El mes de miedo y oscuridad de 300 ucranios en un sótano
Las fuerzas rusas obligaron a los vecinos de la aldea de Yahidne a permanecer en el húmedo subsuelo de la escuela. Once ancianos murieron
Para los 300 ucranios obligados por los soldados rusos a vivir durante un mes en el sótano de la escuela de la aldea ucrania de Yahidne, “no había mañana, tarde o noche”, cuenta Ania Yanko, de 26 años, enviada allí a principios de marzo con su marido y sus hijos, de cuatro y siete años. “Estábamos todo el tiempo en la oscuridad. Al principio encendíamos candiles, hasta que alguien trajo un generador eléctrico que daba para lo que daba”, recuerda frente al lugar, donde se concentran hoy los vecinos para recibir ayuda humanitaria.
Eran todos los habitantes que quedaban el 5 de marzo, día en el que las fuerzas rusas apostadas en Bielorrusia tomaron este pueblo en el norte de Ucrania, a unos 120 kilómetros al norte de Kiev. Se trataba en su mayoría de ancianos, mujeres y niños, ya que los hombres estaban más bien en otras partes del país, combatiendo u organizando la defensa o los suministros. Unos 130 dormían en una estancia y, como no cabían todos tumbados, algunos lo hacían apoyados unos en el hombro del otro, o espalda con espalda. Al menos 11 (el cálculo más conservador) murieron en el sótano. Sus cuerpos ancianos cedieron ante las duras condiciones.
Tras ocupar el pueblo, los militares rusos fueron casa por casa obligando a los residentes a mudarse al sótano de la escuela, cinco estancias con el suelo de madera que conservan el olor a humedad, un puñado de sillas escolares rotas y mantas tiradas con moho. En uno de los varios episodios de rebeldía que relata, Yanko se negó inicialmente a moverse de su casa. “Les dijimos que nos dejasen en paz, que teníamos niños pequeños. El 7 de marzo llegaron de noche varios soldados. Estaban borrachos y nos dijeron: ‘U os vais ahora mismo u os matamos’. Nos escoltaron hasta allá y me exigieron que les diese la tarjeta SIM del teléfono, que rompieron. Al día siguiente querían también el teléfono, pero lo escondí. Mi marido tiene unas botas con una suela muy gruesa y abrimos una ranura para meterlo allí sin que él pisase”.
Mantener el móvil no era solo un arriesgado acto de resistencia simbólica, sino también consecuencia de lo que pasaba a su alrededor. “Vi cómo rompían un teléfono contra la esquina del baño y otra persona se encontró uno dentro del inodoro. Eran los antiguos que tenían los abuelos. Los iPhone y los relojes inteligentes se los quedaban. A una chica a mi lado le hicieron cerrar la sesión de su perfil de iCloud... para poderlo usar ellos. También se quedaban las pulseras de fitness, porque decían que podían servir para contactar con el enemigo. ¡Qué casualidad, justo las pulseras buenas de fitness! ¿Por qué se tenían que quedar mi teléfono? Me lo compré hace un mes, tuve que pedir un crédito, y pensaba que la guerra acabaría pronto”, cuenta la mujer.
Como era el edificio de la escuela, había arriba material que los soldados dejaron coger a los niños. Las paredes están decoradas por dibujos infantiles en rotulador y acuarela, como un calendario con una cruz junto a la palabra “muerto”. También la letra del himno ucranio. La pintó Yulia Semenova, de 12 años, “muy contenta de que esto haya acabado”. “Pasé mucho miedo. Estuvimos mucho tiempo ahí abajo”, cuenta hoy en la superficie.
Los vecinos de Yahidne no estaban encerrados. Sobre todo al principio, podían salir al exterior, a un espacio frente a la escuela donde se aprecian las huellas de los blindados apostados a ambos lados. También veían la luz del día cuando iban al baño a una caseta situada a pocos metros. “Estábamos más o menos OK... Hasta que nos vimos en medio del fuego cruzado. Una bomba cayó junto al edificio e hirió a un anciano y a un niño. Decidimos no volver a salir. Usaba un orinal para mis hijos” asegura.
Fue el momento de mayor pánico, con las tropas ucranias abriendo fuego desde la carretera y los tanques rusos respondiendo desde su posición junto a la escuela, coincide Nina, de 68 años y con un hijo en el frente. “Tenía miedo de que se viniera abajo el techo y nos quedásemos enterrados vivos. Durante dos días, los rusos no nos permitieron salir ni siquiera para ir al baño. Comenzamos a tener mucho miedo. Era muy difícil, hacía frío y nos faltaba el aire fresco. Ya sabes, 300 personas en un sitio, los bebés llorando, los ancianos gimiendo... así que decidimos hacer algo. Los dos líderes [oficiosos, dos hombres mayores] se asomaron y vieron que la batalla estaba allí mismo. Una hora después se hizo el silencio. Salieron y nos avisaron al resto. Los rusos ya no estaban allí. Al salir, noté el brillo del cielo. Me di cuenta de que había llegado la primavera y los pájaros cantaban”. Era el 3 de abril. En los alrededores, se ve aún un puente volado y blindados completamente destrozados, aparentemente por disparos desde drones o por Javelin, los misiles antitanque que han entregado a Ucrania sus aliados occidentales.
Ayuda y amenazas
La relación entre civiles ucranios y soldados rusos era ambivalente, una mezcla de gestos de ayuda y búsqueda de conversación con amenazas y detalles de desprecio. Los militares parecían temer a los civiles y sentir la necesidad de explicarles por qué estaban allí.
Nina asegura que cuando salían al baño, disparaban al aire para asustarlos, que estaban cada vez más nerviosos y que imponían el miedo, con amenazas de ejecución inmediata si les pillaban en posesión de un móvil. “No nos atrevíamos a hablar de política ni entre nosotros”, señala. “Un día, mis hijos se pusieron a cantar el himno ucranio y les hice callar”, rememora Yanko, quien saca a colación el relato que les hizo un grupo de hombres al regresar al sótano. Habían salido, con permiso de los mandos rusos, a cavar dos fosas para enterrar cinco cadáveres. Cuando habían metido los cuerpos, “los rusos abrieron fuego en esa dirección desde un Tigr [un vehículo militar ruso]”. Se tuvieron que refugiar en los agujeros donde estaban los cadáveres. Uno resultó herido en la pierna. “Los rusos nos solían escoltar, pero allí no lo hicieron”, apunta. También rememora cuando pidieron ayuda al médico militar ruso por una mujer con hipertensión: “Todo lo que nos dijo es que hiciésemos un agujero en la pared”, para que entrara aire fresco.
Sin embargo, los militares rusos también les dejaban cocinar en el exterior e ir al pozo a por agua. Y les robaban los animales, pero luego les daban una parte tras sacrificarlos. Algunos compartían con ellos incluso sus raciones militares, cuyos restos se pueden ver en el sótano (los soldados rusos estaban en el piso de arriba). Tampoco pasaban mucha hambre. Comían gachas típicas de la zona o verduras. Los soldados rusos escoltaron a sus casas a los dos líderes oficiosos ―que ejercían de representantes e interlocutores ante los comandantes― para coger comida y ropa. “Les dieron 30 minutos”, recuerda Nina.
Las tropas rusas tenían una lista con los nombres y apellidos de todos. “Y nos decían que si alguno escapaba, el resto tendría muchos problemas”, señala Nina. Sin teléfonos, periódicos, radio ni televisión, ignoraban el curso de la guerra. “No sabíamos lo que pasaba en Kiev, en Chernihiv... Nos decían que nuestro Gobierno estaba a punto de caer y nuestro país, en grave peligro. Y todo el tiempo, que Ucrania era pobre y venían a liberarla”, añade.
La veinteañera y más arrojada Yanko habló varias veces con ellos, cuando compartían cigarrillos o iba al baño. “Se jactaban de haber tomado Mariupol, Kiev, Jersón [solo la última era verdad]… ‘Chernihiv lo tenemos casi’, decían. ‘Ha venido el Batallón Azov, pero enseguida acabamos con ellos también. Vuestro [Volodímir] Zelenski se ha marchado de Ucrania y [Vladímir] Putin va a venir a reconstruirla’. Me decían que no tenían nada contra nosotros, que solo querían pelear contra el Batallón Azov, los nazis y Stepan Bandera”, un padre fundador de la Ucrania independiente y colaboracionista de la Alemania hitleriana muerto en 1959. “Hablaban de Stepan Bandera como si estuviese vivo. Yo no entendía nada”.
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