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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La Alemania de Merkel no estuvo a la altura

Aunque la canciller merece ser elogiada como una líder firme y humana, nunca representó el último baluarte entre la decencia y la barbarie

Merkel, tras poner la primera piedra de un centro de día el viernes de la semana pasada en Brandeburgo.
Merkel, tras poner la primera piedra de un centro de día el viernes de la semana pasada en Brandeburgo.DPA vía Europa Press (Europa Press)
Yascha Mounk

Hubo un periodo, durante los días más oscuros de la presidencia de Trump, en el que Angela Merkel parecía la última adulta de la escena mundial. Con Estados Unidos liderado por un extremista, Reino Unido sumido en el caos, India en caída libre hacia la autocracia, y Rusia y China cada vez más represoras, la canciller alemana era ampliamente aclamada como “la líder del mundo libre”.

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Ahora que Merkel está a punto de abandonar el cargo que ha ocupado durante los últimos 16 años —cuando lo asumió, sus homólogos internacionales eran George W. Bush, Tony Blair, Jacques Chirac y Silvio Berlusconi—, su imagen heroica causa preocupación entre los observadores internacionales por lo que pueda venir después. ¿Habrá una trumpificación de Alemania tras su retirada? ¿Podría el papel del país como defensor de la democracia en la escena internacional pasar a pertenecer al pasado?

Estas preguntas se basan en premisas erróneas. Aunque Merkel merece ser elogiada como una líder firme y humana, nunca representó el último baluarte entre la decencia y la barbarie; incluso cuando haya dejado el cargo, es probable que Alemania sea gobernada por un moderado. Y aunque, efectivamente, le preocupen los valores democráticos y los derechos humanos, hizo muy poco para defenderlos mientras ocupó la cancillería. Incluso con su sucesor es probable que Alemania combine un discurso moralista con una falta de seguimiento y una preocupante disposición a hacer tratos abyectos con déspotas.

Da la sensación de que la salida de Merkel del cargo representará una cesura histórica, pero para bien y para mal, su país cambiará poco cuando ella se vaya. Bajo su liderazgo, Alemania no estuvo a la altura de los tres mayores desafíos del país de las últimas dos décadas.

El primer reto importante llegó tras la Gran Recesión, cuando los países del sur de Europa entraron en una peligrosa espiral de deuda. Un líder decidido les habría ofrecido un generoso rescate o, en su defecto, los habría obligado a abandonar la moneda única. En vez de ello, la Unión Europea, bajo el liderazgo de Merkel, fue poniendo parches a lo largo de una década profundamente destructiva. Al final, la UE evitó el peor escenario, es decir, la salida de un país de la zona euro, pero el precio social de este aparente éxito fue mucho más alto de lo necesario, y con los problemas estructurales aún sin resolver, la próxima recesión económica podría provocar una repetición de la misma tragedia.

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El segundo gran desafío fue consecuencia del ascenso de los populistas autoritarios en Europa Central. Cuando Viktor Orbán fue elegido por primera vez, la UE podría haber impuesto verdaderas sanciones a Hungría para detener el retroceso del país hacia la autocracia. En vez de ello, Merkel se opuso a la adopción de medidas significativas para exigir responsabilidades a Orbán y permitió que el partido de este siguiera siendo miembro del grupo democristiano del Parlamento Europeo. Hungría ya no es un país libre, y otros líderes de extrema derecha han imitado el modelo de su primer ministro.

El tercer gran trance se presentó cuando la guerra civil en Siria llevó a millones de personas a buscar refugio en Europa. Con sus palabras de bienvenida y su negativa inicial a cerrar las fronteras alemanas, Merkel se ganó admiradores en todo el mundo. Pero nunca fue esa defensora por principio de un derecho ilimitado al asilo que los medios de comunicación internacionales elogiaron. Su decisión de mantener las fronteras abiertas tuvo que ver tanto con sus vacilaciones características y el mal funcionamiento burocrático del país, como con su compromiso firme con los derechos humanos. Y aunque Merkel siguió negándose a decir que acabaría por poner límite a la marea de refugiados —algo que contribuyó en gran medida al ascenso de la ultraderechista Alternativa para Alemania—, en realidad hizo lo que pudo para que se quedaran fuera. En virtud de una serie de acuerdos con autócratas como Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Alemania externalizó el trabajo sucio de hacer sus fronteras impenetrables.

Tres candidatos compiten por suceder a Angela Merkel, y con el día de las elecciones a la vuelta de la esquina, la carrera entre ellos sigue muy abierta. Sobre el papel, hay grandes diferencias entre los tres. Armin Laschet, un apacible católico de Renania, es miembro de los democristianos de Merkel. Olaf Scholz, el afable exalcalde de Hamburgo, lidera a sus rivales históricos del Partido Socialdemócrata. Y Annalena Baerbock, una joven legisladora de Hannover, encabeza el Partido Verde, fundado como movimiento contracultural en la década de 1980.

Sin embargo, a pesar de sus evidentes diferencias de edad, biografía y orígenes ideológicos, en la práctica los tres se posicionan como fuerzas de continuidad. Los tres son socialmente liberales sin tener verdadera conciencia social; creen en un Estado del bienestar fuerte, aunque prometen responsabilidad fiscal; y defienden la OTAN y consideran a Estados Unidos un estrecho aliado, pero no están dispuestos a gastar suficiente dinero en el Ejército alemán como para convertir al país en un actor global serio. Durante un reciente debate entre los tres, a veces los moderadores parecían buscar desesperadamente algún signo de desacuerdo sustancial. Incluso cuando se les invitó a criticar a sus principales adversarios, los tres candidatos declinaron cortésmente hacerlo. El resultado es una campaña electoral que ha sido al mismo tiempo agitada y extrañamente aburrida. Aunque los votantes no tienen mucha idea de quién va a ser el próximo canciller, o qué clase de Gobierno de coalición se formará, la mayoría parece coincidir en que, en cualquier caso, las cosas no serán muy diferentes.

De momento parece que el Partido Socialdemócrata, cuyos resultados electorales no han dejado de empeorar en las últimas décadas, y cuya muerte ha sido pronosticada innumerables veces, podría salir victorioso. Desde que empezó la campaña, Scholz, un político en la tradición centroizquierdista de Bill Clinton, pero con el carisma de Mitch McConnell, apostó por la idea de que los votantes se sentirían atraídos por su tranquila competencia. A medida que Laschet y Baerbock cometían un error evitable tras otro, esta estrategia de la que tantos se burlaban ha ido dando sus frutos.

Al principio de la campaña, los sondeos pronosticaban que el Partido Socialdemócrata acabaría en un lejano tercer puesto, por detrás de los Verdes y los democratacristianos. Ahora ha superado a ambos. Y aunque todavía a principios de agosto la plataforma de apuestas por Internet Predictlt daba a Scholz una posibilidad entre 20 de sustituir a Merkel, desde entonces el candidato se ha convertido en el favorito.

La buena noticia de estas elecciones alemanas es que no van a cambiar mucho el país. Tanto si el próximo canciller es Annalena Baerbock, Olaf Scholz o Armin Laschet, en el futuro próximo Alemania seguirá siendo una democracia estable y tolerante. Ninguno de los tres candidatos tiene el carácter para imitar a los populistas autoritarios en ascenso en tantos países en los últimos años, ni el deseo de hacerlo. Al mismo tiempo, es probable que la ultraderechista Alternativa para Alemania, que hace cuatro años logró un porcentaje de votos récord, pierda apoyo en esta ocasión.

La mala noticia es la misma: las elecciones no cambiarán demasiado el país. Con Merkel, Alemania no ha sido tanto el modelo de democracia y derechos humanos que la mayoría de los observadores internacionales creía. El país estrechó sus lazos económicos con China, llevó adelante un gasoducto importante para el Kremlin, reforzó el poder de los déspotas incipientes de Polonia y Hungría, y cerró tratos inmorales con los dictadores de Turquía y de otros países. Probablemente la misma hipocresía caracterizará la política exterior de Alemania cuando Merkel se haya ido.

Hay pocos motivos para que, aquellos a quienes les importan la democracia y los derechos humanos, se preocupen por Alemania. Pero tampoco hay muchos para que depositen grandes esperanzas en sus líderes, ya sean pasados, presentes o futuros.

Yascha Mounk es profesor de la Facultad de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y autor de El pueblo contra la democracia (Paidós).

Traducción de News Clips.

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