Para los Yussefi, la vida cabe en un carricoche
Una familia afgana de clase media ha acabado refugiada en la isla griega de Lesbos tras arriesgarlo todo en un viaje que arrancó en Irán
La hospitalidad afgana no se pierde ni siquiera cuando los anfitriones son una familia sin techo. En la isla griega de Lesbos, Masomeh Etemadi e Ismael Yussefi invitan a sus huéspedes a sentarse con ellos sobre una lona que utilizan como espacio de reunión; también les ofrecen agua y alimentos que les distribuyeron las ONG que operan en la zona. Se esmeran en mantener la dignidad y las buenas costumbres pese a tener como aposento un chamizo construido con unas cañas y unas telas atadas a dos olivos, en un terraplén cubierto de basura.
EL PAÍS siguió a Etemadi y Yussefi durante cuatro días en la semana posterior al incendio que arrasó el campo de refugiados de Moria. Plantaron sus escasas pertenencias en el lateral de la carretera del asentamiento calcinado, y mientras esperaban a lo que les deparará el siguiente día, ya fuera una nueva calamidad o una señal de esperanza, departían con sus visitas y compatriotas, siempre cordiales pero visiblemente cansados.
Eran jornadas que transcurrían para ellos con una lentitud exasperante, horas de espera con temperaturas diurnas por encima de los 30 grados. Reinaba la incertidumbre, alimentada por los rumores que les llegaban sobre las condiciones de vida en el nuevo campo de internamiento de Kara Tepe, a cuatro kilómetros de allí. En este centro de identificación y acogida, el Gobierno griego aplicará una cuarentena de por lo menos dos semanas para los 13.000 solicitantes de asilo que se encuentran en Lesbos. La mayoría de ellos, también Etemadi y Yussefi, desconfiaban de esta medida, temerosos de que supusiera un encierro indefinido. Las ONG que se acercaban para asistirles, les recomendaban que se trasladaran al nuevo campamento, porque allí estarían más seguros, porque la policía acabaría por desalojarlos a todos —como así sucedió— y, lo más importante, porque era indispensable para proseguir con los trámites para saltar al continente europeo.
Etemadi preguntaba periódicamente a los periodistas sobre las opciones que tenían de ser reubicados por las autoridades en otros puertos griegos, o si tenían información de algún Estado miembro de la Unión Europea que se preparara para acoger a nuevos contingentes de refugiados. El matrimonio tiene teléfono móvil y acceso a Internet, 15 gigas de datos al mes por 12 euros, un contrato que pagan con los 300 euros que ingresan mensualmente en una cuenta de ahorro abierta por Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, para los solicitantes de asilo. El servicio lo utilizan para la educación de su hijo mayor y para hablar con sus padres. “Están preocupados, pero entienden que estamos en Lesbos por los niños. Estar aquí es estar más cerca del futuro de sus nietos”, dice Etemadi.
El tedio en el campamento se rompía con el correteo de sus dos hijos, de uno y siete años, pendientes los adultos de que no se lastimaran con los despojos que dejó el éxodo de los habitantes de Moria tras el incendio. El mayor peligro era que cruzaran la carretera, transitada por coches de organizaciones internacionales, periodistas y convoyes de camiones que construían el campo de Kara Tepe.
El primer contacto con Etemadi y Yussefi se produjo en esta misma carretera, a medio kilómetro de su refugio, en la cola para recibir raciones de cena que distribuía la ONG danesa Team Humanity. Yussefi, vestido siempre con la misma camisa desde que tuvieron que huir con lo puesto de las llamas de Moria, pidió a los periodistas que le acompañaran a conocer a su familia. Sobre todo quería hablarles de su hijo pequeño, que sufre anemia. El matrimonio se desvive por él, y en los momentos más difíciles le agasajan con palabras dulces para tranquilizarlo. Para el hijo mayor, Ali, la prioridad es que prosiga con su formación. Abierto sobre la lona del campamento, entre zapatos y botellas de plástico, el viento movía las páginas de un libro de texto. Ali siempre sonríe, mostrando su dentadura en mal estado, y habla en un correcto inglés gracias a las lecciones de su madre. Etemadi recuerda que tras cinco meses en el antiguo campo de Moria, pudieron inscribir a Ali en una escuela de Unicef, aunque la pandemia de coronavirus limitó las horas de clase a las que podía asistir.
El último almuerzo familiar a pie de carretera en Moria consistió en un potaje de lentejas acompañado de pan de pita. Los hombres del grupo recogieron las raciones en la base de Team Humanity. Yussefi volvió además con una bolsa de pañales y pastillas de jabón. La familia invitaba a compartir la comida. “Alimentos no nos faltan, las ONG nos dan muchas provisiones”, aseguraba Yussefi. Pese a ello, un simple vistazo a las fotografías previas a Lesbos que conservan de ellos en el teléfono evidencian que han perdido peso y masa muscular.
La vida de Etemadi y Yussefi, también la de sus vecinos de la región de Gazni en Lesbos, ha sido vertiginosa. Etemadi, de 30 años, nació en la ciudad iraní de Qom. Su padre, un clérigo chií, se exilió desde Afganistán tras ser señalado por los talibanes. “Gazni es un lugar donde de día manda el Gobierno y de noche, los talibanes”, resume su marido. La familia de Yussefi, de 40 años, se desplazó a Qom por razones similares. Él se licenció en Historia del Islam y ella estudió Derecho. Trabajaron como maestros voluntarios de Acnur en un campo de refugiados afganos en Irán. Pese a haber crecido en ese país, ella se siente afgana. El régimen de los ayatolás no les concedía la ciudadanía y, al ser extranjeros, sus salidas profesionales se limitaban a trabajos en situación ilegal, mal remunerados y poco cualificados. “Nuestra idea inicial era pedir asilo en Turquía, pero ahora allí solo dan papeles de refugiados a los sirios”, explica Etemadi. Entre enero de 2019 y el pasado febrero, los solicitantes de asilo afganos en Grecia doblaban en número a los de Siria y alcanzaban el 41% del total, según el Ministerio de Migración griego. Son cifras que contrastan con la llegada desbordante de desplazados de la guerra civil siria en los años previos, durante lo más sangriento del conflicto y de menor colaboración entre la UE y Turquía.
Etemadi y Yussefi mantienen el contacto con otras familias de Gazni en la isla. Todas argumentan que su éxodo hasta Europa, previo paso por Turquía, responde a la amenaza del fundamentalismo suní talibán, por ser chiíes o de la etnia hazara, una minoría en Afganistán. Entre los testimonios de la comunidad de Gazni en Lesbos es especialmente doloroso el de la joven pareja formada por Segeyish Amadi y Zakir Hassain. El padre de Amadi falleció y ella quedó bajo la tutela de su tío. Este la quiso casar con un hombre mayor del pueblo pero ella se negó, por lo que huyó con Hassain a Kabul. Poco tiempo después de llegar a la capital afgana, un amigo les informó que su tío había pedido a los talibanes que los mataran. Hassain no ha hablado con su madre y hermano desde hace más de un año, tampoco saben dónde se encuentran. Ella perdió a un hijo en Lesbos y vuelve a estar embarazada de siete meses. En todo este tiempo no la ha atendido ningún médico.
Etemadi y Yussefi muestran un documento que prueba que se les ha concedido el estatus de refugiados, aunque añaden, sin precisar, que les faltan unos trámites más para acceder a un posible contingente de reubicación a otros países de la UE. Por eso se internaron voluntariamente el pasado jueves en el campo de Kara Tepe. Un 38% de los solicitantes de asilo en Grecia desde 2013 han obtenido asilo. Salir del país en dirección a otros territorios comunitarios depende sobre todo de las cuotas de reubicación que pacten los Gobiernos. Entre las potencias europeas, únicamente Alemania se ha comprometido tras el incendio en Moria a acoger a un número significativo de ellos, cerca de 1.500. Etemadi explica que su deseo es poder vivir en el Reino Unido, Luxemburgo o Canadá, donde residen conocidos suyos. Ni ellos ni sus amigos de Gazni en Lesbos se han planteado España como destino.
Yussefi organizó con eficiencia el traslado al nuevo campo de Kara Tepe: cargó en un carrito todos sus enseres mientras que Etemadi llevaba a su hijo pequeño a hombros y Ali les seguía montado en un patinete, su bien más preciado. A mitad del trayecto —de unos cuatro kilómetros—, cuando la carretera corría en paralelo a la orilla del mar, los niños pidieron remojarse en el agua. Sentados en unas rocas, a su lado yacían los restos de una lancha neumática. Etemadi indicó que se trataba de una patera abandonada. La imagen le trajo el recuerdo del peor momento para ella en el último año, cuando cruzaron el mar Egeo, de la costa turca a la isla griega: cuatro horas de navegación en un bote saturado de pasajeros, con las olas inundando la embarcación y los niños llorando sin cesar. Dio por hecho que naufragarían. Preguntada por si volvería a hacerlo, si estar en Lesbos valió la pena, la madre lo tiene claro: “Por supuesto, en Afganistán y en Irán no hay lugar para mis hijos”.
Desde el viernes, ya internados en Kara Tepe, Etemadi solo ha podido enviar unos pocos mensajes de WhatsApp. La comunicación es irregular sobre todo porque el acceso a la electricidad es mínimo. La primera noche en el campo durmieron al raso porque había demasiada gente esperando a recibir plaza en las tiendas de Acnur. La familia lamenta la insalubridad de las instalaciones, sobre todos en los baños, y la ausencia de suministro de agua para lavarse. “Necesitan tiempo para mejorar”, escribe conciliadora Etemadi, acompañando el texto con un emoticono sonriente y una fotografía de sus dos hijos de espaldas mirando al mar.
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