Marsella, del adorado McDonald’s al ‘fast-food’ social
El cierre de un restaurante de la cadena de comida rápida dejó tocados las zonas desfavorecidas de la ciudad francesa. El Ayuntamiento compra el local para mantener viva el ágora del barrio
En el viejo McDonald’s de los arrabales del norte de Marsella, hay las mismas sillas y mesas que en cualquier restaurante de la cadena de comida rápida en el resto del planeta. Las cajas registradoras siguen ahí, al igual que los carteles luminosos que anuncian “la nueva variación del Big Mac que nunca pasa de moda”.
Pero el local está en la penumbra y dentro no hay clientes ni empleados con uniforme. La freidora para las patatas y la parrilla para las hamburguesas están envueltas en un plástico transparente. En el exterior, el edificio de una sola planta está pintado con manchas imaginativas de azul, violeta y rosa.
Junto a los anuncios de menús de oferta que, desde que hace dos años el restaurante cerró, ya no interesan a nadie, ahora cuelgan en las paredes dibujos y textos escritos a mano. “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo”, se lee en uno. “La mía sabe que no lo rehará, pero su tarea quizá sea mayor. Consiste en evitar que el mundo se deshaga.”
La frase es del escritor Albert Camus y podría resumir el pulso que, desde hace tres años, se ha librado en este rincón de los quartiers nord: los barrios del norte marsellés azotados por el desempleo, la discriminación y los estallidos de violencia. Son barrios de bloques de edificios construidos durante los años cincuenta y sesenta en la ladera de la montaña para alojar a la inmigración de origen magrebí y africana; bloques hoy degradados y donde prospera el tráfico de droga.
Ahí en medio se encuentra este McDonald’s, ahora un banco de alimentos y próximamente, si no hay contratiempos, un restaurante de comida rápida sin ánimo de lucro, un fast-food social, como dicen sus promotores. El Ayuntamiento de la ciudad, en manos de la izquierda después de 25 años de dominio conservador, ha comprado los terrenos y el local por unos 600.000 euros con la intención de alquilarlo al futuro establecimiento “social y solidario”.
“Mire a su alrededor, no hay más que bloques”, dice en el aparcamiento Kamel Guemari, 40 años, empleado en este McDonald’s desde los 16. “Nosotros traemos colorido, hemos hecho un sueño realidad”.
El restaurante es un símbolo. Lo es por la afición de Francia por esta cadena que, pese al calificativo de malbouffe o comida basura que suele aplicársele en este país, en ningún lugar del mundo es tan rentable, con la excepción de Estados Unidos. Y por las dificultades de los quartiers nord: cuando en 1992 se instaló en este barrio, el restaurante se convirtió en un pulmón económico. Daba trabajo. Y algo más. En una zona con escasos comercios y atravesada por autovías y vías de tren, este McDo, como le llaman los franceses, era el ágora del barrio. Por eso, el anuncio de su venta, en la primavera 2019, debido a las pérdidas millonarias, cayó como un bombazo. Y desató una movilización insólita. Los vecinos emprendieron un combate al que se unieron sindicatos y partidos de izquierda por preservar el McDonald’s. La paradoja era que, en 20 años, los activistas habían pasado en Francia de desmontar locales de McDonald’s en protesta contra la malbouffe y el capitalismo a reclamar que un McDonald’s no cerrase sus puertas.
Kamel Guemari fue uno de los protagonistas de la batalla. Saltó a los titulares de la prensa nacional cuando un día se encerró en los locales y, mientras se grababa por la red social Facebook, se roció con gasolina y amenazó con inmolarse. No lo hizo, pero el acto hizo de él una pequeña celebridad: un líder imponente por su aspecto —alto y con barba “castrista”, como le describió el líder de la izquierda Jean-Luc Mélenchon—, carismático, con modos a veces bruscos. En el verano de 2020 fue condenado a cuatro meses en libertad condicional por agredir al director de otra franquicia de McDonald’s en Marsella. Un artículo de la revista económica estadounidense Forbes lo describe como “una mezcla de Espartaco, Gandhi y Don Quijote”.
McDonald’s cerró en 2019, fue ocupado, y se sucedieron meses de conflictos laborales y judiciales. Entretanto, se había transformado en un banco de alimentos. “Fuimos el único restaurante en el mundo abierto durante la pandemia, 22 horas sobre 24″, se enorgullece Guemari. “La población de aquí no temía morir del covid, temía morir de hambre”.
Un nuevo capítulo se abrió este verano, cuando el nuevo alcalde, el socialista Benoît Payan, anunció la compra del McDonald’s por el Ayuntamiento. “Nuestra esperanza es que este proyecto sea ejemplar”, explica por teléfono Laurent Lhardit, adjunto al alcalde de Marsella y responsable de economía y empleo. “En los barrios norte”, continúa Lhardit, “la costumbre en las últimas décadas ha sido que a la gente se la ayuda, se les apoya, se les da subvenciones, pero en ningún momento se les da confianza para decirles que son totalmente capaces de desarrollar un proyecto y no vivir simplemente con las ayudas. Esta es la apuesta”. Un portavoz de McDonald’s, requerido por EL PAÍS, declaró: “McDonald’s Francia no hace comentarios sobre este proyecto de cesión en curso”.
Hoy, dentro del antiguo McDonald’s no hay clientes, ni huele a fritanga, pero la actividad de los voluntarios —una decena de hombres y mujeres preparando bolsas con comida, ordenando los almacenes— es incesante. En unos meses, si todo sale como está previsto, esto será, además, un nuevo fast-food que dará trabajo a decenas de personas. Le llaman L’Après-M: un juego de palabras que en francés significa El post-McDonald’s y La tarde. “Se habla de la delincuencia en los barrios, pero un niño que ve que su frigorífico está vacío y que sus padres están desesperados, ¿qué hace?”, dice Guemari. “Combatir el radicalismo o la pequeña delincuencia: esto se hace únicamente por el trabajo”.
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