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Yazidíes, sinfonía de una tragedia: “Los llantos de los niños no paraban nunca”

El Estado Islámico cometió hace ocho años en Irak un genocidio contra esta minoría kurda, con la matanza de 5.000 personas y el secuestro de 6.000 en dos semanas. EL PAÍS reconstruye a través de los supervivientes una de las grandes tragedias del siglo XXI

Fahad Harbo toca el laúd en las ruinas de un edificio en Sinjar. Foto: PABLO TOSCO

La madrugada del 2 al 3 de agosto de 2014 el móvil de Falah Hassan sonó. Estaba despierto. En la ciudad de Janesor (en el noroeste de Irak) ningún vecino dormía. No se duerme si el Estado Islámico está avanzando hacia tu casa.

“Están entrando”, dijo una voz al otro lado del teléfono cuando Falah descolgó. “Huid”. Falah, yazidí, 31 años, músico, casado y con un bebé de meses, cogió a toda prisa algo de agua y comida, avisó a sus vecinos y se subió a su furgoneta estilo pick up. “En mitad de la oscuridad podíamos escuchar disparos y explosiones. El cielo se iluminaba cada pocos minutos”, relata el propio Falah. Era como el avance del monstruo que no puedes ver.

Falah habla desde un apartamento en la localidad iraquí de Duhok, a donde se ha acercado para contar su experiencia. Ha dejado por un día sus obligaciones como músico porque quiere compartir su relato. “Cientos de furgonetas salían de todos los pueblos de los alrededores”, continúa. La dirección de todas era la misma: la montaña. Los vecinos salieron en estampida, lo que atascó la única carretera. Con los yihadistas a ya solo unos cientos de metros, muchos abandonaron sus vehículos y comenzaron a correr ladera arriba mientras el sol, inoportuno, despuntaba.

Dalkhil Garo, yazidí, escritor y poeta, 44 años, fue uno de los que tuvo que bajar de su furgoneta con su familia después de salir apresurado de su pueblo. “De aquel momento me acuerdo de ver a chicas embarazadas arrastrándose, no podían avanzar. Y nosotros no éramos capaces de ayudar a todo el mundo”. Los disparos empezaban a alcanzar a algunos vecinos, la ladera comenzó a poblarse de cuerpos. “No tengo palabras para describir aquella escena. Niños tirados por el suelo, gritos, disparos… No tengo palabras”, dice Dalkhil. “Y eso que soy escritor”, añade con una mueca, como intentando que la broma contenga el llanto que ya asoma.

Objetivo número uno

Hay dos cosas que los yazidíes aman: el billar y la música. No hay hogar yazidí que no contenga un instrumento ni lugar de ocio donde no se vea una mesa de billar. Y en ambos sitios se suele estar cantando. La historia del pueblo yazidí se puede escribir como una sinfonía.

“Para los yazidíes la cultura es un elemento fundamental. Literatura, música, educación… Es algo siempre presente”, explica Gani Mirzo, músico kurdo de origen yazidí residente desde hace décadas en Barcelona y que ha abierto una escuela de música en Janesor para dar apoyo a niños y niñas supervivientes del genocidio. “Y precisamente por esa cercanía con la música y la cultura se convirtieron en el objetivo número uno de los fanáticos, en el pueblo más odiado y que había que exterminar”.

Gani Mirzo toca el laúd en la catedral de Sinjar.
Gani Mirzo toca el laúd en la catedral de Sinjar.Pablo Tosco

Los yazidíes son una minoría kurda. Los kurdos habitan en gran parte del sur de Turquía, en el norte de Siria e Irak y en algunas zonas del oeste de Irán. Su territorio supone un continuo no reconocido como Estado que siempre se ha visto reprimido y amenazado por los gobiernos de turno. En el caso de Irak, y tras la caída del régimen de Sadam Husein, los kurdos lograron una autonomía que les ha convertido en un Estado de facto, con su propio ejército (Peshmerga), instituciones y Parlamento. Es aquí, en la región de Sinjar, donde habitan la mayoría de los yazidíes. Se trata de una cordillera montañosa que se yergue en mitad del desierto y donde casi medio millón de yazidíes se distribuyen por 81 ciudades, pueblos y aldeas. En la zona también existen localidades árabes suníes, una relación tensa que acabó transformado a vecinos en colaboradores.

Lo que convierte a los yazidíes en una minoría dentro de los kurdos es su religión. El yazidismo es una fe preislámica que desciende del zoroastrismo y cuyo relato se mantiene al margen de las creencias abrahámicas (islám, cristianismo y judaísmo). Unos paganos a ojos del Estado Islámico elevados a la categoría de adoradores de Satanás. En realidad, para los yazidíes, esta historia no es nueva. La convicción por parte de otras religiones de que son adoradores del demonio (en el relato yazidí, uno de los siete ángeles en los que creen desobedece a Dios, por lo que se convierte en el ángel caído para algunas interpretaciones) les ha arrastrado a represión y matanzas. Incluso por parte del resto de kurdos, en su mayoría musulmanes. Según la tradición yazidí, su pueblo ha sufrido 74 genocidios a lo largo de la historia. El último, a manos del Estado Islámico en 2014.

El ataque

“Si tienen fe en Dios y trabajan bien, van a gobernar la tierra como ha prometido Dios a los creyentes”. Fue una de las frases que Al Bagdadi, entonces líder del Estado Islámico, pronunció en su discurso el 29 de junio de 2014 en Mosul. Ese día, el líder del ISIS proclamó el califato y llamó a todos los musulmanes a unirse a él y hacer la yihad. Estaban a solo 100 kilómetros de Sinjar, la región de los yazidíes.

El avance del grupo terrorista ―convertido ya en un ejército― tenía como propósito conquistar territorio, borrar la frontera entre Irak y Siria y convertir al islam suní a todos los habitantes. En el caso de la región de Sinjar había un objetivo añadido: exterminar a los yazidíes. Fue Abu Ibrahim al Hachemí al Quraishi el que legitimó la matanza con una retorcida interpretación del islam. El ideólogo del genocidio acabaría siendo, años después, el líder del Estado Islámico. Estados Unidos lo eliminó el pasado 3 de febrero.

Una vez preparado el terreno, y tras armarse hasta los dientes gracias a varias bases militares estadounidenses abandonadas en la zona, los yihadistas avanzaron formando una pinza sobre la región de Sinjar. Los peshmerga, el ejército kurdo iraquí, se retiró incapaz de hacer frente al avance y dejaron indefensos a los vecinos yazidíes, que todavía hoy siguen sin perdonar este abandono. Los vecinos árabes suníes, por convicción o por terror, se unieron a los invasores y les guiaron por la región señalando las aldeas y casas yazidíes. El primer pueblo al que llegaron, la madrugada del 3 de agosto, fue Siba Sheij Jader. Allí vivía el tío de Falah Hassan, quien cogió el móvil y llamó a su sobrino: “Están entrando. Huid”.

El coto de caza humano

En estampida, miles de yazidíes se precipitaron a la montaña la madrugada del 3 de agosto, mientras las milicias del ISIS entraban en pueblos y aldeas. Durante siglos la montaña ha simbolizado la salvación para los yazidíes. Decenas de masacres después, cada familia sabe, como un mantra transmitido de generación en generación, que, si hay problemas, la montaña es el refugio.

A la montaña huyó la familia Halo. Hoy viven en el campo de refugiados de Janki, a las afueras de Duhok. Llevan aquí desde 2014, cuando tuvo lugar el ataque. Nos reciben en su tienda de campaña y es Ranna, la hija mayor, quien toma la palabra. Es, cómo no, una apasionada de la música y toca el daf, un instrumento de la región muy parecido a la pandereta, pero de mayor tamaño. “Ese día creo que hizo 45 grados”, explica. “Nuestra familia se refugió entre unas rocas, pero no había sombra”. En pocas horas, casi todo el pueblo de Ranna estaba escondido bajo el sol y con lo puesto. “De lo que más me acuerdo es de los llantos de los niños. No paraba nunca”, dice. Después saca su móvil y nos enseña una canción que ha compuesto para una amiga que no superó el calor asfixiante. La música siempre presente.

En otro punto de la montaña, también rodeado de miles de personas al borde de la deshidratación, estaba Daljil, el poeta, con su familia. En realidad, toda la cordillera de Sinjar se convirtió en pocas horas en un enorme coto de caza con miles de yazidíes escondidos y unidades del ISIS buscándolos. “Nosotros estuvimos ocho días en una zona alejada, a ras de suelo”, relata. “Por el día nos asfixiábamos y por la noche pasábamos muchísimo frío. Cada día aparecían cadáveres nuevos. Sobre todo, gente mayor y bebés. Me ha quedado grabada la imagen de los cuerpos de los niños cubiertos de piedras, a modo de tumba. La mayoría moría de sed. Nuestro genocidio fue por sed”.

Una mujer en el campo de refugiados de Janki.
Una mujer en el campo de refugiados de Janki. Pablo Tosco

Algunos vecinos improvisaron puestos de control y defensa, con escopetas caseras, para evitar que el ISIS alcanzara las zonas donde se refugiaban las familias. “Vivíamos como cervatillos rodeados de leones. Estábamos aterrorizados, no podíamos dormir. Mucha gente se suicidó. Lo hacían cuando el ISIS llegaba, antes de dejarse atrapar”, relata Daljil. “Parte de mi familia no había logrado escapar. Conseguí hablar con ellos por un móvil y me dijeron que estaban encerrados en una casa, escondidos, en silencio. Les daban tranquilizantes de adulto a los bebés para que no lloraran”.

Una de esas familias a la que no le dio tiempo de huir fue la de Hachi Baberad, 55 años, conocido por todos como Abu Rahad. En la actualidad vive en el campo de refugiados yazidí de Isyan, donde nos cuenta que secuestraron a sus 19 hijos y a sus nietos. “A todos”, afirma con un hilo de voz. Desde aquel día y hasta hoy su vida consiste en recaudar dinero para pagar sus liberaciones. Ya ha desembolsado 170.000 dólares en rescates, que consigue a través de donaciones y que paga a contrabandistas que trabajan para el Estado Islámico. Todavía tiene siete hijos e hijas secuestrados.

La escena cuando amaneció el 4 de agosto era distópica: unos 50.000 yazidíes se escondían en las montañas bajo un sol insoportable mientras miles de yihadistas trataban de darles caza. Cuando capturaban a alguna familia, decapitaban a los hombres o los quemaban vivos y se llevaban a los niños y a las mujeres. Ese día, en el Parlamento de Bagdad, la diputada yazidí Vian Darkhil, en un desgarrado discurso entre lágrimas, pidió al Gobierno iraquí y al mundo entero una reacción: “Está teniendo lugar un genocidio. Esto es por humanidad, ¡ayúdenlos!”. El 7 de agosto, Estados Unidos, entonces presidido por Barack Obama, admitió que lo que estaba ocurriendo en Sinjar era un genocidio. Al día siguiente envío bidones de agua y alimentos que varios aviones lanzaron desde el aire.

“A medida que iban pasando los días, se iban acumulando los muertos. Cada mañana había entierros”. Toma la palabra Fahad Harbo, 25 años, profesor de música de Til Ezzer, localidad de la región de Sinjar. Él y su familia se refugiaron bajo un árbol durante 11 días. “Nuestros abuelos y padres hablaban de los 73 intentos de genocidios, pero nunca habían sufrido un dolor parecido, una crueldad tan extrema. Las barbaridades que cometieron...”, señala Fahad. “Detuvieron a miles. Dispararon a niños pequeños en la cabeza. Decapitaban a los demás. Pensaba constantemente: ‘esto es el fin’. Me planteé entregarme y que me matara el ISIS, así acabaría todo”. Resistió gracias a un charco bajo el sol del que bebían todos los vecinos escondidos y a una pequeña casa con huerto cuyo dueño les dio algunas verduras. “Nadie nos está ayudando, era el comentario que se escuchaba por todas partes”, recuerda Fahad.

El asedio a Sinjar duró dos semanas, hasta que los supervivientes consiguieron abandonar la región gracias a un corredor humanitario abierto por las Unidades de Protección Popular (YPG, en kurdo), las fuerzas kurdas de Siria, con el apoyo de Estados Unidos. Se produjo entonces un éxodo, una caravana de figuras famélicas y aterrorizadas, rumbo a la ciudad de Duhok. La travesía por el desierto, de 160 kilómetros, es recordada por Pir Alo, director del campo de refugiados de Janky. “Era como ver una comitiva de zombies. Miles de personas en silencio, cubiertas de arena y polvo, destrozadas por la sed”.

Atrás dejaban, según datos de Naciones Unidas, 5.000 yazidíes asesinados en apenas dos semanas. Una masacre de más de 300 asesinatos al día. Casi 6.000 secuestrados, la mayoría niños y mujeres, completaban el balance de la cacería humana. Un genocidio que el Parlamento español no ha reconocido. La única iniciativa se presentó en el año 2017, pero se desvaneció en 2019 con el cambio de Gobierno. Ningún grupo parlamentario se ha pronunciado desde entonces, a diferencia del Parlamento Europeo, Francia, el Reino Unido, Países Bajos o Alemania, que sí reconocen y condenan el genocidio contra los yazidíes.

La historia más cruel posible

Más de 1.300 mujeres yazidíes siguen secuestradas y 350.000 personas viven hoy desplazadas de sus hogares tras el genocidio. Su drama, el de la mujeres y los niños, cuenta con una tragedia añadida.

“No creo que haya habido nunca en la historia nada más cruel que lo que nos ha pasado a nosotros los yazidíes. Yo he visto cómo a las madres les daban de comer la carne de sus bebés que habían matado. Yo he visto las cosas más horrorosas que puedas imaginar”. Seerin habla con un susurro. La expresión de su cara, incluso cuando se relaja o sonríe, es la de alguien a punto de romper a llorar. El trauma está con ella y, sin embargo, accede a contar su experiencia que es, en realidad, la de las más de 3.500 mujeres yazidíes secuestradas tras el ataque del Estado Islámico.

El escondrijo en las montañas de Seerin y su familia fue descubierto por un grupo de yihadistas a los pocos días. Ella embarazada, su marido, sus tres hijos y su hija fueron subidos a un camión y trasladados a Tal Afar, donde permanecieron nueve meses en una escuela abandonada, obligados a convertirse al islam. Seerin dio a luz y a punto estuvo de morir en el parto. Con su hija recién nacida y otra de siete años, fue separada de los demás. “Esa fue la última vez que vi a mi marido”, dice.

Las trasladaron a Mosul. “Allí me vendieron a un señor llamado Abu Ahmed, que me llevó a Siria”. Como tantas otras mujeres, Seerin fue subastada en un mercado, con una etiqueta que indicaba su precio. Durante aquellos años, el Estado Islámico desarrolló una red de compraventa de mujeres y niñas, con ginecólogos que las revisaban para certificar su virginidad, abortos forzados, canales en redes sociales donde se hacían ofertas y títulos de propiedad. “Este señor nos llevó a Raqqa y allí trabajábamos en su casa, junto a su familia. Y nos torturaba”, explica mirando al suelo. “Torturaba también a mi bebé”.

Fahad Harbo muestra las fotos de su familia encontradas entre las ruinas de su casa en Tel Ezzir.
Fahad Harbo muestra las fotos de su familia encontradas entre las ruinas de su casa en Tel Ezzir.Pablo Tosco

Meses después, Seerin y sus hijas fueron vendidas a un saudí afincado en Siria, donde continuaron las torturas. “Una vez me castigó y estuve atada a un árbol un mes”. En 2018 fue separada de las niñas y liberada gracias al pago de su hermano, que la trajo de vuelta a Irak. “Mis hijas siguen hoy secuestradas. Están en el campo de Al Hol, en Siria. Me han enviado fotos, pero no tengo dinero para pagar su liberación y las autoridades kurdas no pueden soltarlas porque no tienen papeles”. Después añade: “Ellas mismas, después de tantos años, no me reconocen como madre. Les ha lavado el cerebro”. Seerin contiene el llanto.

Junto a Seerin, en la tienda del campo de refugiados donde vive desde su liberación, están Mofid y Fahad, sus dos hijos, de 16 y 19 años. A ellos se los llevó el ISIS a Baghuz, bastión islamista en Siria y campo de entrenamiento. “A Fahad, el mayor, le obligaron a entrar en combate. Y perdió una pierna”, explica Seerin. Enfrente, Fahad se toca el muñón y explica que la otra pierna no deja de perder masa muscular. “Deberían operarme”, asegura. “Pero aquí nadie puede, dicen que tengo que hacerlo en Europa”. Después sonríe con desprecio. “No tengo dinero para ir a Europa”.

Mofid y Fahad estuvieron casi siete años secuestrados. “Cuando los liberaron ―apunta Seerin― no querían volver. Estaban convencidos de ser parte del ISIS”. Tampoco esto es excepcional. Muchos jóvenes yazidíes secuestrados de niños deben volver a empezar y enfrentarse al estigma de su propia comunidad. A la mayoría de las madres les obligan a elegir: o quedarse en los campos de prisioneros con sus hijos o regresar solas.

El retorno imposible

Casi ninguno de los supervivientes de aquellos días de terror se atreve a regresar a su casa. Al 3 de agosto de 2014 los yazidíes le llaman el farman, el genocidio, y muchos de ellos llevan la fecha tatuada en el brazo.

Fahad Harbo, el profesor de música de Til Ezzer, sí regresó. Lo hizo hace dos años a una región devastada, con cientos de pueblos vacíos y donde siguen apareciendo cuerpos por las montañas. Donde han hallado 73 fosas comunes y donde, todavía hoy, retiran cadáveres de los pozos de agua a los que el Estado Islámico los arrojó para intoxicar a la población.

Fahad reconstruyó su casa y decidió empezar de nuevo. Hoy dirige una escuela donde niños y niñas pelean por dejar atrás el trauma a través de la música. “Todo se detuvo en 2014, pero no abandoné la música”. Otros, como el escritor y poeta Dalkhil, permanecen en los campos de refugiados sin posibilidad de regreso. “Me avergüenza que el día de mañana mis hijos me culpen por haberles criado en una tienda de campaña”, dice. Después, con la noche ya cayendo sobre el campo, repasa algunos de sus escritos y recita uno de los poemas ante la mirada de su familia y amigos, que permanecen en sepulcral silencio:

Soy una bandada de pájaros

Vuelo

Me convierto en un refugiado

Me quedo sin alas

Uno a uno me muero.

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