La fallida revolución egipcia
Lejos de afrontar los problemas estructurales que desde hace décadas arrastra Egipto, Al Sisi ha preferido esconderlos bajo la alfombra


Hace cinco años, el pueblo egipcio derribó el muro del miedo y tomó las calles para reclamar el fin de la dictadura de Mubarak. Fue, ante todo, una movilización transversal en la que amplios sectores de la sociedad, independientemente de su clase, credo e ideología, unieron sus fuerzas para demandar pan, libertad y justicia social. La revolución fue una obra coral protagonizada no sólo por la juventud urbana, como se ha repetido hasta la saciedad, sino también por los movimientos sindicales que convocaron una huelga general indefinida que paralizó al país. Finalmente fueron los militares, principales víctimas del capitalismo de amiguetes de Mubarak, los que le dieron el golpe de gracia.
Pronto se evidenció que el tránsito del autoritarismo a la democracia no iba a ser un camino de rosas. A las fuerzas que apostaban por el cambio sólo les unía su voluntad de derribar a Mubarak, pero tan pronto como dio comienzo la transición se pusieron en evidencia sus diferencias. Los Hermanos Musulmanes sacaron provecho de esta situación y conquistaron el poder sin grandes dificultades, pero cometieron importantes errores de cálculo. En lugar de tender puentes hacia las fuerzas revolucionarias y progresistas que querían enterrar al antiguo régimen intentaron contentar a los militares preservando sus numerosas prerrogativas y gobernaron únicamente para su electorado. La fractura entre islamistas y seculares creció hasta hacerse abismal. Estos últimos denunciaron la existencia de una agenda oculta para imponer la sharía. En todo caso, el malestar popular no sólo se debió a la errática gestión del presidente Morsi, sino también a la sofocante presión a la que fue sometido por los sectores contrarrevolucionarios, encabezados por las élites económicas y políticas que habían medrado a la sombra de Mubarak.
Finalmente los Hermanos Musulmanes demostraron ser mucho más débiles de lo que aparentaban y fueron desalojados del poder en verano de 2013. Como todos temían, Al Sisi aprovechó el golpe militar para catapultarse como el nuevo hombre fuerte de Egipto. Quienes se movilizaron contra esta nueva vuelta de tuerca autoritaria fueron reprimidos y encarcelados. Bajo el pretexto de combatir al terrorismo, los Hermanos Musulmanes fueron perseguidos hasta la extenuación y sus líderes condenados a elevadas penas de prisión en juicios sumarios. Hoy en día, Al Sisi dispone de plenos poderes ejecutivos y cuenta con la complicidad de los aparatos legislativo y judicial.
Pese a que su liderazgo podría parecer sólido, lo cierto es que se ha erosionado a marchas forzadas. Lejos de afrontar los problemas estructurales que desde hace décadas arrastra Egipto, Al Sisi ha preferido esconderlos bajo la alfombra. Una de sus principales promesas fue restaurar la seguridad, pero los grupos yihadistas se han hecho fuertes en el Sinaí amenazando a un sector clave para la economía como es el turismo. La caída en picado del precio del petróleo obligará a reducir, tarde o temprano, las generosas ayudas ofrecidas por las petromonarquías del Golfo, lo que podría agravar la crisis económica y acentuar el malestar de la población.
Ignacio Álvarez-Ossorio es profesor de Estudios Árabes en la Universidad de Alicante y coordinador de Oriente Próximo y Magreb en la Fundación Alternativas.
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