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Una refugiada ucrania en Polonia: “Todavía no he tenido tiempo de llorar”

Polonia ya ha recibido a más de 100.000 refugiados ucranios, en puntos fronterizos desde los que se pueden oír los disparos

Una familia ucrania recién llegada a Polonia en el centro de acogida instalado en el paso fronterizo de Dorohusk, el sábado.
Una familia ucrania recién llegada a Polonia en el centro de acogida instalado en el paso fronterizo de Dorohusk, el sábado.Jaime Villanueva
Cristian Segura (Enviado Especial)

La baronía Suchodolski fue construida en 1750 sobre una colina en el río Bug. Su señorío comprendía por entonces campos que hoy se dividen entre Polonia y Ucrania. 270 años después, el palacio Suchodolski acoge a refugiados ucranios de la última guerra en Europa, algo que la familia Makohou no creía que vería nunca a las puertas de su casa. Pero las bombas cayeron la mañana del 23 de febrero en las inmediaciones de su hogar, en Lutsk, en el noroeste de Ucrania. Luda y su marido hicieron las maletas el mismo día, cargaron a sus dos hijos en el coche y pusieron rumbo a Polonia, 130 kilómetros hasta al paso fronterizo de Dorohusk. Allí, las autoridades polacas han habilitado en el palacio barroco el centro de acogida de los que huyen de la invasión rusa.

La familia Makohou cruzó este sábado la frontera, pero sin el padre. La movilización de todos los hombres de entre 18 y 60 años, ordenada el viernes por el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, los pilló en la larga cola de entrada a Polonia. Cuando les llegó su turno, el padre dio media vuelta y dejó que su mujer e hijos entraran a pie en la Unión Europea. Luda, su hija Ira, de 15 años, y su hermano de dos fueron trasladados al campamento de recepción de refugiados, el palacio Suchodolski. Hace 80 años, en 1942, el mismo edificio sirvió de hospital de campaña de otro Ejército invasor, el alemán, durante la Segunda Guerra Mundial.

“Todavía no he tenido tiempo de llorar; no me lo puedo permitir, tengo que ser fuerte para mis niños”, afirma Luda. Ira habla un buen inglés aprendido en internet y en la escuela. Su instituto, cercano al aeropuerto, sufrió la onda expansiva de los misiles rusos: la fachada y las ventanas quedaron destrozadas, según imágenes que le han enviado al móvil. En la mochila no quedaba espacio para cargar sus libros de texto, pero pudo llevarse su cuaderno de dibujo: “Me gusta mucho dibujar”.

Dorohusk es la conexión más directa a Kiev, pero muchos ciudadanos evitan esta carretera porque su cercanía a Bielorrusia la expone a incursiones rusas. La SER grabó en el mismo punto fronterizo, a unos cientos de metros de Polonia, los disparos del Ejército ucranio contra la incursión de drones presumiblemente rusos.

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Más de 100.000 ucranios han huido en tres días del terror desatado por el presidente ruso, Vladímir Putin. El más pequeño de los Makohou no entiende nada del viaje, explicaba su madre. Su hermana jugaba con él todo lo que podía, y cuando se cansaba, se turnaba para distraerlo con su primo Mark. En el palacio se produjo el reencuentro entre Luda y su hermana Olena, que también cruzó la frontera con dos hijos, dejando al marido en Ucrania. Todos esperaban a ser recogidos por unos conocidos que les darán cobijo en Krotoszyn, municipio en el centro de Polonia, testimonio sangriento de tantas otras guerras, de la expansión prusiana al genocidio judío durante la Segunda Guerra Mundial. Luda Makohou repite que estaba convencida de que los ecos trágicos del pasado no volverían. “En la Ucrania occidental, tan cerca de Europa, no me hubiera imaginado lo que está sucediendo, parece una película”.

Una mujer polaca se ofrecía a hacer de traductora y otra voluntaria les traía un tentempié; media docena de personas montaban guardia en los jardines del palacio mostrando carteles en los que anunciaban cómo podían ayudar: Álex ponía su casa cerca de Varsovia a disposición de quien lo necesitara y Kate podía trasladar a una familia hacia Lublin en su furgoneta. En los accesos al edificio había jóvenes que preparan bebidas y platos calientes; en el interior, se disponían las literas a medida que llegaban mujeres y niños.

Jan Puhl, veterano corresponsal de Der Spiegel en Polonia, admitía desde Dorohusk estar “impactado” por cómo el Gobierno y la sociedad polaca se han volcado con los refugiados ucranios. “Contrasta con el rechazo a la acogida migratoria que han demostrado los Gobiernos conservadores de Ley y Justicia”, apunta Puhl. La crisis en 2021 entre Polonia y Bielorrusia es el último ejemplo de la diferencia de actitud: el líder bielorruso Aleksandr Lukashenko, aliado de Putin, trasladó a la frontera migrantes de países en conflicto como Irak, Afganistán o Siria. Las autoridades polacas obstaculizaron de forma agresiva el ingreso de estas personas en su territorio.

La sociedad polaca se dividió entre los partidarios de recibirlos y los contrarios. Una división que evidenciaban Álex y Kate, los voluntarios del palacio Suchodolski. Mientras él consideraba que aquello fue una acción “de provocación contra Polonia”, su amiga opinaba que tenían que prevalecer los lazos humanitarios y recibir a aquellas personas, víctimas como los ucranios de conflictos militares. “La diferencia es que el Gobierno ahora nos deja acercarnos a la frontera para ayudar a los ucranios”.

Luda e Ira también discrepaban en un asunto esencial, su futuro: Ira quiere volver cuanto antes a su hogar en Lutsk y volver a encontrarse con sus amigos; la madre, en cambio, tiene dudas, incluso se planteaba iniciar una nueva vida en un país que no esté bajo la amenaza de Putin. No sabe en cuál, admitía, porque todavía no ha tenido tiempo de asumir lo que está sucediendo en sus vidas.

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Sobre la firma

Cristian Segura (Enviado Especial)
Escribe en EL PAÍS desde 2014. Licenciado en Periodismo y diplomado en Filosofía, ha ejercido su profesión desde 1998. Fue corresponsal del diario Avui en Berlín y posteriormente en Pekín. Es autor de tres libros de no ficción y de dos novelas. En 2011 recibió el premio Josep Pla de narrativa.

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