El Brexit reaviva la unión de las dos Irlandas
La futura frontera en la isla reabre el problema de la pertenencia nacional, difuminado tras los acuerdos de paz
Hay lugares que hubieran preferido no pasar nunca a la historia. Y que se han convertido, como un experimento de laboratorio, en el microcosmos que mejor explica un problema complejo. Enniskillen está en el condado de Fermagh. Es el último enclave al oeste del Reino Unido. Es una isla en un trozo de otra isla que pertenece a una isla más grande. Lo llaman la “perla del Úlster”. Es parte de Irlanda del Norte. Territorio británico. Está en medio del Lago Erne. 10.000 habitantes. Una hilera de casas de estilo victoriano en su calle principal. Peluquerías, floristerías, supermercados, muchos comercios con aparejos de pesca, y esas tiendas imposibles de ropa que sobreviven en pie con el género de hace dos décadas. Y su monumento a los caídos en la Primera y Segunda Guerra Mundial. Allí hizo explotar el IRA provisional el 8 de noviembre de 1987, justo el Día del Recuerdo, justo cuando autoridades y vecinos colocaban sus coronas de amapolas, un coche bomba. Once muertos y 63 heridos. Dijeron los terroristas que se habían “equivocado”. Su objetivo eran los soldados que se disponían a desfilar. Les visitó la reina Isabel II. Bill Clinton estuvo allí hasta tres veces. El proceso de paz se aceleró. Llegó. Se firmó. Y pasó al olvido, junto a Irlanda del Norte.
En esas vino el Brexit. Los euroescépticos se dieron de bruces con un territorio incómodo que entorpecía sus planes. Los norirlandeses vieron sacudida la cómoda ambigüedad en que vivían. ¿Cómo separar a todo el Reino Unido de Europa, de la que la República de Irlanda forma parte, sin partir de nuevo esa isla? ¿Cómo seguir sintiéndose irlandés o británico sin miedo a dejar de sentirse europeo?
“Crecí en Enniskillen. Nací en 1974, en la época de The Troubles (Los problemas, el eufemismo con el que se conoció el conflicto armado que estalló en los años sesenta). Crecí en un periodo especialmente difícil. Me mudé a Inglaterra durante unos años cuando cumplí 21. Entrené como bailarín, porque esa es mi profesión. Luego trabajé en Londres un tiempo, y me moví por el mundo. Viví un tiempo en Benicàssim (Castellón). Mi mujer y yo regresamos aquí cuando se quedó embarazada de nuestro primer hijo. Llegamos justo cuando comenzó el proceso de devolución del Gobierno autonómico. Lo que me activó, años después, fue contemplar a mis hijos y preguntarme qué clase de futuro les esperaba aquí”. Habla Dylan Quinn, de 45 años. El pasado enero decidió que se echaría a andar. Recorrería las 90 millas (144 kilómetros) que separaban su pueblo de Stormont, en Belfast. Allí está la Asamblea Legislativa Autonómica que creó el proceso de paz. Una milla por cada uno de los diputados que llevan más de tres años sin reunirse. Irlanda del Norte no tiene Parlamento ni Gobierno. La rivalidad visceral de los partidos protestantes y católicos, condenados a entenderse para que el experimento funcione, ha bloqueado todo. El Gobierno británico decidió recuperar las competencias.
“Diseñé un recorrido sinuoso que me permitiera pasar por muchos lugares para poder hablar con la gente. Se trataba de transmitir el mensaje de que queríamos recuperar la democracia”, cuenta Quinn. Habla como una ametralladora. Y transmite una pasión contagiosa. La gente se fue sumando. Diez. Cien. Quinientos. Y le contaba sus preocupaciones. “Somos una comunidad rural, nuestras infraestructuras están en un estado lamentable. Necesitamos muchos servicios públicos. La esperanza de vida de las mujeres en esta región ha bajado de los 84 a los 79 años. Ha aumentado en un 60% el riesgo de cáncer de mama. Nos hemos quedado sin unidad de cardiología. Son los problemas del día a día los que preocupan a la gente. Nuestros colegios están en un estado ruinoso. Se está pidiendo a los padres que aporten jabón de manos y papel higiénico. Se necesita más dinero para nuevos profesores. Todas esas cosas iban surgiendo por el camino”, explica.
Y una más. Una mucho más profunda. Enniskillen está apenas a 16 kilómetros de la frontera con la República de Irlanda. Amigos, trabajo, negocio. Muchos están al otro lado. Desde 1998, con la firma del Acuerdo de Viernes Santo, se instaló una deliciosa amnesia colectiva. La frontera era invisible. Cada uno podía sentirse a gusto con su propia piel: irlandés o británico, europeos todos. “¿Qué provocó el Brexit? Que aquellos moderados que engrosaban las filas del nacionalismo suave o del unionismo suave, cuyas raíces culturales no eran cuestionadas y se les permitía disfrutar de lo mejor de ambos mundos, ahora se sienten amenazados. Y ahora muchos empiezan a considerar que unirse a Irlanda quizá no sea tan mala idea si eso les permite retener su ciudadanía europea. Está cambiando la conversación interior que toda esa gente tenía en sus cabezas”, dice Quinn.
Lo sabe bien Bradley Colm. 39 años. Periodismo en su esencia más pura. Reportero “senior” (son media docena, aquí no se reparten cargos ni especialidades) del The Impartial Reporter (El Reportero Imparcial). Fundado en 1825, por William Trimble, el “padre de la prensa irlandesa”. Hubo un tiempo en que fue conocido como El Manipulador Imparcial (The Impartial Distorter), por su línea editorial prounionista. Hoy se ha ganado su prestigio por centrarse en los problemas de la comunidad y dejar de ver la vida en blanco y negro. Más bien, en verde (republicanos) y naranja (unionistas). “Llevo cubriendo las elecciones desde 2005 y esta es la primera vez que veo a la gente animarse a participar por cuestiones más básicas, más del día a día. Sobre todo en lo que se refiere a la sanidad pública, que aquí es un asunto muy discutido. Pero soy escéptico respecto a que eso se traslade luego al voto. Creo que cuando lleguen a la urna no votarán a quien piensen que tenga las mejores propuestas, sino a quien crean que tiene más posibilidades de evitar que el otro candidato se haga con el puesto. Creo que hay un montón de gente que quiere que las cosas cambien, pero siguen teniendo miedo a dar el paso. No creo que exista otro lugar en el Reino Unido o en la República de Irlanda donde, si las cosas estuvieran tan mal como aquí, en lo que se refiere a la calidad de las infraestructuras o al nivel de inversión pública, siguieran eligiendo una y otra vez a la misma gente. Y aquí lo hacemos, porque la mayoría sigue votando simplemente verde o naranja”, se lamenta Bradley.
La candidata del Sinn Féin, Michelle Gildernew, y el del Partido Unionista del Ulster, Tom Elliott, llevan más de una década peleando por el único escaño que aporta su circunscripción a la Cámara de los Comunes de Londres. La victoria se cuenta por un puñado de votos. A veces 200 más. En el mejor momento, 800. Antológico fue 2004, cuando la republicana ganó por cuatro votos. No ocupó su asiento en Westminster. El Sinn Féin nunca lo hace. No reconoce la soberanía británica. Pero pelea con uñas y dientes cada batalla electoral. El resto (conservadores, laboristas, verdes) no tienen la menor posibilidad.
“La gente ha perdido la paciencia con nuestros políticos locales. Hace tres años la idea de ser gobernados desde Londres habría sido rechazada de inmediato. Hoy la gente empieza a pensar que es mejor que lo que tenemos”, se lamenta el reportero. También él cree que cada vez más gente mira de reojo hacia el oeste de la isla. “Si me hubieras preguntado, antes del Brexit, cuándo se sometería a referéndum la idea de una sola Irlanda, hubiera dicho que en 15 o 20 años. Ahora suena razonable que sea en menos de cinco. Y con todas las cosas extrañas que hemos visto en la política, con todas las personas que nunca hubiéramos pensado que resultaran elegidas, creo que la unidad es mucho más posible”, vaticina.
En la plaza donde se produjo la masacre, se decidió levantar un edificio de arquitectura moderna. Se bautizó como The Clinton Centre (El Centro Clinton), en homenaje al presidente de EE UU que más hizo por la paz en Irlanda del Norte. Iba a congregar a intelectuales, políticos y estudiantes y a revitalizar Enniskillen. Lleva tres años cerrado, en un estado ruinoso. Ningún proyecto para reanimarlo ha pasado de bellas palabras. Es una metáfora de la actual Irlanda del Norte. Nadie ha sabido muy bien cómo gestionar los réditos de la paz y crear algo nuevo. El pasado, para los políticos, no existe. Sigue siendo presente.
“Yo me eduqué en un ambiente católico, y estudié en un internado con monjas. Mi marido es británico. Yo me siento británica, pero sobre todo norirlandesa. Y europea. No sé qué pensar del Brexit, creo que están tan confundidos como todos nosotros. No creo que sea el desastre que vaticinan, pero preferiría que las cosas siguieran como están”, piensa en voz alta Ann McNulty. 62 años. Ceramista. Limpia su pequeño horno, pule las tazas y platos que ha creado. Los pinta. Su taller y tienda, en The Buttermarket, una pequeña plaza cerrada con pretensiones hipsters, languidece. Solo los fines de semana logran reanimarla, con respiración asistida. Y, sin embargo, Ann lleva toda la vida dedicándose a lo mismo y sobrevive. Quizá porque su pequeña obsesión la aisló de los horrores de años pasados. Apenas le interesa hablar de nada más. Como Dylan. Como Bradley. Bailarín. Reportero. Artesana. Más allá de irlandés o británico. El día a día. Sus pasiones. Eso quieren contar. Y no ser forzados a plantearse de dónde son.
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