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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Morsi, el camino truncado de la democracia egipcia

Occidente debería llorar la muerte del expresidente de Egipto

El expresidente egipcio, Mohamed Morsi, durante uno de los juicios celebrados en su contra en 2014. En vídeo, declaraciones del secretario general del brazo político de los Hermanos Musulmanes en Jordania.Vídeo: TAREK EL-GABASS (AFP) / AP
Luz Gómez

Por más que se repita que Mohamed Morsi ha sido el único presidente civil egipcio y el único elegido democráticamente, será raro que veamos a los voceros de los derechos humanos o a los líderes occidentales condolerse por su muerte. Y lo más terrible es que una parte de los egipcios tampoco lo hará. Y ello a pesar de que con su rechazo al ultimátum de los militares en las fechas previas al golpe de Estado de julio de 2013, salvaguardó la dignidad de la revolución egipcia. Una dignidad por encima de la adscripción política del propio Morsi, el islamismo conservador de los Hermanos Musulmanes, que tantas enemistades le granjeó.

Morsi fue el primer presidente egipcio que no se plegó a las prácticas del Estado profundo que habían sostenido a Mubarak durante treinta años, y que la revolución de 2011 hizo tambalear: autoritarismo, corrupción, desestructuración social. Algunos hermanos musulmanes le recomendaron que reculara, se dice que incluso el guía supremo, Mohammed Badie. Este Morsi algo soso pero hombre de Estado, lejos de los tintes demoníacos con que se le ha caracterizado, es algo que a muchos les ha costado aceptar, revolucionarios incluidos, que aplaudieron su deposición y luego fueron testigos de la degeneración absoluta de la dictadura de Sisi. Si Morsi fue una figura controvertida durante el año escaso de su presidencia, un presidente que quiso blindar sus poderes pero que supo dar marcha atrás, los acontecimientos posteriores han acabado por hacerle bueno: 60.000 presos políticos, más de 200 condenas a muerte en juicios sumarísimos, cientos de muertos y desaparecidos en las cárceles, una insurrección yihadista en el Sinaí y una constitución violada y un Parlamento bufón son solo una sucinta descripción del actual panorama político de Egipto. Hoy los jóvenes que en su día llenaban de grafitis los feos muros de cemento que rodean la plaza de Tahrir, dicen que Morsi fue “torpe” y ellos demasiado “ciegos”. Hoy estos mismos jóvenes, socialistas revolucionarios y anarquistas, se conduelen, mientras los liberales callan y la minoría que jalea a Sisi da cuerda al reloj para que pasen rápido estos días y se olvide, como es de prever, a ese “barbudo”.

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A estas alturas de la historia está claro que una cosa es considerarse demócrata y otra practicar la democracia, sobre todo cuando del mundo árabe y del islam político se trata. Da igual el tiempo y las circunstancias: el Frente Islámico de Salvación argelino en 1992, Hamás en Palestina en 2006 y los Hermanos Musulmanes en Egipto en 2013 han puesto de manifiesto que, para Occidente y las corruptas élites locales, siempre hay buenas razones para no respetar el resultado de las urnas, ya se invoque la estabilidad regional o la seguridad internacional. Cuando los árabes practican la democracia, Occidente echa mano de los dictadores buenos para restaurar el desorden.

El futuro de Egipto no puede ser más negro. Es difícil encontrar razones para seguir teniendo esperanza en el sueño democrático de 2011. Quizá ahora empiece a verse que Morsi fue, en esencia, un presidente honesto, que inició el camino hoy truncado de la democracia egipcia.

Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes de la Universidad Autónoma de Madrid. Su libro más reciente es Entre la sharía y la yihad. Una historia intelectual del islamismo (Catarata, 2018).

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