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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

El símbolo es el papá de Boris

Aún falta un acuerdo sobre servicios, que suponen el 80% de la economía británica

Xavier Vidal-Folch
Funcionarios de aduanas inspeccionan camiones en el puerto de Larne, en la costa de Irlanda del Norte, el viernes.
Funcionarios de aduanas inspeccionan camiones en el puerto de Larne, en la costa de Irlanda del Norte, el viernes.Peter Morrison (AP)

Ni el propio texto, ni las fotos de colas navideñas, ni la pose de ningún político. El símbolo más vivaz del acuerdo entre el Reino Unido y la Unión Europea para el tratado comercial bilateral que este viernes entró provisionalmente en vigor se llama Stanley y es el papá de Boris Johnson.

Con la afirmación de “siempre seré europeo, eso es seguro”, ha explicado su solicitud de nacionalizarse francés —su madre nació en el Hexágono—, sin renunciar a ser también británico. No es un caso aislado. Tampoco Kirsten, la exesposa del exlíder del UKIP Nigel Farage, renegó de su identidad alemana, ni de su pasaporte europeo. Ambos ilustran el poder de atracción de Europa incluso entre los íntimos de los líderes secesionistas más aguerridos.

Sin desmentir la gran mayoría del apoyo al tratado en Westminster, el deslinde cualitativo la matiza severamente: el grueso del Partido Laborista lo validó solo porque la alternativa era peor, pero 36 de los suyos se abstuvieron; todos los liberaldemócratas votaron en contra; lo mismo que, compactas, lo hicieron las minorías nacionales escocesa, galesa y norirlandesa, ese mal augurio para la cohesión del reino: prefieren a Stanley que a Boris.

Y en la Cámara de los Lores, la baronesa Hayter, socialista, logró 213 meritorios apoyos (y 312 votos contrarios de carril) a su enmienda jeremíaca por las “limitaciones” del acuerdo; las “nuevas trabas” a los flujos comerciales; “el peso” de la burocracia; los “problemas regulatorios”; la erosión del “mutuo reconocimiento de los títulos profesionales”; y el “olvido” en que queda el principal sector de la economía isleña, los servicios. En la calle, junto al respiro porque todo podría haber sido peor, el sector totémico de la operación, los pescadores, manifestaba su profundo desacuerdo al grito de “traición”.

Por el contrario, y sin que Bruselas organizase una activa propaganda como la de Downing Street, no aparecieron detractores del pacto en el continente. Así que, a la espera de los resultados económicos de ambas orillas, las ciudadanías han emitido ya su primer veredicto.

Para la positiva percepción continental del resultado ha cotizado la ausencia de virajes: no ha habido aquí un proyecto Cameron, otro May y varios Johnson, que atravesaron incluso el desmoche parcial (y efímero) de su pacto sobre Irlanda del Norte del Acuerdo de Retirada. O la unidad negociadora entre Gobiernos e instituciones de la Unión.

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Y, sobre todo, la impresión de que lo pactado responde en esencia a lo prometido (aunque al precio de difuminar el papel del Tribunal de Justicia europeo, TJUE): una relación comercial sin aranceles ni cuotas que proporciona a la UE un superávit anual de 100.000 millones de euros. Sin mellar el mercado interior.

Para los amantes del detalle es aconsejable zambullirse en la solidez de los mecanismos de gobernanza de los posibles litigios (sustitutivos del TJUE), la clave de un buen contrato: lo mínimo que deben contener las normativas sobre el terreno de juego común (fiscal, competencia, laboral, medioambiental); las medidas unilaterales y automáticas “correctivas” o de retorsión en caso de abusivas ayudas de Estado a empresas; las consultas para discrepancias menores y el tribunal arbitral.

La protección de los estándares europeos es correcta. Excelente —detallada y automática— en cuanto a los de la política de competencia (abusos de posición empresarial dominante, cárteles, subsidios distorsionadores).

Muy buena la exigencia de similares requisitos laborales, sociales y medioambientales, pues incluye el principio de la no regresión de los niveles alcanzados ya en la Unión y el recurso al tribunal arbitral si las exportaciones isleñas amenazan con distorsionar el mercado en caso de rebajarse los niveles de ambición de esos factores productivos.

Y un aprobado raspado en la protección contra la competencia fiscal desleal (ante reducciones de tipos impositivos): solo se garantiza el listón mínimo de la OCDE, aunque, claro, la armonización de los 27 es en esto escasa. Y el principio de que las “medidas regulatorias no constituirán barreras comerciales disfrazadas”.

Así que en este punto la mejor garantía puede estar fuera del tratado: aún falta un acuerdo sobre el sector servicios, que supone el 80% de la economía británica, e incluye al agresivo subsector financiero de la City (banca, Bolsa, seguros). Si Londres emprende una carrera para demoler impuestos, podría contrarrestarse mediante un correctivo en el trato a ese emporio. Pero esta asignatura está pendiente. Los Stanley y las Kirsten la aprobarían.

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