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Callac, el pueblo de Francia inmerso en el torbellino de la batalla por la inmigración

Un plan para instalar refugiados en zonas rurales moviliza a la extrema derecha y divide a los habitantes

Inmigración Callac Francia
Un migrante que necesita atención médica urgente es preparado para ser izado por un helicóptero del ejército francés desde el barco de rescate 'Ocean Viking', el 10 de noviembre de 2022 en el mar Tirreno, entre Italia y la isla de Córcega.VINCENZO CIRCOSTA (AFP)
Marc Bassets

Nadie ha entendido todavía cómo pudo suceder, pero todo fue rápido y sin previo aviso: Callac, uno de esos pueblos franceses que languidecen y donde nunca pasaba nada, se ha transformado en el escenario de las batallas por la inmigración en el país donde la extrema derecha, en las últimas elecciones presidenciales, superó los 13 millones de votos.

Callac era un punto anónimo en la península occidental de Bretaña, un municipio de 2.200 habitantes con la población envejecida y escaparates abandonados, viva imagen de las regiones rurales de la Francia vacía. Pero en primavera, el alcalde Jean-Yves Rolland, anunció un plan para acoger refugiados para revitalizar el pueblo. Y nada fue igual.

Los vecinos empezaron a desconfiar entre sí. “Hay personas a las que ahora miro distinto, y seguramente es recíproco”, describe Marianne Motture, profesora jubilada de lenguas clásicas y voluntaria de la asociación solidaria Secours Populaire, que ayuda a los cerca de 40 refugiados que residen en Callac desde hace unos años sin que hubiese ocasionado ninguna reacción. Describe Dominique, un agricultor de 62 años: “El ambiente es malsano”.

Han desembarcado políticos famosos y se han organizado manifestaciones a favor y en contra del plan. Han acudido periodistas del resto del país y del extranjero. Callac se ha convertido en un símbolo.

Un día de septiembre, Motture abrió la ventana y se quedó estupefacta al ver autobuses de policías antidisturbios. En otra de las manifestaciones, los antidisturbios lanzaron gases lacrimógenos. Lo nunca visto en Callac.

Rolland recibió amenazas y declaró al diario Le Monde que la gendarmería le había aconsejado tintar los cristales de su despacho en el Ayuntamiento: “No sea que un francotirador me dispare”.

“Era un bello proyecto”, suspira el alcalde. El proyecto, impulsado por la ONG Merci!, consistía en acoger durante la próxima década a familias de refugiados. Hubo, al principio, una confusión: se publicó que eran unas 70; después se dijo que en realidad eran 70 personas.

La idea la había resumido el presidente francés, Emmanuel Macron, en un discurso en septiembre en el que defendió dirigir a inmigrantes hacia la Francia rural en vez de hacia las banlieues, los extrarradios de las grandes ciudades: “Si logramos ofrecer albergue e integración en estas regiones a mujeres y hombres que llegan a nuestro territorio, las condiciones de acogida será mucho mejores que si los metemos en zonas densamente pobladas y con una concentración de problemas económicos y sociales”, declaró el presidente.

Didier Leschi, director de la Oficina francesa de inmigración e integración, explica a EL PAÍS que el 20% de las plazas para demandantes de asilo en Francia ya se encuentran en provincias con menos de 400.000 habitantes. La integración funciona mejor en las ciudades pequeñas de 20.000 o 40.000 habitantes que en los grandes extrarradios, añade Leschi. Otra clave, explica, es que los temores locales en estos pueblos suelen ser mayores cuando quienes llegan son hombres aislados, y se reducen mucho cuando los refugiados llegan en familia.

El conflicto en Callac ha coincidido con el desembarco el 11 de noviembre en el sur de Francia del Ocean Viking, barco de la ONG SOS Mediterránée con 234 migrantes a bordo, y con los preparativos para una nueva ley de inmigración.

Vecinos divididos

En Callac, los vecinos se dividieron ante la propuesta del alcalde. Para algunos, tenía lógica: el pueblo, en la Bretaña interior y lejos de los principales ejes viarios, pierde habitantes y la economía marcha a medio gas. Qué mejor, para su supervivencia, que acoger a personas con el ímpetu de quienes han cruzado medio mundo y se han jugado la piel para llegar aquí; qué mejor para llenar las escuelas y repoblar este rincón de la Francia con comercios con el cartel de “se vende” y edificios semirruinosos como el de la vieja escuela.

“Callac siempre fue una tierra de acogida”, recuerda Marianne Motture en el salón de su casa, casa que, según explica, perteneció a monsieur Reina, hijo de refugiados de la España de Franco. “¿Por qué ahora no íbamos a acoger a personas como hicimos después de la caída de la [Segunda] República?”

Otros vecinos recelaban del proyecto. “Por mi parte, no tengo ningún problema en acoger refugiados: la cuestión es cómo”, dice, en el kebab de la plaza principal, Moulay Drissi, 51 años, hijo de inmigrantes marroquíes en el sur de Francia, y militar de profesión.

No es el caso de Drissi, pero la acogida de refugiados asustó a algunos en Callac. “Se juega con el miedo a robos o violaciones, sobre todo en las personas de edad”, dice Olivier Valade, 46 años, miembro de la asociación que gestiona el café Les Pieds dans l’Plat. “Hay gente que teme una invasión islamista”, completa Paul, el propietario del Café Bazar Chez Paulo, un local lleno de libros de segunda mano, muebles antiguos y objetos variopintos en la carretera que cruza el pueblo.

Paul, que sirve a la escasa clientela envuelto en una manta por la falta de calefacción, no comparte estos miedos. Pero son los miedos que partidos como el Reagrupamiento Nacional, de Marine Le Pen, o Reconquista, de Éric Zemmour, intentan atizar. En Francia y en Callac.

Es un misterio cómo este asunto local saltó a la arena política nacional. Edwige Vinceleux, 48 años, antigua chaleco amarillo y candidata del partido de Zemmour en las legislativas, asegura que ella avisó a su partido de la polémica en Callac. Su partido se movilizó.

“Yo no me considero de extrema derecha”, se defiende Vinceleux. “Amo a mi país, eso es todo. Y considero a mi país como mi familia. Si vivo en la opulencia, invitaré a mis amigos, les albergaré durante mis vacaciones. Cuando no puedo, no invito. Con Francia es lo mismo, y hoy Francia va mal.”

La tensión estuvo a punto de estallar el 5 de noviembre. Ese día, se habían convocado dos manifestaciones paralelas. Con la extrema derecha vino un conglomerado de grupúsculos ultras y monárquicos y el abogado mediático y eurodiputado Gilbert Collard, próximo a Zemmour. Pedían un referéndum sobre el plan del alcalde.

La extrema derecha de Zemmour ha visto en Callac una oportunidad: una reproducción, a pequeña escala, del choque entre quienes defienden la inmigración y quienes alertan de lo que llaman la gran sustitución, la teoría conspiratoria según la cual la población autóctona occidental estaría siendo sustituida por población musulmana y africana.

En la segunda manifestación, el 5 de noviembre, participaron, entre otros, sindicatos como la CGT y partidos como La Francia Insumisa y los comunistas, y grupos llamados “antifascistas”. El diario Ouest-France contó en su crónica: “Estallaron enfrenamientos con las fuerzas del orden. Ante los lanzamientos de piedras, fumígenos y botellas de vidrio, los gendarmes recurrieron en varias ocasiones a granadas lacrimógenas”.

Ahora reina el hartazgo. “Poco les importa Callac: vinieron para hacer política”, dice Moulay Drissi en alusión a la manifestación del partido de Zemmour. “¿Y la CGT qué pintaba ahí? El tema de Callac ya no importa, es otro tema”.

Jean-Yves Rolland, el alcalde, rehúye a la prensa. Al cruzarse el viernes con este periodista a la entrada del Ayuntamiento, rechazó ser entrevistado. Dijo que necesita unos días para que todo se calme. Declaró: “No voy a echar más aceite al fuego”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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