La clase repartidora
Las condiciones laborales de estos trabajadores serán un retrato significativo de nuestras sociedades en esta época de fuerte cambio
Cada tiempo tiene su clase trabajadora de referencia. Durante siglos fueron los campesinos; desde la Revolución Industrial, la clase obrera; en las últimas décadas, los empleados del sector de los servicios (mucho más heterogénea que las anteriores). Dentro de esta familia, la era pandémica está poniendo los focos —por simbolismo, aunque no por peso absoluto— en un segmento muy llamativo: la clase repartidora.
Hablamos de hombres —mayoritariamente— y mujeres que con sus bicis, motos u otros medios de transporte son parte de un segmento pujante del gran negocio digital, uno de los pocos que capea con vigor las olas del coronavirus. Sus vidas dicen mucho de nuestro tiempo. Sus condiciones laborales serán un retrato muy significativo de nuestras sociedades. Sus rostros —que, quizás, la mayoría apenas mira cuando abre la puerta para recibir el paquete— son inasibles al recuerdo y componen, juntos, una especie de Antología de Spoon River. Uno detrás de otro, una galería de protagonistas, en este caso vivos y por lo general jóvenes, que habla de ellos pero significa mucho más, como en el gran libro de Edgar Lee Master.
Mientras el continente avanza hacia un nuevo túnel de brutal azote vírico, de cierre de bares y restaurantes, restricciones de movilidad y confinamientos relacionados, es posible que el sector de las entregas a domicilio viva una fase de expansión. La empresa Deliveroo —destacada en el sector— afirma en su web contar con unos 60.000 repartidores en una docena de mercados, la mayoría en Europa. Hay por supuesto muchas otras y, aunque no lleguen a conformar una masa enorme, empiezan a ser un colectivo considerable.
En paralelo a su crecimiento, viaja el pulso por definir su situación laboral. Resumiendo: ¿son autónomos o empleados? ¿Qué son las plataformas digitales? ¿Empresas que ofrecen un servicio o intermediarios entre el productor y el cliente? En España, tanto la justicia como la política se están ocupando activamente de este asunto. El Supremo acaba de fallar que los considera falsos autónomos, o sea que deberían ser encuadrados como asalariados. En paralelo, el Ministerio de Trabajo, dirigido por Yolanda Díaz, prepara una regulación al respecto. Por supuesto, el debate está vivo en muchos países. Toca un nervio muy profundo.
El nervio es el engarce entre sectores boyantes de la nueva economía y segmentos de la clase trabajadora sin alta cualificación. El asunto es nodal, porque de la ecuación resultará en medida relevante el grado de cohesión de nuestras sociedades. No concierne solo a los repartidores stricto sensu. Pensemos, en una posición algo diferente pero no del todo, en los 3,9 millones de conductores de Uber en el mundo (datos de la compañía, finales de 2018). Son muchos, serán más.
La ampliación progresiva de derechos de la clase obrera ha sido la espina dorsal de las sociedades europeas tal y como las conocemos. La construcción, en paralelo al andamiaje laboral, de un vigoroso Estado del bienestar es la otra pata en la que se apoya nuestro cuerpo colectivo. Todo esto debe ahora redefinirse. Atañe en primer lugar a esa galería de personas que desfilan ante nuestras puertas. Pero, hay más, porque es parte relevante y emblemática del contrato social de este nuevo tiempo.
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