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La muerte de Al Zawahiri consolida los logros antiterroristas de Biden mientras aspira a frenar a China y Rusia

EE UU ve una nueva amenaza a su seguridad en el Afganistán de los talibanes, que el año pasado se comprometieron a no cobijar a Al Qaeda en su territorio

Biden, durante su comparecencia el pasado lunes en la Casa Blanca en la que anunció la muerte de Al Zawahiri. Foto: JIM WATSON (AFP) | Vídeo: EPV
María Antonia Sánchez-Vallejo

Con la muerte de Ayman al Zawahiri, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se apunta un tanto en un mandato alicaído en popularidad, pese a algunos logros recientes. Esto ocurre ante la cuerda floja de noviembre: las elecciones de medio mandato, en las que los demócratas podrían perder el control del Congreso. Casi un año después de la atropellada retirada de Afganistán, y con el sonrojo aún reciente que supuso su encuentro con Mohamed Bin Salmán, el heredero saudí a quien la CIA atribuye la orden de matar al periodista crítico Jamal Khashoggi, el presidente ha demostrado que Estados Unidos ya no necesita desplegar miles de soldados en países lejanos para proteger sus intereses de la amenaza terrorista global. Pero también que sigue siendo el policía del mundo libre, una ardua tarea en una coyuntura global al rojo vivo, con Rusia y China como principales antagonistas.

Ya pocos recuerdan el caótico repliegue de Afganistán, que resucitó el fantasma de Vietnam y se saldó con la pérdida de 13 militares en un atentado del Estado Islámico. Tampoco las “guerras eternas”, como el mandatario las calificó para justificar el retorno de las tropas en misión de combate. Pero la amenaza de la hidra terrorista, llámese Al Qaeda o el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés), es viscosa y persistente, y por muchas piezas que se cobre Washington, siempre habrá otras. La Administración demócrata planea desplegar 500 soldados en Somalia para luchar contra Al Shabab, la franquicia local de Al Qaeda, como refuerzo a largo plazo, y sin planes de salida claros, de su misión antiterrorista en la estratégica región del este de África. Biden es el tercer presidente que sigue una estrategia antiterrorista en Somalia sin una idea clara del final del juego, salvo por la reducción de riesgos a corto plazo. Tras el avispero afgano, el Pentágono profundiza ahora en el pantano del Cuerno de África.

A lo largo de su año y medio de mandato, Biden se ha apuntado discretos éxitos en la lucha antiterrorista. Si a su antecesor, Donald Trump, le cupo el honor, y la publicidad, de anunciar la muerte del líder del ISIS, Abubaker al Bagdadi, en 2019, al demócrata le correspondió comunicar la de Maher al Aqal, líder del ISIS en Siria y uno de los cinco jefes supremos del grupo yihadista. El anuncio de la eliminación de Al Aqal coincidió, no por casualidad, con el inicio de una gira por Oriente Próximo en la que el mandatario rehabilitó al reino saudí, al que había prometido convertir en un paria por instigar el descuartizamiento de Khashoggi, a cambio de que Riad abriera el grifo del petróleo. Arabia Saudí aplaudió el martes la muerte de Al Zawahiri, por la amenaza —doctrinal, no terrorista— que Al Qaeda siempre ha supuesto para su interpretación del islam. Mientras, el evidente acercamiento de los saudíes a Israel y su preponderancia regional convierten al reino del desierto en la antítesis del paria que Biden había prometido en su campaña electoral.

El presidente de EEUU, Joe Biden, durante la reunión el pasado 1 de julio con su equipo de seguridad nacional para planificar la operación contra el líder de Al Qaeda Al Zawahiri.
El presidente de EEUU, Joe Biden, durante la reunión el pasado 1 de julio con su equipo de seguridad nacional para planificar la operación contra el líder de Al Qaeda Al Zawahiri. HANDOUT (REUTERS)

En febrero, Abu Ibrahim al Hachemí al Quraishi, el máximo líder del ISIS, se inmoló durante un ataque del Ejército estadounidense en Siria, donde permanece alrededor de un millar de soldados en misión de apoyo. La guerra de los drones se ha perfeccionado desde 2001, sin poder evitar la larga lista de víctimas colaterales que deja tras de sí, como la decena de miembros de la misma familia muertos en agosto del año pasado en Kabul en un ataque por error, otro oprobio que sumar a la caótica desbandada.

Pero la victoria de Washington sobre Al Qaeda es, además, relativa. Los denodados esfuerzos de Al Zawahiri por mantener la relevancia de la organización han naufragado, pese a atentados esporádicos, en una región en plena transformación: de las primaveras árabes que arrancaron en 2011 a la actual alianza de Israel con algunos países árabes contra Irán. Una región que Biden intentaba orillar para centrarse en su estrategia de frenar a China, en medio de una creciente tensión en el estrecho de Taiwán, y a Rusia. Pese a todo, esta zona del mundo vuelve reiteradamente a su agenda. “Continuaremos realizando operaciones antiterroristas en Afganistán y más allá”, recordó el mandatario el lunes.

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Lejos de considerar cerrado el capítulo afgano —aunque el desarrollo de la situación en el país centroasiático había desaparecido prácticamente de los titulares—, la presencia de Al Zawahiri en Kabul embarra de nuevo a la Administración de Biden. Una de las condiciones para la retirada militar fue que los talibanes en el poder no brindasen amparo al grupo yihadista, pero el hecho de que Al Zawahiri viviese en la capital, cobijado por miembros de la influyente red Haqqani y, por tanto, con conocimiento de parte de la cúpula talibán, introduce una nueva amenaza a la seguridad de Estados Unidos: Afganistán como nueva plataforma de lanzamiento de ataques, como ya advirtió en septiembre el Pentágono. Para Al Qaeda, demediada o no en su potencial terrorista, Estados Unidos sigue siendo el enemigo a batir, según los últimos documentos salidos de la organización.

El probable sucesor como máximo responsable de Al Qaeda, el egipcio Saif al Adel, se ha refugiado, según algunas informaciones, en Irán, lo que añadiría al puzle una pieza difícil de encajar: la tensa relación de Washington con Teherán, después de que la Casa Blanca haya tirado la toalla en los intentos de reactivar el pacto nuclear. En resumen, el final de Al Zawahiri recuerda, pese al éxito de la operación, cuán poco ha cambiado la situación en 20 años, entre el desalojo de los talibanes gracias a la guerra lanzada por George W. Bush y su vuelta al poder en agosto pasado, un círculo infernal. Una tesitura que obliga a la Administración de Biden a esfuerzos que preferiría destinar a China y la guerra de Ucrania, en la que pese a su decidido apoyo material, no desea eternizarse. El mundo es hoy más seguro sin Al Zawahiri, subrayó Biden el lunes, pero también más indefenso ante la espiral de consecuencias —energéticas, de seguridad alimentaria, defensivas— desatada por la invasión rusa.

Biden hizo una especie de declaración de principios en vísperas del viaje que lo llevó a Arabia Saudí e Israel, en la que manifestaba su apuesta por una región segura como factor de estabilidad mundial. Pero el nuevo eje China-Rusia-Irán, que han reforzado notablemente su cooperación gracias a intereses comunes —el principal, debilitar a Estados Unidos—, no se lo va a poner en absoluto fácil a Biden. Con o sin el concurso de Al Qaeda.

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