por la ventanilla, reconoce que estos meses le han servido para ganar en paciencia, mantener más la calma y escuchar a los viajeros sin estresarles en medio de “situaciones muy complicadas”. Tanto él como Albina Zharkova agradecen la posibilidad de ser atendidos a nivel psicológico de manera permanente. Pese al caos de los viajes que realizaba al convulso este del país las primeras semanas de invasión, Nakvatskyi nunca ha pensado en dejar su trabajo. Minutos después de atender al reportero, desciende elegante al andén luciendo galones en su uniforme con gorro a juego.
Tras más de 20 horas de viaje, la entrada del tren este martes a la estación de Pokrovsk (en la provincia de Donetsk) coincide con el sonido de las alarmas. Pokrovsk es la parada más cercana a Bajmut a la que aún puede llegar el tren (hay unos 70 kilómetros de distancia entre ambas localidades). Retumban varias explosiones por el lanzamiento de misiles desde el lado ruso y la activación de la defensa aérea local. El novato Fredrik Ström observa con detalle la operación mediante plataformas para elevar camillas y sillas de ruedas con pacientes a los vagones. Otro grupo de heridos se une a la evacuación en Dnipró, con el convoy ya retrocediendo hacia el oeste de Ucrania. El enfermero sueco se parte de la risa cuando, entre bromas, le dicen que con esos zambombazos le están rindiendo honores en su primera visita a Pokrovsk. Nada altera, sin embargo, el normal desarrollo de la evacuación número 93 del tren hospital de Ucrania.
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