Biarritz en el G7: ciudad cerrada, playa surfera
A horas del inicio de la cumbre, la ciudad está dividida: una parte ha huido y otros continúan bañándose
Biarritz es, a pocas horas del inicio de la cumbre del G7, una ciudad dividida.
Una parte de los habitantes ha huido del despliegue policial y las medidas de seguridad draconianas; otros se han quedado para vivir en primera línea la experiencia. Una playa, la Grande plage, está clausurada y vigilada por la policía, lo que le da un aspecto espectral que los vecinos no recuerdan haber visto jamás. La otra, la Côte des basques, epicentro del surf en Francia, seguía llena el viernes como un día cualquiera.
“Yo no critico el G7, está muy bien, porque pone en valor la ciudad, permite que se conozca Biarritz en el mundo”, decía Nadine, una jubilada que trabajó en la banca y lleva 20 años viviendo en este acomodado rincón de Francia, lugar de veraneo del gotha europeo, y más tarde, global, desde que la emperatriz Eugenia de Montijo y su marido, Napoleón III, se instalaron aquí a mediados del siglo XIX. “No conozco lugar más encantador y magnífico que Biarritz”, escribió Victor Hugo. Mientras esperaba en el paseo marítimo de la Côte des basques que su nieta regrese de surfear, Nadine añadía: “Mucha gente que conozco se ha marchado. Yo me he quedado porque vale la pena vivirlo". ¿Miedo a los disturbios? “No temo nada. Me siento perfectamente segura”.
Y posiblemente tenga razón. El despliegue de seguridad —13.200 policías, 400 bomberos, 13 equipos de servicios de urgencias— se nota en las calles. Colas de furgonetas, checkpoints o puntos de control, grupos de agentes en cada esquina y una delimitación del territorio estricta y algo bizantina: en función de la acreditación que uno posea puede acceder a cada zona. Los vecinos también están obligados a llevarla, así que esta es estos días una ciudad de acreditados: no hay nadie sin la tarjeta del color correspondiente colgando del cuello.
“Para Biarritz esto es un acontecimiento excepcional. Tendrá un efecto positivo a largo plazo”, dijo Éric Duboc en la entrada de Vent d’Ouest, su tienda de zapatos en el centro de la ciudad. Pero añadió: “Desde el punto de vista de nuestro interés, es una catástrofe”. El G7 coincide con uno de los fines de semana de mayor actividad en esta ciudad turística de 25.000 habitantes. Y Duboc pensaba cerrar el sábado, domingo y lunes. Con el centro casi clausurado, las posibilidades de negocio eran escasas. El viernes a las 18.00 había vendido un par de zapatos: 149 euros. Normalmente, explicó, vende entre 15 y 20 pares. “Los turistas se han marchado. La playa está desierta. Nunca he visto nada igual”, dice.
El debate es el mismo cada vez que se celebra una cumbre internacional en un centro urbano. ¿Sale a cuenta? ¿No es mejor reunirse en algún lugar lejano y ya aislado? “Es una ventana mediática extraordinaria para la ciudad y el País Vasco”, dice el alcalde, Michel Veunac, en el periódico La Semaine du Pays Basque. “Los efectos de naturaleza económica ya han empezado porque hemos acogido periodistas, delegaciones y un montón de personas que han venido desde hace meses para preparar el G7”.
El Gobierno francés sostiene que el coste es menor que el de otras cumbres: 36,4 millones de euros. Tras casi un año de violencia de los chalecos amarillos y los encapuchados del black bloc, de heridos entre los manifestantes y policías, de tensión política que han puesto en entredicho al ministro del Interior, Christophe Castaner, el temor es que el G7 sea el pretexto para nuevos disturbios. El aeropuerto y la estación de tren están cerrados. En vísperas de la cumbre, y con un número de agentes seguramente superior al de los manifestantes, se hace difícil imaginar que estos puedan acercarse al lugar donde se reúnen los líderes. Otra cosa son las poblaciones vecinas: el viernes por la noche 17 personas fueron detenidas en Urrugne (Urruña, en euskera), a 20 kilómetros de Biarritz, y cuatro policías resultaron ligeramente heridos, según fuentes policiales francesas.
En las mismas horas, en las inmediaciones del mercado de Biarritz, las tascas y los restaurantes estaban llenos, una banda tocaba jazz, parecía un lugar normal, un día habitual del verano.
“Solo esperamos que no haya problemas con la gente que lo rompe todo”, decía unas horas antes Bruno Fabier, que volvía de comprar el pan, uno de los pocos vecinos que circulaba por el centro. “Tampoco nos ha molestado, pero habría sido mejor que se celebrase en otro lugar”.
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