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Arquitecto europeo, reformista francés

Francia reexamina la figura del fallecido Giscard D’Estaing, un presidente impopular que se quedó a medias en su ambición de cambio para el país

Valéry Giscard D'Estaing (a la derecha) con su amigo el canciller alemán Helmut Schmidt, durante una cumbre europea en Luxemburgo, en 1976.
Valéry Giscard D'Estaing (a la derecha) con su amigo el canciller alemán Helmut Schmidt, durante una cumbre europea en Luxemburgo, en 1976.- (AFP)
Marc Bassets

Cuando un presidente desaparece, es toda una época y un país los que yacen en la mesa de autopsias. Valéry Giscard d’Estaing murió el miércoles en su residencia rural de Authon, en el centro de Francia, por la covid-19. Tenía 94 años. Y en Francia políticos y comentaristas se lanzaron a analizar el legado de uno de los expresidentes más impopulares, un hombre al que muy pocos reivindicaban ya, pero que dejó una huella que sigue explicando la Francia y la Europa de 2020.

La muerte de quien, entre 1974 y 1981, fue el primer presidente liberal de la V República, y el más joven en su momento, coincide con el mandato de otro presidente que conquistó el poder joven y con un programa reformista y liberal. Giscard, que se quedó a medias en sus reformas y abandonó el palacio del Elíseo entre abucheos, es un espejo, no siempre cómodo, para Emmanuel Macron. “Si nuestra sociedad se modernizó y se abrió, si nuestras vidas son más libres, es gracias a su coraje también”, dijo el jueves el actual mandatario en un mensaje televisado a la nación.

La otra parte de la herencia giscardiana es la Unión Europea. Y aquí, sí, el balance es más nítido como precursor, junto al canciller alemán Helmut Schmidt, de la moneda única y de la UE actual.

Para algunos, Giscard era un cadáver político desde hacía tiempo. “Me pregunto si no exageramos con las exequias de François Mitterrand”, dijo en 1996, al morir el presidente socialista, André Santini, un político que había pertenecido al partido de centroderecha que fundó Giscard. Santini añadió con maldad: “No recuerdo que hiciéramos tanto con Giscard”. Quien lo fue todo había pasado a ser irrelevante. Exactamente, desde el día de 1981 en que el socialista Mitterrand le derrotó y él se convirtió en un presidente de un solo septenio.

Su aura de modernidad —se miraba en el espejo de John F. Kennedy, de quien conservaba en su despacho un retrato junto a él cuando era ministro de Finanzas con el general Charles de Gaulle— se había evaporado y había dejado paso al aire altivo de un líder aristocrático y distante, envuelto en escándalos grotescos como el de los diamantes que le regaló el dictador centroafricano Jean-Bédel Bokassa. Su ímpetu reformista quedó triturado por los choques petroleros y el fin de la prosperidad de la posguerra.

Ahora Francia gira la mirada a los años de Giscard y ve otras cosas, como aquella campaña de 1974 en la que, tras los años eternos de De Gaulle y el epílogo de su sucesor, Georges Pompidou, surgió un hombre joven. A los 48 años, Giscard era un muchacho entre los anquilosados políticos de aquel tiempo. Irrumpía con ideas nuevas. Encarnaba a una derecha liberal que, en Francia, resultaba una anomalía. En el poder, nombró como ministra de Sanidad a Simone Veil, magistrada y superviviente de Auschwitz. Veil defendió la ley que despenalizaba el aborto, el logro más significativo de Giscard en la política francesa. La negativa a abolir la pena de muerte —fue Mitterrand quien la suprimió en 1981— demostró los límites del proyecto liberalizador.

El legado de Giscard ha sido más aplaudido en Europa que en Francia. Estableció una complicidad única con el canciller socialdemócrata Schmidt. En sus memorias, El poder y la vida, recuerda un episodio emotivo cuando, durante un viaje a Alemania, Schmidt le confesó un secreto de familia que solo conocían su esposa y un colaborador: “He decidido decirle algo (…). Mi padre es judío”. La confianza ayudó a construir el embrión de lo que décadas después sería el euro. El motor franco-alemán raramente funcionó tan bien como entonces. En la España de la transición dejó muchos malentendidos y una lista larga de agraviados por los bloqueos que impuso durante las negociaciones de acceso a la Comunidad Europea.

El último en entrar

Su carrera europea se prolongó después de abandonar el Elíseo, y tuvo un último acto agridulce: la presidencia de la Convención que en 2002 y 2003 redactó una Constitución para la UE. El exministro español Íñigo Méndez de Vigo, que como eurodiputado trabajó mano a mano con Giscard en el presidium de la Convención, recuerda a un hombre que se tomaba muy en serio a sí mismo y el trabajo que se la había encomendado. Los temas los estudiaba a fondo; los rituales eran importantes. En las reuniones, siempre era el último en entrar, como correspondía a su rango. “Se le ha criticado la altivez, una cierta lejanía, una grandilocuencia, pero él consiguió transmitir esto a los convencionales. Les decía: ‘¡Algún día tendrán una estatua en su pueblo a su nombre!’. Jugaba con eso, y estaba bien. Les estaba diciendo: ‘Serán decisivos”, dice por teléfono Méndez de Vigo. “El modelo para él era la convención de Filadelfia [donde se aprobó la Constitución de EE UU], donde uno era Washington, otro Madison, otro Hamilton, otro Adams”.

La Constitución europea no se aprobó, entre otros motivos por el rechazo de Francia en referéndum, pero gran parte del trabajo acabó integrado en tratados europeos. Como le había ocurrido otras veces, sus ambiciones quedaron a medias. “Si fracasa, que al menos fracase intentando grandes cosas”, dice una frase del presidente estadounidense Teddy Roosevelt que abre las memorias de Giscard, “De manera que su lugar nunca esté entre las almas frías y tímidas que no conocen ni la victoria ni la derrota”.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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