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Vaticano
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Un príncipe de la Iglesia en la sala del crimen

La Iglesia católica es un todo, no solo la parte del Estado de la Santa Sede, y así lo entendió el Papa nada más tomar posesión, en 2013, ordenando cancelar 5.000 cuentas de dudoso origen en el banco vaticano

Becciu durante una rueda de prensa en Roma el 25 de septiembre de 2020
Becciu durante una rueda de prensa en Roma el 25 de septiembre de 2020Gregorio Borgia (AP)

Pese a sentarse a partir de este martes en la sala del crimen del Vaticano, el cardenal Giovanni Angelo Becciu conserva el más alto título honorífico que puede conceder el pontífice romano: la dignidad de Príncipe de la Iglesia. Su caso no tiene precedentes desde que Benito Mussolini pactó con Pío XI la creación, en 1929, del Estado de la Santa Sede. El dictador, ateo pletórico, reconocía la soberanía papal sobre la Ciudad del Vaticano, el palacio de Castel Gandolfo y las basílicas de San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros, entre otras enormes propiedades, y llenaba de honores al sumo pontífice. También otorgaba a la Iglesia italiana la condición de religión exclusiva del Estado, y a los cardenales, “los honores debidos a los príncipes”. A cambio, el papa pedía a sus fieles sumisión al dictador, retiraba el apoyo appartido de los católicos y proclamaba que Mussolini era “un hombre de la providencia de Dios”.

Además, estaba el dinero. Mussolini entregó al nuevo Estado, como indemnización, 1.750 millones de liras. Era una fortuna inmensa, que necesitaba un banco central (se llamaría Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica-APSA), y, sobre todo, un banquero. El elegido fue Bernardino Nogara, en el cargo hasta 1954, reinando ya Pío XII. Había trabajado como delegado en Estambul de la Banca Comerciale Italiana, y en el Reichsbank, el banco central alemán.

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Fue Pío XII quien cambió el nombre de la APSA, en 1942. Se llamaría Instituto para las Obras de Religión (IOR), conocido como Banco Vaticano. La idea era dominar a las iglesias nacionales desde el Vaticano con la argamasa del dinero y los honores. El historiador Francisco Minoves Besolí cuenta en Quo vadis Vaticano y Quo vadis Cristianismo (Entrelíneas Editores y LoQueNoExiste), cómo generó Nogara un imperio financiero y sus consecuencias para el cristianismo moderno. “A su muerte, en 1958, el cardenal americano Francis Spellman dijo de él que después de Jesucristo era lo mejor que le había pasado a la Iglesia”. ¡Blasfemia razonada!

De aquel banco central queda el desprestigio, pero lo cierto es que Nogara multiplicó con creces los regalos de Mussolini. Gastó 300.000 liras en restaurar los palacios vaticanos, y el resto lo invirtió en títulos de compañías dedicadas a todo tipo de negocios, algunos nada cristianos.

Francisco ha intentado ajustar las cuentas. Había acertado con el nombramiento del cardenal George Pell como secretario de Economía y la misión de poner orden, sin contemplaciones, en el milmillonario entramado financiero católico. Pero Pell tuvo que regresar a su país, Australia, para enfrentarse a un juicio por pederastia, del que ha salido absuelto después de pasar 404 días en prisión. “Fui un cabeza de turco. Mi mayor error fue subestimar las fuerzas oscuras del Vaticano”, declaró el mes pasado a la revista Vida Nueva. ¿Estaba su colega Becciu entre esas fuerzas oscuras? Quizás lo desvele este juicio.

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Mientras tanto, Francisco, escarmentado, ha llamado a su lado a un compañero de congregación, el jesuita español Juan Antonio Guerrero Alves, (Mérida, 1959), para que acelere los ajustes. Exprofesor de Filosofía Social y Política en la Universidad Pontificia Comillas, en Madrid, Guerrero, simple sacerdote, será prefecto de una congregación pontificia sin el capelo cardenalicio, en contra de la costumbre para esos cargos. Antes, fue maestro de novicios en España (2003 a 2008), superior de los jesuitas de Castilla (2008 a 2014), tesorero de la Compañía de Jesús en Mozambique (2015 a 2017) y director de una escuela secundaria de esta orden en ese país (2016-2017).

Cultura del secreto

“Venimos de una cultura del secreto, pero hemos aprendido que la transparencia nos protege más que el secreto”, dijo el viernes pasado en la presentación de resultados del pasado ejercicio. Ofreció datos parciales, los del Estado Vaticano. Por ejemplo, según sus cuentas, son más de 5.000 los inmuebles que posee el Papa en todo el mundo, 4.051 en Italia y 1.120 en el extranjero. Excluyó de la lista las sedes de sus embajadas ante 180 naciones y omitió también las propiedades administradas por 5.173 obispos repartidos por todo el mundo. Suman millones de inmuebles y fincas. Solo en España, una veintena de obispos administran en sus diócesis más propiedades que el Papa, si se toman como referencia los datos de Guerrero Alves. El Gobierno lo ha certificado mandando un listado al Congreso, con la suma de 34.961 bienes inmatriculados por los prelados entre 1998 y 2015, al amparo de un decreto del Gobierno de José María Aznar, es decir, sin contar las propiedades que se registraron durante el franquismo, más de 100.000.

Cuando el Consejo de Europa exige mejoras al Vaticano en transparencia y que combata con más eficacia el blanqueo de capitales (lo hizo por última vez el 9 de junio pasado), piensa en la totalidad de esos fondos y de esos bienes, no solo en el IOR. La Iglesia católica es un todo, no solo la parte del Estado de la Santa Sede. Así se presenta ante los otros Estados, y así exige ser tratada. Lo entendió el Papa nada más tomar posesión, en 2013, ordenando cancelar 5.000 cuentas de dudoso origen en el banco vaticano. Los titulares estaban desperdigados por una veintena de países.

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