Europa, reconstrucción y reforma
Ninguna nación europea podrá existir por sí sola en este mundo globalizado y trastocado por el coronavirus. Europa es nuestro mejor instrumento para conformar la realidad según nuestros valores
La victoria de la libertad y la democracia frente al totalitarismo hace 75 años significó para Europa una ruptura y un nuevo comienzo. Y hoy simboliza, aunque cada una lo conmemore a su manera, la voluntad de reconciliación entre las naciones europeas que dio inicio a un camino de cooperación sin precedentes en nuestra historia.
Celebrar el Día de Europa es fortalecer nuestra confianza en la capacidad propia para superar las crisis. Recordamos así el visionario plan de Robert Schuman, a solo cinco años del final de la Guerra, y en una situación incomparablemente más sombría que la actual. La integración europea posibilitó, tras la crisis más devastadora que jamás haya golpeado a nuestro continente, su reconstrucción y el período más largo de paz y prosperidad que hemos disfrutado. La integración se convirtió en un proyecto común para toda Europa hace treinta años, con la caída del Telón de Acero. Su futuro, y especialmente el de la Eurozona, dependerá de si logramos superar conjuntamente y con éxito los desafíos actuales. Y sobre todo de que podamos encontrar una vía europea para detener la propagación del coronavirus de forma rápida y responsable y afrontar sus consecuencias, impulsando que todos los países de la Unión puedan movilizar los recursos necesarios para una recuperación común.
Para esta nueva tarea de reconstrucción y reforma necesitamos ahora de la iniciativa de la Unión Europea, a fin de contrarrestar los enormes efectos sobre la economía y la sociedad con un espíritu de solidaridad y de estrecha cooperación. Y que las ideas creativas para superar esta crisis desencadenen una nueva dinámica, que permita a Europa afirmarse en la competencia global con sus propias fuerzas.
La Unión avanza en épocas de crisis, pues hasta hoy cada una de ellas ha llevado a acordar una cooperación más intensa y avances en común. Todo plan de reconstrucción es también un proyecto de reforma. No queremos volver al punto de partida, sino avanzar hacia las metas que acordemos. Para ello, necesitamos acuerdos sobre el horizonte al que debemos dirigirnos y un plan de reforma para poder afrontar mejor las demandas de nuestro tiempo, las ya conocidas y las derivadas de la actual crisis.
La pandemia del coronavirus que aún sufrimos muestra la necesidad de afrontar insuficiencias y disfunciones derivadas de la globalización. Sus excesos reclaman cambios estructurales en el ámbito político, económico, social y medioambiental, cambios que solo desde las capacidades de la Unión Europea es posible impulsar para garantizar los derechos y servicios de las ciudadanas y los ciudadanos.
La respuesta a la crisis sanitaria ha puesto de manifiesto las fructíferas posibilidades que se abren con la creciente digitalización de nuestro entorno, pero también los riesgos que comporta y que exigen que los poderes públicos eviten sus consecuencias de exclusión y discriminación y garanticen las esferas de libertad individual que son fundamentales en nuestras comunidades políticas.
En la reconstrucción de nuestros sistemas económicos, debemos poner especial énfasis en su sostenibilidad social y ambiental. No podemos eludir una vez más nuestra responsabilidad en la lucha contra el cambio climático y por la preservación de la biodiversidad, ni tampoco menospreciar los hallazgos de la ciencia. Como europeos, nos corresponde además una responsabilidad común en la estabilidad y el desarrollo de nuestros países vecinos, en especial de los Estados africanos, no solo por los problemas irresueltos de la migración mundial.
La solidaridad que dio origen a la Unión Europea no distinguió entre países por su historia, su trayectoria o su responsabilidad. Sólo reclamó legitimidad democrática, voluntad, esfuerzo, y compromiso con los valores comunes y las reglas acordadas. No se refirió al pasado, sino al futuro. La solidaridad que el Tratado de la Unión incorpora no es solo fraternidad y voluntad de ayuda; es la conciencia de resolver en conjunto y mejor los retos de nuestro tiempo; es la convicción de que los vínculos e intereses que nos unen hacen que una respuesta acordada entre todos a los problemas de cada uno sea siempre la mejor respuesta para toda Europa y cada uno de sus estados.
No obstante, en muchos de nuestros países cobran fuerza voces que cuestionan el propio sentido del proceso de integración europea. La crisis del coronavirus se utiliza para generar nuevas líneas de división y fomentar el enfrentamiento entre los pueblos; los difíciles e inevitablemente complejos esfuerzos de cooperación y acción conjunta se desprecian y se utilizan para deslegitimar a las propias instituciones. En la crisis, la Unión Europea y sus estados miembros actúan desde hace mucho tiempo de manera solidaria, a nivel logístico y financiero.
Hoy en día, cuando nos fijamos nuevos objetivos comunes, ya no se trata de manera prioritaria de la cuestión fundamental de si queremos más o menos Europa, sino de manera pragmática, de cómo hacer que la Unión de 27 Estados miembros sea mejor y más fuerte lo antes posible. Con mayor capacidad de acción. Porque incluso en el mundo globalizado, modificado de raíz por el coronavirus, ninguna nación europea podrá existir por sí sola. Europa sigue siendo nuestro mejor instrumento para afirmarnos en la efectividad de nuestras capacidades y, por lo tanto, para poder conformar la realidad según nuestros valores.
La realidad cambia, y con ella las identidades. La Unión Europea no quiere sustituir a los estados ni eliminar las diferencias entre las naciones. Las ciudadanas y los ciudadanos europeos de cualquier país sienten desde hace mucho tiempo que lo que comparten es mucho más que lo que los diferencia: retos comunes sin duda, pero también valores compartidos de libertad, Estado de derecho y democracia, así como en lo que se refiere a la voluntad de progreso y de solidaridad. Asumimos como propia la herencia filosófica, social y cultural de cada uno de nuestros países y nos reconocemos en las creaciones y los sueños de nuestras conciudadanas y conciudadanos europeos, al margen de su nacionalidad. Sobre esta base puede crecer una identidad europea propia, como fundamento para una mayor democratización del proyecto europeo.
En los parlamentos nacionales se refleja el pluralismo social. Allí estamos acostumbrados a dirimir diferencias de intereses y a tomar decisiones por consenso o por mayoría. La diversidad también caracteriza a Europa. Por lo tanto, el proceso de integración exige que siempre nos pongamos también en la posición del otro, para adoptar su perspectiva. Solo así podemos –ya sea en el Norte o en el Sur, en el Oeste o en el Este– tener en cuenta todos los puntos de vista y finalmente llegar a una acción conjunta. En este Día de Europa, a 75 años del final de la Guerra, y ante el mayor desafío de los últimos decenios, los parlamentos nacionales asumen su responsabilidad común de actuar como bisagra entre la población y las instituciones europeas, para seguir fortaleciendo la idea europea y revivir una Europa cercana a su ciudadanía y consciente de sus responsabilidades en el mundo y para el mundo. Una Europa solidaria y democrática, que bien puede discutir puertas adentro, pero que no puede dividirse nunca más.
Meritxell Batet, presidenta del Congreso de los Diputados.
Richard Ferrand, presidente de la Asamblea Nacional francesa.
Roberto Fico, presidente de la Cámara de Diputados italiana.
Wolfgang Schäuble, presidente del Bundestag.
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