Rodolfo Hernández, el buen grosero
El empresario de la construcción y exalcalde de Bucaramanga puede llegar a la Presidencia de Colombia con su discurso populista contra la corrupción y la clase gobernante
A un arquitecto con el que trabajaba le dijo por teléfono que iba a pegarle un tiro. Contó en público cómo infló los costes de un edificio. Declaró haber vendido un terreno a un precio que él consideraba un atraco. Le parece delicioso que un comprador le pague intereses durante 15 años. Cree que al pueblo no le gusta las mujeres en el gobierno. Pegó a un rival político porque le insinuó que era corrupto. Dijo que los venezolanos son una fábrica de hacer niños pobres. Explicó que un expresidente no era astuto políticamente, sino un hijoeputa. Se declaró admirador de Hitler y argumentó luego que quiso decir Einstein. A millones les gusta un buen grosero para gobernar.
Rodolfo Hernández, el sorprendente candidato a las elecciones de Colombia, es malhablado en una sociedad en la que abundan los buenos modales. El empresario de la construcción, de 77 años, ha hecho de la rudeza y lo elemental un capital de simpatía política. Aunque no todos quieren verlo triunfar. Su madre, una señora casi centenaria, dice que si su hijo ganara la Presidencia ella se mudaría a Miami. No le ve sentido a que se meta en estos líos teniendo una fortuna estimada en 100 millones de dólares. El hermano, un filósofo que lo empujó a lanzarse a la Alcaldía de Bucaramanga, su ciudad, hace años que le retiró la palabra y no quiere saber nada de él.
Antes de enemistarse eran dos hermanos convencidos de que juntos podían cambiar la cultura política de este país. Los hermanos se solían reunir en un centro comercial de su tierra llamado Cuarta Etapa. En este lugar desangelado y de nombre industrial empezó la carrera pública del constructor, que en unas semanas se enfrentará en las urnas al izquierdista Gustavo Petro. Charlaban de todo en una cafetería Juan Valdez. A lo largo de la tarde se les oía vociferar contra los dirigentes locales que, todo sea dicho, no destacaban por su honestidad. Gabriel, un curador de arte refinado, retó un día a su hermano: en vez de gastar tantas energías en criticar a los demás podría proponerse él mismo para gobernar la ciudad. Lo convenció con la idea algo ilusa y megalómana de acabar con la corrupción y la pobreza.
La unión de dos hermanos tan opuestos cuajó. Era 2015. Rodolfo era visceral y sanguíneo; Gabriel, melancólico y sosegado. El empresario puso el dinero y el carácter; el filósofo, las ideas. Gabriel diseñó el logo, un símbolo Pi, y un lema demasiado humanista para una ciudad industrial: Lógica, ética y estética. Lo llamaron la Liga de Gobernantes Anticorrupción. No colocaron apenas publicidad en las calles. Se pasaron días enteros haciendo lo que mejor sabían hacer juntos, tertulias. Recibieron cientos de ciudadanos. Se parecía más al antiguo diálogo socrático que a la campaña de un novedoso partido político que se jacta de su independencia. De todos modos, parecía improbable que ganaran. El Partido Liberal, una de las formaciones más tradicionales de Colombia, llevaba tres décadas colocando alcaldes, uno detrás de otro. Bucaramanga, la quinta ciudad en habitantes, era un buen espejo provinciano de las corruptelas latinoamericanas. Esa atmósfera empezó a contaminar la fraternidad de los Hernández.
El hermano mayor desapareció de Bucaramanga el día que le eligieron alcalde. Una semana antes las encuestas le daban menos del 5% de intención de voto. La gente fue a buscarlo a su casa, pero el empresario de la construcción estaba con un pie en un avión a Nueva York donde lo esperaban para un chequeo médico. Existen dos versiones contradictorias sobre las razones que lo llevaron a quitarse de enmedio esa noche. La primera, que temía que si ganaban lo asesinaran por romper la hegemonía histórica de los liberales. La segunda, que como nunca se le pasó por la cabeza vencer de verdad, prefería centrarse en su salud. Sea cual sea la real, algo quedó claro: Rodolfo no tenía ninguna intención de morirse pronto.
El hermano filósofo, autor intelectual de la Liga Anticorrupción, se alejó con su hermano alcalde cuando sospechó que había comenzado a jugar en torneos mayores. Rodolfo Hernández se había aliado con políticos tradicionales a los que tanto había insultado. Su hermano menor se enfadó tanto que le escribió una carta en la que anunciaba el fin de la relación. Ha cumplido a rajatabla. La madre de ambos, dueña de un ingenio de azúcar, dice que nunca más se han vuelto a ver. Gabriel vive recluido en una casa extravagante que él mismo diseñó en uno de los mejores barrios de la ciudad, Pan de Azúcar. Lee ocho horas al día y, según un sobrino, se dedica a la escultura. No quiere saber nada de Rodolfo ni de su aventura presidencial. Desde una rendija de la puerta de su garaje, su esposa dijo que no estaba, que no estaba y que no estaba.
Su actitud como alcalde fue igual de desabrochada y agresiva. Dijo que los bomberos de la ciudad eran una panda de “barrigones gordos” que no eran capaces ni de subirse a un taburete. A un funcionario que denunció la tala de un árbol lo llamó “lavaperros” y lo acusó sin ninguna prueba de defender a los corruptos. Al director de tránsito lo llamó tonto. Para él, todos los concejales de los otros partidos eran unos ladrones que estaban ahí para hacerse rico. Él no lo necesitaba, ya lo era. No se granjeó muchas amistades en los partidos tradicionales. Eso sí, se ganó a la gente. El día que dejó la Alcaldía, en 2019, su popularidad marcaba un 84%. Se convirtió en un fenómeno local que ahora ha permeado toda Colombia.
No ha necesitado gastar millones de dólares ni recorrerse el país para las presidenciales. Su campaña ha sido la más austera de todas. Sobre todo la ha hecho a través de Tik Tok, donde aparece enfundado en polos Lacoste de manga corta y bronceado como un jubilado de Florida. Las cadenas de WhatsApp que prepara su equipo de redes sociales -catorce veinteañeros encerrados en una oficina de Bucaramanga- lo venden como El Viejito deslenguado que no tiene miedo a decirle a la gente lo que piensa. En el país de qué pena con usted, donde todo es lindo y bello, donde el trato es de seda, Hernández es áspero y agresivo. La estrategia ha funcionado. De ganar, será uno de los presidentes más ancianos que ha gobernado Colombia. Ha prometido llevar a todos los colombianos a conocer el mar.
Por las escaleras de un edificio de Bucaramanga baja con energía Jorge Figueroa Clausen, secretario de desarrollo social durante la alcaldía de Rodolfo, entre 2016 y 2019. Viste ropa deportiva negra y una gorra de la campaña. Habla con el entusiasmo de los que parecen haber encontrado una verdad en la vida: “Yo antes era uribista (el movimiento del expresidente Álvaro Uribe), pero ahora estoy a muerte con Rodolfo”. Un taxi se estaciona delante y Figueroa Clausen se sube en el puesto de copiloto de un salto.
—¿A quién le va a votar usted?—, pregunta al taxista, y mira cómplice por el retrovisor.
—Voy con Rodolfo—, responde el señor, un hombre con bigote y piel aceitunada.
A Figueroa Clausen le brilla la mirada, resaltada por sus gafas de aumento. Por la ventanilla se suceden calles estrechas, héroes patrios en bronce, vendedores ambulantes en los semáforos, anuncios gigantescos de políticos con la mejor de sus sonrisas.
—La gente está mamada de todos estos ladrones —continúa Figueroa Clausen, al más puro estilo Rodolfo Hernández—. Son unos ladrones, unos sinvergüenzas. En Bogotá o en el pueblito más recóndito me dicen que van a votar al viejito, al cuchito, al que le pegó al concejal [esto último merecerá una explicación más adelante].
La temperatura ha subido en el interior del taxi. “Le pido a Rodolfo que haga un censo de venezolanos. Al que no trabaje, que lo saque”, se explaya el conductor antes de tomar una curva cerrada.
Figueroa Clausen no se inmuta, agarrado al asa del techo. De Rodolfo recibió el encargo de acondicionar las instalaciones municipales que se construían. Cuenta que le mandó ir a dar un paseo por su casa: “Me dijo que mirara lo que tenía él y que comprara lo mismo para la gente. Todo igual. Compramos teles de 65 pulgadas, cerámicas de última generación, aire acondicionado, equipos Bose. Una joda verraca”.
Llegamos al destino, una casa enrejada que parece sacada de un cuento. Dentro vive doña Cecilia Hernández Suárez, de 97 años. La mamá de Rodolfo. La trabajadora del hogar ha preparado una suculenta merienda en una mesa alargada en mitad del salón. Doña Cecilia se coloca unas cantidades idénticas a las del resto de comensales, aunque no prueba bocado. Al acabar, cambia el plato intacto por dos pastillas para la tensión y un vaso de agua. Crio a sus cuatro hijos, todos hombres, en Piedecuesta, un municipio cercano a Bucaramanga. Doña Cecilia regentaba una tabacalera heredada de su familia. “Era un diablo, había que atajarlo”, cuenta sobre la infancia de Rodolfo. “Le pegaba con un cable de la plancha”.
Su marido, 25 años mayor que ella, era sastre. Recuerda que una noche llegó a su cama oliendo a otra mujer y que agarró un revólver y le disparó mientras el hombre huía campo a través. Al matrimonio le tocó vivir los años de la Violencia, un periodo de enfrentamiento sangriento entre conservadores y liberales por toda Colombia. Ella se acostumbró a manejar armas. Durante las protestas del año pasado contra el Gobierno de Iván Duque, Cecilia se escondía detrás del visillo con un revólver en la mano: “Pensaba: el chino [chico] que me parta un vidrio le pego un tiro”, dice. Uno de sus nietos le ha escondido las balas en lo alto de un armario.
Está enamorada de su hijo Rodolfo porque, entre otras muchas cosas, le financió un viaje en barco por todo el mundo. Eso sí, no votó por él como alcalde: “Qué necesidad tenía siendo un hombre tan rico”. Al día siguiente de su victoria le dejaron en la puerta 800 hojas de vida. Le aterra pensar en lo que pasará si llega a la presidencia: “Espero que no. Me tendría que ir a vivir a Miami”.
Todavía es dueña de una fábrica de panela, el jugo deshidratado de caña de la azúcar.
—Me imagino que a los trabajadores les pide que voten por Rodolfo-, la azuza Figueroa Clausen.
—Yo no les digo nada, que voten por quién se les dé la gana.
Rodolfo parece haber heredado el carácter impetuoso de su madre. Eso le ha jugado a veces malas pasadas. Como alcalde de una ciudad mediana era relativamente desconocido. Se presentó al resto de Colombia por un vídeo en el que abofetea a un concejal de la oposición, en 2018. Las imágenes revelaban un lado nada edificante del constructor. Sin embargo, la peor parte se la llevó el agredido.
Ese hombre era John Claro, un cantautor y profesor universitario, compositor del pegadizo himno de Bucaramanga. 20 años atrás fue un cómico reputado. Su esposa, chilena, ha preparado también la merienda para los visitantes: huevo frito, queso y chocolate a la taza. Comparten un amplio apartamento con seis perros y un gato. “Después del golpe todo el mundo pensó que yo era un ladrón, un corrupto, un bandido”, se queja Claro. Toda la ira desplegada por el alcalde contra los políticos en abstracto quedó reflejada en la mejilla de este concejal. La gente, que amaba a Rodolfo, concluyó que Claro había recibido su merecido.
Rodolfo es un hombre brusco, sin pretensiones ni refinamientos. “Mírenme a los ojos, lean mis labios, conmigo no se roba más”, se dirige a la gente con el dedo levantado en uno de sus vídeos de campaña a la presidencia. Se le ve con más pelo, el suficiente para hacerse un modesto tupé, y menos arrugas que cuando era alcalde.
Físicamente, la víctima de su agresión tampoco es la misma. Claro se ha dejado crecer la barba y el pelo. Tiene un aire a escritor ruso apesadumbrado. Dejó de salir a la calle porque le insultaban. No reservaba en restaurantes para no enfrentarse a malas caras en las mesas de al lado. Incluso algunos amigos le dieron la espalda. Dejaron de contratarlo como cantante, cuando antes nunca faltaba quien lo quisiera para amenizar cualquier espectáculo. En el siguiente mandato volvió a presentarse como concejal y no salió elegido, por primera vez en 12 años. El incidente espoleó al agresor y hundió al agredido.
“Me sé el vídeo de memoria”, dice, mientras acciona el play en el ordenador de su despacho. Se sienta en una silla de gamer azul eléctrico.
En la pantalla aparecen dos hombres, Hernández y Claro. Si fuera una pelea de boxeo el árbitro los separaría, están demasiado juntos. En la grabación discuten sobre un impuesto del Ayuntamiento. La conversación sube de tono. “Fui un señor, ni lo puteé ni nada”, comenta Claro mientras observa las imágenes. La cara de Rodolfo, poco a poco, se va enrojeciendo. Acusaciones mutuas, de las que todos hemos visto en plenos municipales. En la pantalla, Claro le suelta: “su discurso excremental no me convence”. En persona, comenta que esa fue la grosería más grande que le dijo. Aunque hay más, cuando Rodolfo acusa a Claro de hacerse pasar por profesor universitario, este le responde con un escándalo de su hijo acerca de una comisión millonaria por mediar en una concesión [lo detallaremos más adelante].
En la pantalla se ve a Rodolfo gritar “mientes, hijueputa”. Acto seguido golpea a Claro. En puridad, no fue golpe de lleno en la mejilla, sino en el cuello. “Se va por detrás, me pega a traición”, lamenta el cantautor rebobinando las imágenes para atrás y para adelante.
Él no le devolvió el golpe:
—Suelo tener públicos buenos cuando canto, aunque a veces hay algunos que quisiera putearlos porque no oyen y hablan sin parar. Como artista uno aprende a controlarse.
Hay dos procesos todavía abiertos por la agresión que siguen los senderos accidentados de la justicia colombiana. Rodolfo fue sancionado en una primera instancia por la procuraduría, lo que le obligó a dejar el cargo durante unos meses. Claro desea que llegue a la presidencia “un humanista”, no un manilargo. “Imagíneselo como jefe de las fuerzas armadas de Colombia contra mí, un feligrés común y corriente. Me tendría que ir del país”.
En esta zona de Colombia, rodeada por la cordillera de los Andes, Rodolfo representa el hombre sencillo que irá a la capital a decirles las verdades a la burguesía bogotana criada en clubes de campo. Abofetee a esos corruptos, le pide su gente. Este fenómeno de empresarios ricos metidos en política, populismo antiestablishment surgido del mismo corazón del sistema, se ha dado en todo el mundo, pero en este rincón ha prendido con especial fuerza dada la poca credibilidad de la clase gobernante. La región de Santander ha tenido políticos destacados que se han quedado a las puertas de ser presidentes, como Luis Carlos Galán, asesinado en 1989. La sensación que tienen es que esta es una buena oportunidad de colocar a un paisano en la Casa de Nariño, la residencia presidencial.
Antes de ser bueno comunicando su imagen de hombre honesto e incorruptible, sabía venderse como empresario. Su campaña de comunicación la manejaban al inicio de la campaña dos argentinos que llevan a su lado más de dos décadas, desde 1998. Entonces, una crisis bancaria se llevó por delante a entidades financieras y corporaciones de ahorro y vivienda colombianas. Los constructores como Rodolfo se quedaron sin blanca. Estos argentinos, Guillermo Meque y Hugo Vásquez, le recomendaron anunciarse a página completa en el periódico local de más tirada en busca de inversores para su empresa, HG. Viviendas a crédito directamente con el constructor, sin entidad de por medio. Aquello funcionó, le salvó de la quiebra. Desde entonces hizo pocas cosas en los negocios o en la política sin su consejo.
Astuto, su principal asesor en la recta final de la campaña es Ángel Beccassino, que en las pasadas elecciones asesoró a Petro. “Lo que hace Rodolfo es decir las cosas como él siente que son. Ese es su gran potencia porque se le percibe como un hombre que no está disfrazado de mono siendo una jirafa”, dice Beccassino. Ha construido su discurso con frases tan simples que no hay por donde atacarlas. Si Petro es un populista, Hernández es un demagogo. Los contrincantes cuando le lanzan el cuchillo no atinan a golpear nada, solo aire.
Una de esos artefactos dialécticos es este: si no se roba, la plata alcanza. Lo que él está poniendo en juego, explica Beccassino en una entrevista, es un nuevo sentido común, que en realidad la gente lo captura porque es elemental. Quien trabajó con Hernández recuerda que cuando alguien entraba a su despacho de alcalde a proponerle un gasto siempre le planteaba tres preguntas. ¿Si fuera con plata suya haría el gasto? ¿Pagaría ese precio? ¿Qué ganan los pobres con esta inversión?
Rodrigo Fernández, viejo amigo, también ingeniero civil de profesión, fue su consejero de contratación, la rendija por la que se cuela la corrupción en las corporaciones locales. De esa forma, los candidatos devuelven el dinero a los empresarios que le apoyan durante la campaña. Les hacen pliegos a medida. Fernández fue colocado ahí, cuenta, para que nada de eso volviera a ocurrir. En 2015, a cada concurso se presentaba 1,4 empresas de media. Cuatro años después, lo hacían 57.
El Ayuntamiento redujo entonces el déficit a cero. La mayoría de las construcciones se hicieron en los barrios de la periferia. Hernández es alguien paciente que suele aconsejar a la gente que invierta en terrenos alejados de la urbe y se siente a esperar hasta que llegue hasta allí la civilización. “Rodolfo es más un administrador que un estadista”, conviene Fernández. “Aunque diría que sabe escuchar y rodearse de gente que sabe”. Se ha instalado la idea de que sería un presidente gestor, un presidente constructor, un presidente administrador. La pregunta última es si se puede administrar un país como una empresa.
El discurso anticorrupción se le puede caer por el lado de uno de sus hijos, el verdadero talón de Aquiles de los padres poderosos. El alcalde, en su día, decidió convertir la basura de Bucaramanga en energía. Sonaba a ciencia ficción, al menos aquí. Solo un par de empresas del mundo podían hacerlo, entre ellas Vitalogic. A la hora de presentar la documentación del concurso, se adjuntaba un papel donde se reflejaba una comisión de dos millones de dólares, firmada ante notario y en concepto de mediación, a nombre de Luis Carlos Hernández, hijo de Rodolfo.
El caso está en manos de la justicia. Por la puerta de un hotel del centro de la ciudad entra un señor con gorra, vestido de oscuro, casi de incógnito. Edgar Suárez, de 53 años, era diputado de la región de Santander cuando este escándalo salió a la luz. Fue uno de sus principales difusores a través de una columna dominical en el periódico El frente. “Al principio escribía que era un populista. Después que era un populista corrupto”, remarca Suárez. Bajo el brazo trae dos tomos de cientos de hojas con conversaciones de Whatsapps entre el hijo de Rodolfo y miembros del Ayuntamiento donde se dan detalles de la comisión. Un anónimo, asegura él, se los hizo llegar.
“Desde entonces trataron de acabarme a mí y a mi esposa. Quisieron tumbarme del cargo de diputado. Me estaban investigando por todos lados. Que si yo tenía amantes, si yo era gay... me buscaban el pecao”, cuenta mientras apura una botella de agua. Se le ve incómodo, nervioso, a punto de saltar de la silla. No se presentó a las siguientes elecciones como diputado: “No me lancé porque con esa lengua tan brava Rodolfo me acababa. Todo el mundo le cree a él”.
Sobre todo en los barrios más pobres de Bucaramanga, en el norte. Allí llegó a ser una especie de dios pequeño. Por allí niños sin camiseta que tampoco hoy han ido al colegio cruzan la carretera, mujeres cargan baldes de agua y los hombres se sientan en la puerta de casa. Por Esperanza 3 apareció en 2013 Rodolfo Hernández, un hombre sencillo con buenos propósitos. Construyó una cancha de fútbol siete con césped artificial y le dio el encargo a Laurentina Ariza, la mujer que vive en la casita pobre de enfrente, de cuidarla.
Ariza, más tarde, se convirtió en trabajadora de su campaña a la alcaldía. “Yo le moví miles de votos”, recuerda. Rodolfo prometió repartir por estas laderas 20.000 “hogares felices”. La gente entendió que le iban a dar una casa. En realidad, el constructor matizó después que proponía comprar unos terrenos y que los futuros propietarios fueran pagando pequeñas cuotas. Al final, ni una cosa ni la otra. La promesa se quedó sin cumplir. Ariza quedó desolada, rota. Continúa viviendo en casa de su suegra.
—¿Honestamente? Aún así le voy a votar como presidente. Me parece bien que vaya y pelee allá a los congresistas. Rodolfo es un buen grosero.
Carlos Buitrago ha colaborado en este reportaje que fue escrito el 8 de marzo y actualizado el 30 de mayo de 2022.
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