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El Kabul de los talibanes da la bienvenida a los extranjeros

Los parabienes de los barbudos y la aparente normalidad de la ciudad contrastan con la dura realidad de los afganos

Ángeles Espinosa
Kabul (Enviada Especial) -
Afganistan
Milicianos talibanes en el aeropuerto de Kabul, el pasado agosto.Xinhua vía Europa Press (Europa Press)

“Bienvenida a Kabul”, saluda un sonriente funcionario en el control de pasaportes. Poco importa que el visado lo haya emitido un consulado que sigue ondeando la bandera de la República de Afganistán y que no mantiene contacto con el Emirato Islámico proclamado por los talibanes tras su llegada al poder el pasado verano. La modesta terminal del aeropuerto internacional recibe a los escasos viajeros que estos días llegan al país con especial esmero. Los nuevos gobernantes quieren dar buena imagen para apoyar su demanda de reconocimiento.

De hecho, salvo los guardias armados que vigilan el recinto, apenas se ven talibanes. La mayoría de los agentes, como los porteadores que se ofrecen a recoger los equipajes en la cinta transportadora, son los mismos que ejercían antes del repentino cambio de régimen del pasado verano. Amablemente, invitan a los extranjeros a rellenar una ficha de llegada, aunque una vez cumplido el trámite piden que sea el viajero quien la guarde “para que no tenga problemas al salir”. El requisito, una vez sellado el pasaporte, se antoja un pretexto para solicitar una propina. “Desde que están los talibanes, no cobramos nuestro sueldo”, justifica uno de ellos.

Es una queja que se repite en todas las administraciones. A falta de fondos, los talibanes han dado prioridad al pago de sus milicianos y la mayoría de los empleados públicos solo han cobrado una mensualidad desde agosto. Aun así, quienes han vuelto al trabajo siguen acudiendo cada día con la esperanza de recibir pronto los atrasos.

Necesitados del apoyo administrativo para gestionar el país, los fundamentalistas han pedido a los funcionarios varones que se reincorporen a sus puestos, en especial en los niveles intermedios y básicos. El resultado parece desigual: en la sala que hace las veces de oficina de acreditación de periodistas en el Ministerio de Exteriores, solo tres de la veintena de puestos de trabajo están ocupados. Tampoco aquí hay barbas largas. Los fundamentalistas están en los despachos de la planta superior donde, según un empleado, “los sueldos son más altos”.

Además, hay talibanes en la entrada al recinto ministerial. Otro sitio donde se evidencia el intento de causar buena impresión. El miliciano encargado de franquear el acceso, tras un sucinto chequeo, sonríe a la extranjera e incluso se esfuerza en saludarla en inglés. Dentro, los trámites de acreditación no son nada engorrosos. Las experiencias de los afganos, y sobre todo de las afganas, para solicitar un pasaporte u otro documento son otro cantar, según señalan varias fuentes.

La ciudad ha recobrado una apariencia de normalidad. Han desaparecido las colas frente a los bancos que se veían hace un par de meses. Ahora las hileras de pacientes afganos se han trasladado a las oficinas de pasaportes y las escasas embajadas que quedan abiertas. Tampoco están los miles de desplazados internos que se concentraban en los parques, al parecer reenviados a sus lugares de origen en autobuses por las nuevas autoridades. Hombres y mujeres callejean por el centro, compran frutas en los puestos e, incluso, comparten mesa en cafés y restaurantes en los que pocos clientes prestan atención a la separación de sexos que intentan generalizar los talibanes.

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Al salir de nuevo a la calle, el contraste es brutal. No solo por las bajas temperaturas que ya anuncian el invierno, sino por el ejército de pedigüeños que aborda a los parroquianos. Niños, ancianos, lisiados e incluso alguna mujer que esconde la vergüenza de pedir bajo el burka imploran una ayuda para comer. Son los rostros, con nombres, apellidos y dolorosas historias personales, de las cifras de pobreza con las que la ONU trata de llamar la atención del mundo. El 95% de los 39 millones de afganos ya no tiene suficiente para una alimentación decente, 23 millones están al borde de la hambruna (de ellos tres millones de niños menores de cinco años) y aún hay 3,5 millones de desplazados internos que pasarán la estación fría bajo precarias tiendas de campaña y sin suficiente abrigo.

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Sobre la firma

Ángeles Espinosa
Analista sobre asuntos del mundo árabe e islámico. Ex corresponsal en Dubái, Teherán, Bagdad, El Cairo y Beirut. Ha escrito 'El tiempo de las mujeres', 'El Reino del Desierto' y 'Días de Guerra'. Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense (Madrid) y Máster en Relaciones Internacionales por SAIS (Washington DC).

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