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La errante vida de ultratumba del general confederado A. P. Hill

La retirada del último monumento sudista de Richmond (Virginia) agita de nuevo la trinchera de las guerras culturales en EE UU

María Antonia Sánchez-Vallejo
Workers search for the remains of General A. P. Hill at the site where his statue was removed in Richmond (Virginia).
Operarios buscan los restos del general A. P. Hill en el emplazamiento de su estatua, este martes en Richmond (Virginia).Eva Russo (AP)

Desde el conflicto iconoclasta del Imperio bizantino, cuando los partidarios de León III la emprendieron a martillazos con los iconos -iconoclasia significa en griego “rotura de imágenes”-, no se veía tamaño afán demoledor en el mundo hasta que, hace dos años, al hilo de la teoría crítica de la raza y sobre todo de las protestas contra la brutalidad policial, EE UU empezó a deshacerse de las estatuas de la Confederación, el régimen racista del sur durante la guerra de Secesión (1861-1865). La capital confederada, Richmond (Estado de Virginia), ha retirado esta semana la del general A. P. Hill, última huella de la Confederación en la ciudad y protagonista a su pesar de una azarosa existencia. Los restos del militar sudista yacían bajo el monumento, de ahí que la labor de remoción fuera especialmente ardua; por tercera vez desde su muerte, en los últimos días de la guerra civil, recibirán de nuevo sepultura. Un spin off de la historia que suena a filón para los novelistas del género.

El desalojo del Hill de bronce pone punto final a dos años de esfuerzos para borrar las huellas de la Confederación de la que fuera su capital. Las autoridades locales y del Estado se resistían a retirar toda la iconografía confederada, por la presión de parte de la población y con el argumento, a menudo torticero, de que la historia no se puede borrar por mucho que se supriman sus huellas físicas. Pero el vendaval woke, con su doctrina de la cancelación -la condena al ostracismo social-, animó a vencer las últimas reticencias. La guerra cultural, ese frente abierto entre las dos mitades de un país cada vez más polarizado, se recrudeció este martes entre quienes asistieron al derribo: unos lucían símbolos confederados y otros defendían la condena de la estatua. Partidarios y detractores se encararon hasta llegar a las manos, obligando a la policía a intervenir. “¿Qué representa esta estatua para ti? Porque para mi gente representa un montón de odio, brutalidad y dolor”, espetó el afroamericano Devin Curtis a uno de los confederados, en un rifirrafe transmitido por la cadena televisiva NBC12.

La tensión no decayó y el cruce donde se alzaba la estatua seguía cerrado al tráfico dos días después. Lejos de la anécdota en sí, y del destino errabundo de los restos, la noticia corrobora que el racismo estructural es uno de los temas más sensibles que erizan la opinión pública estadounidense, sobre todo cuando parte de la misma vocifera consignas supremacistas. La herida supura especialmente en Richmond, como demostró el episodio del martes. Pero mientras que la mayoría de los monumentos confederados propiedad de la ciudad fueron derribados en el verano de 2020 a raíz de las amplias protestas por la brutalidad policial -desatadas por el asesinato de George Floyd en Minneapolis-, la retirada de la de Hill se retrasó porque sus despojos estaban enterrados bajo la estatua. Una funeraria local asumió la tutela de los mismos hasta volver a enterrarlos en un cementerio de Culpeper, su tercera inhumación desde 1891.

“Yo diría que éste es el último día de la Causa Perdida”, dijo sobre la mitología negacionista de la esclavitud el alcalde, Levar Stoney. “No puedo decir que esto me emocione, porque ya he visto caer muchas otras [estatuas], pero estoy contento de que Richmond pueda pasar completamente página”. Su propósito puede verse sin embargo empañado por la demanda por la titularidad de la estatua presentada por la familia Hill, en fase de apelación. El Ayuntamiento quiere enviar el monumento a un museo local, donde reposan otras estatuas arrancadas, entre ellas la del general Robert Lee, mientras que los parientes aspiran a reubicarla en el camposanto donde su ancestro recibirá sepultura, supuestamente la definitiva, alegando que durante más de un siglo la efigie ha sido su lápida. Hasta que se resuelva el caso, la estatua cogerá polvo en un almacén.

Más allá del caso concreto y de la errante vida de ultratumba de Hill, la polémica sobre la última estatua confederada es también una demostración del continuado intento de reescribir la historia, que también atiza, y mucho, la polarización. La revisión historiográfica no es nueva, ya que nació en las postrimerías de la Secesión. Muchas estatuas confederadas de Virginia se erigieron décadas después de la guerra civil, durante la época de Jim Crow, que estableció un racismo institucional, legal, como remache de la marginación cotidiana, cuando los Estados impusieron nuevas leyes de segregación, y durante el movimiento de la Causa Perdida, cuando una corriente historiográfica -y política- intentó describir la beligerancia del Sur como una lucha para defender los derechos de los Estados, no como un deseo de perpetuar la esclavitud.

Lo cierto es que llueve sobre mojado. El FBI considera el supremacismo blanco una de las amenazas terroristas más serias del país, como demostró en mayo la matanza de Búfalo, obra de un creyente en la teoría de la sustitución o el remplazo de la población blanca por otras razas. Los supremacistas blancos ganan terreno desde las márgenes del Partido Republicano, como demuestran algunos escabrosos contactos de Donald Trump, el primero de ellos Nick Fuentes, un ideólogo de la conspiración (y por tanto de la desinformación). Por eso quienes piden la retirada de estatuas, sobre todo en Richmond, lo hacen para dar a entender que la ciudad ha expiado su pecado racial y ya no alberga símbolos de la opresión esclavista.

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De la guerra iconoclasta en curso, no sólo en EE UU, también en muchos países de Europa y América Latina, es correlato la creciente restitución de obras de arte a países expoliados, en su mayoría antiguas colonias, y en última instancia polémicas como la denominada apropiación cultural. Manifestaciones todas ellas de una de las guerras culturales abiertas, que no son otra cosa que un intento de reinterpretar la historia del vencedor en beneficio del resto de las voces, es decir, de las historias. Aunque para algunos el intento de borrar la historia oficial equivalga a extirpar también la memoria, no pocos aplauden el último paso al frente de Richmond.

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